Además de constituir un nuevo faro para la izquierda latinoamericana, el gobierno de Allende transita por una orilla opuesta a la de otros gobiernos sudamericanos que provienen de golpes militares y de carácter derechista, como los de Brasil, desde 1964, Bolivia y Uruguay. El Perú, en cambio, experimenta un gobierno militar inédito que estatiza yacimientos petrolíferos y dicta una ley de reforma agraria. Hasta que el 11 de setiembre de 1973 se cierra trágicamente la experiencia de la Unidad Popular y, en alguna medida, al menos simbólicamente, acaba el nuevo cine latinoamericano.
1968 es un año particularmente relevante en el mundo occidental y, naturalmente, en el marco histórico que rodea al nuevo cine latinoamericano, pues en ese año parece concentrarse la crisis del sistema político imperante y la emergencia de lo nuevo. Al punto de que hay quienes consideran 1968 casi como un “año de síntesis” del siglo XX por la trascendencia de algunos de los acontecimientos que ocurren. Lo “nuevo” no apunta, necesariamente, a la revolución socialista, como pasa, por ejemplo, con el Mayo francés, no necesariamente conducente a esa revolución, o al menos no como estaba concebida por los ideólogos de la izquierda marxista. Pero lo “nuevo” sacude, si no los cimientos sociales, sí el conformismo de las capas favorecidas por las economías europeas en expansión.
En Estados Unidos, 1968 es un año traumático en el campo político, pues son asesinados Martin Luther King, el líder negro de la lucha pacífica por los derechos civiles, y Robert Kennedy, precandidato del Partido Demócrata a las elecciones presidenciales. Lo que no tuvo ese país en 1968 fue una manifestación musical como el Monterey Pop Festival, que se realiza en junio de 1967, ni el imponente encuentro musical de Woodstock, en agosto de 1969, cuyo significado —como se sabe— trasciende ampliamente el campo de la música popular y se convierte en el alegato público más contundente en contra de la guerra y a favor de una mentalidad totalmente distinta a la que primaba en la sociedad de ese país. Por las características de 1968, el de Woodstock mereció estar ubicado en ese año o, al menos, el de Monterey, pero eso no significa que el rock no aumentara la intensidad y la creatividad que había venido ofreciendo y que el compromiso político de sus intérpretes no se manifestara de una forma u otra en el convulsionado contexto que se vivía entonces.
Prosperan las protestas activadas principalmente por los jóvenes en las capitales más opulentas. La “sociedad de consumo” es cuestionada aquí y allá, y la obra de teóricos como los alemanes Herbert Marcuse y Wilhelm Reich, críticos de ese modelo, alcanza una difusión antes insospechable. Estos impulsos de signo libertario, inspirados más que por el marxismoleninismo por los socialismos utópicos del siglo XIX y otros fermentos conceptuales del siglo XX, coexisten con las reivindicaciones y luchas conducidas por los partidos comunistas y otros en los países europeos, sobre todo en Francia, Italia, la República Federal de Alemania y, en menor medida, España y Portugal, todavía regidos por las dictaduras de Franco y Oliveira Salazar, respectivamente.
En Estados Unidos, y por extensión, aunque con menor intensidad, en Inglaterra y otros países europeos, está en plena ebullición el movimiento de la contracultura que algunos han llamado el auge de la cultura underground . Como que esa cultura subterránea sale a la superficie y adquiere un protagonismo antes desconocido y que se revelará muy pronto transitorio y estructuralmente débil, aunque varias de sus expresiones serán incorporadas muy pronto a esa institucionalidad ante la cual surgieron como una respuesta combativa o alternativa. Mario Maffi sostiene: “El término underground se difundió hacia 1963. Entonces tenía una aplicación limitada: se refería a cierto tipo de cine, de diarios y revistas, con una connotación de carácter estrictamente lingüística — underground = subterráneo, irregular, clandestino— y un vago sentido de conspiración. Pero a partir de 1963 (fecha aproximada) el término se fue extendiendo poco a poco a un campo cada vez más vasto, identificándose finalmente con una parte de la subcultura juvenil (aunque no exclusivamente juvenil) de Estados Unidos y, por reflejo, de otros países. Así, pues, el underground indicaba aquella ‘nueva sensibilidad’ —y sus productos culturales y sociales— nacida originariamente en los años cincuenta y convertida en la década sucesiva en una ‘nueva cultura’, ‘cultura alternativa’, ‘contracultura’” (Maffi 1975: 13).
1968 es también el año del célebre levantamiento parisino de mayo, iniciado por los jóvenes universitarios, que remeció la aparentemente inamovible Quinta República presidida por el general Charles de Gaulle. La resonancia, que ese acontecimiento de trascendencia histórica alcanza, identifica a 1968 casi como el año del Mayo francés. Los levantamientos estudiantiles y otros se repiten, además, en otras ciudades europeas, y el clima de insubordinación al orden establecido se respira en muchos países y no solo de Europa, sino también en América del Norte, en la que la inquietud contestataria se manifiesta en diversas universidades, aunque sin la intensidad de los sucesos que dejaron varios muertos en la Universidad de Berkeley cuatro años antes. Sin embargo, las protestas en contra del incremento de la participación estadounidense en Vietnam (alrededor de medio millón de militares) hacen más intensas las movilizaciones de carácter dominantemente juvenil.
La intervención soviética al amparo del Acuerdo de Varsovia en Praga, que apoyó Fidel Castro, trae consigo distanciamientos y escisiones en el conjunto de las fuerzas de izquierda y acentúa en muchos la imagen de la Unión Soviética como un régimen imperial incapaz de permitir cualquier asomo de cambio o apertura en los países de su órbita política. Por su parte, en China se va desmoronando ese año la catastrófica experiencia de la llamada revolución cultural, iniciada en 1966 y alentada por Mao Zedong, cuyo fracaso termina por favorecer el modelo de apertura capitalista en la economía del país a partir de 1976, después de la defenestración de la “Banda de los Cuatro”.
Esas sacudidas de ultramar o las que se producen más allá del Río Grande llegan a la región tamizadas por las circunstancias locales y regionales y constituyen un acicate para los procesos de radicalización con un signo no libertario, sino marxista-leninista, aunque en modo alguno unificado, pues son los tiempos en que las posiciones maoístas se consolidan en algunos países (en otros apenas sí tienen una mínima presencia), el trotskismo toma mayor fuerza (en Argentina, por ejemplo) y aparecen otras variantes de menor influjo. Pero, sin duda, la adhesión cubana a la Unión Soviética será uno de los factores unificadores de mayor incidencia en los movimientos políticos y culturales de América Latina, y eso se hace manifiesto en la constitución —digamos— “orgánica” del nuevo cine latinoamericano.
Cabe mencionar una experiencia francesa del 68, que logra una repercusión indudable más allá de las fronteras de su país: la formación de los llamados Estados Generales. Hagamos un poco de historia: antes de los acontecimientos de mayo, se produce en París la destitución de Henri Langlois, el legendario director de la Cinemateca Francesa, y como consecuencia de ello hay una protesta de los cineastas, comandados por quienes estaban más ligados a la nouvelle vague , Truffaut, Godard, Malle, Resnais y otros. A raíz de esas protestas, que culminarán con la restitución de Langlois en su cargo, los cineastas se organizan en una suerte de comité político que derivará, luego de las movilizaciones de mayo, en la formación de los Estados Generales del Cine, que asumen posiciones más radicales y que están en el origen de la derivación de Godard hacia el trabajo militante y de otras experiencias parecidas.
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