Aquel “no sé qué” nunca apareció.
Aparecía algún “alguien”.
Aparecía algún “algo”.
Algún negocio.
Algún proyecto.
Algún amor.
Algún romance.
Algún sueño.
Alguna pasión.
Alguna esperanza que parecía saciar mis ansias de paz y felicidad.
Pero siempre eran “apariciones” temporales, pasajeras.
Cuando conseguía “aquello” -el objeto de deseo-, que era lo que me tenía que llenar la VIDA, comprobaba que no: “esto no es, ha de ser otra cosa”, y me volvía a desilusionar.
Una y otra vez rebrotaba esa sensación de vacío, de insatisfacción existencial y de aburrimiento con la VIDA que me generaba malestar y me cabreaba continuamente.
Sea como fuere, la paz, la tranquilidad y la felicidad entendidas como algo permanente e inmutable, nunca aparecieron.
Ahora lo sé.
Buscaba “algo” que me devolviera la VIDA que yo mismo, sin darme cuenta, me había negado, “algo” que me sedara del dolor de la desconexión.
Ahora lo sé.
Huía de ese dolor tan inmenso que había en mí.
Huía de mí.
¡Qué paradoja!
¡Le tenía MIEDO a la VIDA!
Cuando quebró mi empresa, quebró mi vida y me quebré yo. Los MIEDOS -en todas sus formas-, vinieron de golpe y todos juntos, con una fuerza descomunal, para que no se me ocurriera huir, como había hecho tantas otras veces en mi vida.
Me partí en mil pedazos.
Me hundí.
Mi mundo y mi identidad quedaron hechos trizas.
Mi vida quedó hecha un desierto.
Aquella inversión millonaria y equivocada, allá por el 2009, fue el “error” que precipitó todos los acontecimientos.
Aquí, empezó todo. Con un fracaso.
Desde que tomé la decisión equivocada hasta que he llegado a este libro, han pasado diez años.
Diez años a los que hay que añadir los cuarenta anteriores.
Cuarenta años de ceguera, cinco de travesía entre tinieblas y cinco de remontada -con algunas recaídas-.
Total, cincuenta años para diluirme como personaje y descubrirme como VIDA.
Cincuenta años para darme cuenta de que aquello que había estado buscando fuera, no estaba fuera. Estaba dentro. Estaba en mí.
Cincuenta años para darme cuenta de mi ignorancia.
Cincuenta años para DESPERTAR.
En este libro, te ofrezco abiertamente todos estos años. Te ofrezco mi camino y mi experiencia de vida, lo más valioso que puedo transmitirte. Es un viaje desde lo superficial a lo profundo de mi ser.
Estos últimos diez años, de forma gradual y escalonada, me han servido para ir cambiando radicalmente mi percepción del mundo, de los humanos y de la VIDA misma. He aprendido a desarmar las mentiras que me cuento y así, este libro está alejado de recetas mágicas para el éxito, de peldaños para subir a alguna cima, de fórmulas para ser estupendos y estupendas, de secretos para tener una vida plena, promesas que, a la larga, nos llevan de vuelta a la frustración.
Este libro es “mi viaje”, íntimo y personal. Con él, quiero transmitirte que, aunque conlleva tiempo, dedicación, atención y mucho entrenamiento, es posible aceptar la VIDA tal y como es. Es posible sufrir cada vez menos. Es posible VIVIR en paz, aun a pesar de que haya guerra a tu alrededor. Y, aunque las estructuras aprendidas por la mente lo nieguen una y otra vez, es posible, aún a pesar de ellas, conseguir una transformación profunda y asombrosa, recuperando la inocencia, la espontaneidad y la MAGIA que hay en ti.
Es una historia escrita sin adornos. Sin maquillajes. Sin cuentos. Sin mentiras. Sin artificios.
Es una historia sincera y honesta.
Una historia a corazón abierto.
Cuando pierdes la inocencia
Nunca me gustaron los humanos.
Y todavía menos los humanos adultos. Nunca me gustó su forma de actuar, su forma de relacionarse, su forma de expresarse, ni su forma de pensar. Nunca me gustó la manera que tenían de negarse los unos a los otros. Nunca me gustó su exigencia hacia nosotros, los niños, ni sus gritos, ni sus castigos ni su sobreprotección, tratándonos de tontos, débiles, criaturas frágiles… “pobrecitos”. No me gustaba su soberbia ni su prepotencia. Y mucho menos su sumisión. Tampoco su “teatro”. Nunca me gustó nada de ellos. Había algo que me rechinaba, pero, claro, en aquel entonces, todo “eso” que no me gustaba, me decían que eran “cosas de mayores” -como si los niños fuéramos imbéciles y no nos diésemos cuenta de cómo vibran ellos, los adultos-
Buff...qué coñazo de gente me parecían.
Qué coñazo ellos y con el tiempo, ya de adulto, qué coñazo yo también, porque conforme fui creciendo, mi adicción al “drama”, en especial, fue cada vez mayor.
Qué poca diversión.
Cuánta exigencia.
Siempre en guerra permanente.
Qué pocos abrazos.
Qué cantidad de mentiras.
Qué desgaste.
Qué manera tan “loca” de vivir.
Ya desde muy pequeño me chirriaban las conversaciones de los mayores y las de los mayores conmigo.
Tanto hablar para acabar siempre diciendo lo mismo.
Tanto discutir para no resolver nada.
Tanto gritar para seguir sin escuchar.
Tanto enfadarse para estar siempre igual -o peor-
Siempre viviendo en los mismos bucles.
Repitiendo las mismas películas. Las mismas historias una y otra vez.
Qué rollo me parecía lo que se traían entre manos los adultos.
Como niño, nunca lo entendí.
Todo me parecía muy raro.
Me daba la sensación de que los mayores estaban “locos”.
Con ellos, tenía un sexto sentido, un radar. “Cazaba” a la primera sus “rarezas”.
El caso es que mi intuición era muy fina: vivía con la sensación de que los adultos no decían la verdad. Esa sensación que tienes cuando alguien te está hablando e intuyes que lo que está diciendo no concuerda con lo que está sintiendo. Y piensas ... “pero ¿qué me estás contando?”
Cuando era niño, a más de un adulto le hubiera girado la cara por mentiroso -después de jovencito, directamente se la giré a unos cuantos, y con el tiempo, también a mismo, pero eso será en otro capítulo-
Desde que entré en este planeta, intuí que los mayores eran unos falsos, que contaban muchas “trolas”.
” No, esto no lo hagas porque no está bien”, decían, y te fijabas en ellos, que sí lo hacían.
Yo pensaba: “... entonces... ¿en qué quedamos? ¿Lo haces tú y a mí me dices que no se puede hacer?”
Recuerdo una anécdota.
Tendría seis o siete años. Por las tardes, al acabar las clases, salía del colegio con uno de mis amigos. Bueno, en realidad casi el único amigo. Su padre venía muchos días a buscarnos para llevarnos a casa.
A su hijo, por el camino, le repetía muchas veces que tenía que ser valiente. Que no se escondiera nunca cuando se metían con él. Que el mundo era de los fuertes. Que callando no llegaría a ninguna parte. Y cuando alguna vez yo le veía con su mujer, una persona autoritaria, él callaba.
Y a mí se me cruzaban los cables:
“¡¡¿pero no le está diciendo a su hijo que hable y sea valiente??!!, ¡¿por qué no habla ahora???”
Los adultos siempre me parecieron raros, raros.
Los veía en misa, dirigiéndose a unas figuras que estaban ahí, en el altar, en las capillas, quietas, inmóviles, sin decir ni mu, que ni los miraban y, aun así, ellos les hablaban y hablaban. Incluso a veces, en voz alta. Y las figuras, ahí quietas. Inertes. Sin hacerles caso.
Me quedaba mirándolos con asombro:
- “¿y yo soy el raro?” ... pensaba
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