El sistema democrático, legalmente establecido en todas las constituciones nacionales, se muestra mayoritariamente frágil. La debilidad de las instituciones, escasamente consolidadas pese a los años transcurridos desde los nacimientos de las Repúblicas, facilita ese vaivén que, con las excepciones mencionadas, será la señal de identidad más persistente en la vida nacional de los países de América Latina. Por cierto, ese estado de cosas facilita la aparición de políticos salvadores que proceden de las filas civiles, pero también militares, y que diseñan proyectos como el Estado Novo en Brasil e identidades políticas fuertemente arraigadas como el “cardenismo” en México o el “peronismo” en Argentina, que son el embrión, junto con otras organizaciones de masas como el Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia, el APRA en el Perú o el Partido Acción Democrática en Venezuela, de la acentuación de las tensiones a favor de posiciones más radicales.
Los grupos de poder derivados de los estratos privilegiados durante la etapa colonial o los que se forman posteriormente entre la población de origen español o los extranjeros que van llegando de Inglaterra o Italia, de Alemania o Palestina, entre muchos otros orígenes, dominan pirámides sociales fuertemente diferenciadas. Durante el siglo XX, los intentos reformistas tropiezan con los intereses de las cúpulas económicas, ligadas con frecuencia al capital estadounidense. Aun así, los gobiernos populistas, como el de Lázaro Cárdenas en México, el de Getúlio Vargas en Brasil y el de Juan Domingo Perón en Argentina, además de nacionalizar empresas y medios de producción, alientan la esperanza de un futuro más prometedor para las expectativas de las grandes mayorías promoviendo la industrialización de esos países a partir, fundamentalmente, de las empresas nacionales, con la que se inician la política de sustitución de importaciones que será gravitante en esos países (y también en algunos otros) durante las décadas del cuarenta y cincuenta, con las leyes de apoyos y subsidios que, ciertamente, también alcanzan a la industria cinematográfica.
En palabras de Jesús Martín-Barbero:
De 1930 a 1960 el populismo es la estrategia política que marca, con mayor o menor intensidad, la lucha en casi todas las sociedades latinoamericanas. Primero fue Getúlio Vargas en Brasil, conduciendo el proceso que lleva de la liquidación al ‘Estado oligárquico’ al establecimiento del ‘Estado Nuevo’… En 1934, Lázaro Cárdenas asume la presidencia de México y propone un programa de gobierno que, retomando los objetivos de la Revolución, devuelva a las masas su papel de protagonista en la política nacional… En Argentina, las masas sacan de la prisión a Perón en 1945, quien es elegido presidente en 1946 e inicia el gobierno populista por antonomasia de América Latina (Martín-Barbero 1987: 174-175).
En relación con Brasil, Tzvi Tal señala:
El gobierno de Kubitschek y Goulart se caracterizó por la exitosa puesta en práctica del desarrollismo económico: captación de capitales extranjeros mediante ventajosas regulaciones impositivas, apertura a la penetración de inversiones extranjeras en sectores de la economía que el populismo nacionalista había concebido de interés para la integridad y la soberanía nacional… La concertación de intereses políticos y económicos con la cúpula militar, al que el régimen varguista y sus sucesores le habían impedido desarrollar una organización nacional y neutralizado su combatividad, aseguró la tranquilidad social necesaria al proyecto. En este pujante periodo desarrollista, que la memoria brasileña recuerda como una ‘Edad de Oro’, el cine nacional no era considerado por la burocracia económica ni por la política gubernamental como una industria importante (Tal 2005: 37-38).
La política de sustitución de importaciones continúa en la década con los llamados gobiernos desarrollistas, a partir de las tesis de la dependencia, y se prolonga en los años setenta y poco más en algunos países, hasta que el fracaso del modelo alienta las políticas liberales. Además de las medidas económicas, que en México, por ejemplo, incluyen la reforma agraria y la nacionalización de las empresas petroleras, los tres gobiernos señalados que, justamente, corresponden a los países de mayor importancia cinematográfica en América Latina, ejercen una influencia decisiva en la marcha política, apoyando la creación o el fortalecimiento de organizaciones obreras y campesinas y fortaleciendo los partidos políticos que les servían de sustento.
Con Lázaro Cárdenas se forma el Partido de la Revolución Mexicana, que luego se convertirá en el Partido Revolucionario Institucional. Getúlio Vargas es el artífice de la consolidación del Partido Trabalhista Brasileiro. Perón, por su parte, a partir de la confluencia de algunos partidos, funda el Partido Peronista en 1947, más tarde convertido en el Partido Justicialista. Con todas sus contradicciones y sus roces o conflictos con los partidos comunistas, se trata de grandes organizaciones de masas que arraigan en los sectores populares y en amplios segmentos de las capas medias. Pese a que algunas de esas experiencias políticas, y otras de signo parecido, culminan de manera traumática (el suicidio de Getúlio, la caída del gobierno de Perón, el derrocamiento del guatemalteco Jacobo Arbenz…), se expande la idea o la aspiración mesiánica de un cambio o transformación social radical, a la que adhieren mayoritariamente los votantes.
Los años cincuenta están entre los más sobresaltados del siglo, pues en ellos se produce, además de los finales violentos señalados y las causas que los motivaron (resistencias en los ámbitos de las fuerzas armadas, los sectores empresariales, la Iglesia…), la Revolución boliviana de 1952, el periodo de la violencia en Colombia, desde el asesinato en 1948 del líder populista liberal Jorge Eliécer Gaitán, que libran sin declaración de guerra los partidos Liberal y Conservador, que llega hasta 1958 y que constituye el germen de la formación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y otras organizaciones; la lucha guerrillera en la Sierra Maestra cubana, comandada por Fidel Castro.
Sobre ese punto, y en referencia a las experiencias pioneras de Fernando Birri, Getino y Velleggia consideran que “el marco histórico internacional y regional había contribuido, asimismo, a la existencia de ese cine. La década del cincuenta se inició con la guerra de Corea y terminó con el triunfo de la Revolución cubana. Esos años estuvieron signados por acontecimientos memorables, como la victoria vietnamita en Dien Bien Phu, el ascenso de Nasser al poder en Egipto, el comienzo de las guerras de liberación en Vietnam y Argelia, la rebelión del Sahara occidental, la independencia de Guinea. Mil trescientos millones de asiáticos hablaron por primera vez sin intermediarios en la Conferencia de Bandung, en 1955, y al año siguiente, Nasser, Nehru y Tito sentarían las bases del que pronto sería llamado Movimiento de Países No Alineados (Getino y Velleggia 2002: 38).
La Revolución cubana, que se trae abajo el 1 de enero de 1959 la dictadura de Fulgencio Batista, instala el sueño de una revolución socialista hecha a partir de la lucha armada y ejerce una enorme influencia en los cuadros intelectuales y políticos de la región. Pero la política y la economía de los años sesenta tienen otros inspiradores menos radicales de los que provienen del marxismo. Uno de ellos está en los teóricos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), que elaboran una teoría de la dominación y la dependencia y proponen un modelo de desarrollo económico desde dentro, con protecciones a la industria local y sustitución de las importaciones, que redefine el rol del Estado en la regulación del mercado, tal como se había ejercido en las décadas anteriores. A este nuevo impulso en la línea de lo que se había venido aplicando, particularmente durante los gobiernos populistas como los de Perón y Getúlio Vargas, se le llama el modelo desarrollista.
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