Isaac León - El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta

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En la década de 1960 aparecieron en Latinoamérica diversas iniciativas en pos de una expresión distinta de la que había caracterizado al cine de la región. Esta obra se aproxima a esa etapa, discute las teorías que sustentaron los proyectos renovadores y registra sus filiaciones cinematográficas en la modernidad. En suma, un acercamiento polémico a un tema que sigue siendo objeto de mitificación.

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Recordemos, de todas formas y a manera de información complementaria, que los títulos más célebres de los autores del boom que se publicaron en los sesenta fueron, entre otros, La ciudad y los perros (1962), La Casa Verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa; El coronel no tiene quien le escriba (1962) y Cien años de soledad (1967), de García Márquez; Historia s de cronopios y de famas (1962) y Rayuela (1963), de Julio Cortázar; Tres tristes tigres (1968), de Guillermo Cabrera Infante; La muerte de Artemio Cruz y Aura (ambas de 1962), de Carlos Fuentes.

Si se buscase algún otro punto en común, además de los anotados, entre esta corriente literaria y las tendencias del nuevo cine no podría establecerse, desde luego, con las modalidades más radicales de este último, con el “núcleo duro”. En cambio, sí se podrían establecer coincidencias entre los escritores del boom , muy celosos de la autonomía de su producción literaria, aun quienes más cercanos pudiesen estar de las posiciones políticas más radicales, con las tendencias que reivindicaron en el cine latinoamericano el rol del autor. Porque en la creación literaria, por más próximos que estuviesen de la órbita política cubana, ni García Márquez ni Cortázar transigieron en su radical independencia creativa y en su visión de que la literatura no debe estar al servicio directo de causas políticas.

Es pertinente destacar, asimismo, y por eso procede la mención hecha, que la difusión que obtienen los libros de estos escritores y la existencia supuesta o real de una tendencia diferenciada que este grupo representó, es un precedente o, al menos, un referente para la concepción de un nuevo cine. Es también el que mayor sonoridad o repercusión mediáticos alcanza en esos años, ciertamente muy superior al que pudo tener el nuevo cine de nuestros países a escala internacional. Una ventaja comparativa es que los libros circulan o, mejor, para ubicarnos en la perspectiva de esos tiempos, circulaban con mucha mayor facilidad que las películas, y uno de los más graves escollos de ese cine fue su limitada capacidad de circulación. Por último, la eclosión de ese movimiento literario en esos años es una coincidencia en una década en la que se encuentran otras aproximaciones latinoamericanistas.

Una de ellas ocurre en el terreno de la música popular, aunque no a la manera de un movimiento o un grupo más o menos orquestado procedente de varios países. Lo que encontramos en esos años es, si se quiere, la pérdida de la hegemonía de las tradiciones afincadas en México, Argentina, Cuba y Brasil, principalmente. México había sido (y no dejará de serlo del todo, claro) la tierra de la ranchera, del corrido y del bolero, y eso marca de manera indeleble la producción de películas de las décadas del treinta al sesenta, aun cuando, tierra de integración al fin y al cabo, los ritmos caribeños también se afincan allí, el tango no está ausente y menos desde que Libertad Lamarque se instala en el país.

Así como los ritmos populares locales y otros singularizarán las cintas mexicanas y contribuirán poderosamente a su toque de “mexicanidad” (aun en el caso de los ritmos extranjeros), la producción de la etapa clásica argentina es indesligable del tango como la del Brasil de la samba y del carnaval. Es decir, pese a la amplitud musical que puede encontrarse en México (hay que recordar que, en cierto modo, México hace suyos el danzón y el mambo, ambos de origen cubano, entre otros ritmos), se puede comprobar en los años de predominio de la industria un claro nacionalismo musical, signo como otros de un periodo histórico de afirmación interna, de consolidación de sistemas políticos, economías, culturas y tradiciones propios.

En los años sesenta los ritmos se diversifican como nunca antes. El pop y el rock , de origen estadounidense, se van arraigando aquí y allá. La bossa nova carioca es uno de los mayores aportes a la música popular no solo de Brasil, sino también de la región. En Cuba surge la nueva trova y los cantautores empiezan a prodigarse en diversos países. Simultáneamente se afianza la canción folclórica, de origen campesino y pueblerino, representada, entre otros, por los argentinos Atahualpa Yupanqui o Jorge Cafrune o el neofolclor que difunden los grupos chilenos Inti Illimani y Quilapayún. En cierta medida, todo eso forma la nueva canción popular latinoamericana, más allá de sus orígenes locales, y se difunde en ámbitos públicos o en programas radiales más o menos diferenciados y compartidos por una audiencia regional que en mayor o menor grado lee a los escritores del boom y participa de inquietudes comunes. Más adelante, en la segunda mitad de los años setenta, la salsa se constituirá por un tiempo en una suerte de señal de identidad de lo latino, más allá de su origen neoyorquino y caribeño o, mejor, de esa amplia “República del Caribe”, que incluye a Cuba, Puerto Rico, Panamá, Venezuela, parte de Colombia, entre otros. Por cierto, el cine de los sesenta y el que viene después recogen, a veces de manera muy sincrética, esa amalgama de ritmos.

También el teatro experimenta una renovación y, signo de esos tiempos, una mayor carga de ideología política en esos años. Las teorías del alemán Bertolt Brecht o del polaco Jerzy Grotowski, así como las de The Living Theatre, se arraigan en diversas prácticas. Grotowski fue el creador del concepto del “teatro pobre”, que incorporaron diversos autores y grupos, mientras que su influencia no solamente se hace presente en el teatro, sino también en el cine. Destacan en ese contexto el brasileño Augusto Boal, creador de la teoría del “teatro del oprimido” y director del Teatro de Arena, así como el colombiano Enrique Buenaventura, fundador del Teatro Estudiantil de Cali (TEC), dos de los más afirmativos en sus posiciones de izquierda, así como tal vez los más influyentes teatristas en el panorama regional. Ambos compartieron las tesis de la creación colectiva y la participación del público que tantos seguidores han tenido entre los grupos teatrales de la región. Es conocida la propuesta de Boal de “borrar las fronteras entre actores y público” (Boal 1982).

Son muy importantes, igualmente, los grupos de teatro universitario (en Chile y en otras partes), así como la experiencia de grupos teatrales, como la Candelaria en Bogotá, Galpón, en Uruguay, Fray Mocho (y su director, Óscar Ferrigno) en Buenos Aires, grupo del cual surge Osvaldo Dragún, el autor de mayor relieve en su época. Están, asimismo, el grupo ICTUS en Santiago de Chile y Rajatabla en Caracas. En esta última ciudad, precisamente, surge el Nuevo Grupo, formado por los dramaturgos Isaac Chocrón, José Ignacio Cabrujas y Román Chalbaud, quienes lideran la renovación de las prácticas escénicas en esa ciudad y ejercen una influencia que va más allá de su propio país. Ellos serán, además, los que, en el marco de todo el subcontinente mayor relación tienen con la actividad cinematográfica y con lo que se conocerá, más allá de los límites del periodo que estudiamos, el nuevo cine venezolano, sobre todo Chalbaud, quien es el más prolífico de los cineastas venezolanos contemporáneos, y luego Cabrujas en el campo del guion.

Es una década en la que aumentan las visitas de los grupos teatrales a otros países, así como los encuentros y los festivales de teatro, con lo cual se van estableciendo relaciones y vínculos antes inexistentes, en los cuales, por cierto, está presente la identificación política y la búsqueda de la unión y la solidaridad latinoamericanas. Conviene subrayar la gravitación que las nuevas propuestas teatrales alcanzan en esos años de la mano de Grotowski y Eugenio Barba, entre otros, más allá de las fronteras latinoamericanas, porque en ellas se intentó, con mayor éxito, al menos temporal, uno de los objetivos que se perseguirá en las propuestas más radicales de los cines de América Latina: la creación compartida y la participación activa de los espectadores, que se presenta asimismo en conciertos de música pop , en las performances de actores o cantantes u otras prácticas de representación que se extienden en esos años.

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