Hay dos grandes propuestas, desde el punto de vista procedimental, para hacer referencia al problema de la democracia como expresión de las relaciones sociedad-Estado, aunque en la realidad del funcionamiento de las sociedades ninguna opera como tal en forma pura, y tienden más bien a presentarse múltiples combinaciones de estas. Nos referimos, por una parte, a la denominada democracia de mayorías y minorías y, por otra, a la consensual; el analista político norteamericano Robert Dahl (1988) denomina “democracia populista” el primer caso y “democracia madisoniana” el segundo.
Desde el punto de vista procedimental, hay un debate entre las dos vías consideradas como democráticas: la de mayorías y minorías, que se expresaría en sistemas de gobierno del tipo “gobierno-oposición”, pero que según algunos analistas puede transformarse en una “dictadura de las mayorías” que atropelle los intereses de las minorías; y la democracia denominada “madisoniana” o consensual, con fuerte presencia en los discursos contemporáneos y que tiene el riesgo de caer en lo que James Petras denomina el principio totalitario del unanimismo o que bien puede derivar en una “dictadura de las minorías” o en un mecanismo de entrabe para la toma de decisiones.
Touraine (1994) se posiciona en una perspectiva cercana a la de Robert Dahl cuando afirma:
La democracia es el régimen donde la mayoría reconoce los derechos de las minorías, porque ella acepta que la mayoría de hoy puede transformarse en minoría mañana y estar sometida a una ley que representará intereses diferentes de los suyos pero que no le impedirá el ejercicio de sus derechos fundamentales. (Touraine, 1994)
Ligada a la anterior discusión se encuentra la relativa a la democracia representativa y la participativa. Este debate puede llevar a una subvaloración de la representación en la medida en que se consideraría que todas las decisiones (o por lo menos la mayoría de estas) son susceptibles de ser tomadas directamente por los ciudadanos, e igualmente puede llevar a una sobrevaloración e institucionalización de la participación. Sin embargo, otros analistas, con base en algunas experiencias históricas, afirman tajantemente que:
La sustitución de la democracia formal representativa por la democracia sustancial directa ha sido un juego de palabras para ignorar pluripartidismo, autonomía de las organizaciones sociales, libre difusión de ideas, libertades políticas, garantías individuales, es decir, el contenido efectivo de la democracia, cuya realidad no desaparece porque se le llame formal. (Pereyra, 1986, p. 67)
Sin embargo, es pertinente recordar, como lo plantea Touraine (1994), que:
[…] para que haya representatividad, es necesario que haya una fuerte agregación de demandas provenientes de individuos y de sectores de la vida social diversos. Para que la democracia tenga sólidas bases sociales, es necesario colocar este principio al extremo, avanzar hacia una correspondencia entre demandas sociales y ofertas políticas, o más simplemente, entre categorías sociales y partidos políticos.
Muy cercano a este debate se encuentra el de la antinomia entre democracia representativa y directa, en el cual la utopía sería la posibilidad de todos los ciudadanos de participar directamente en la toma de decisiones acerca de los asuntos públicos. Al respecto, resaltamos lo señalado por Juan Enrique Vega (1992) sobre la confusión presentada entre participación y democracia directa:
La confusión de la idea de participación con la democracia directa conduce, por una parte, al desmérito de las instituciones democráticas que en el mundo actual requieren de las normas y de la representación. Y, por otra, a la formalización de la participación, transformándola en un instrumento de legitimación del poder más que de ampliación y socialización.
A veces los discursos de lo óptimo se pueden transformar en obstaculizadores de lo posible y en esa medida pueden contener, sin proponérselo, un resultado involutivo.
El problema de la democracia, en cuanto a la forma, hace referencia a la construcción y consolidación de un espacio o una esfera considerada como de interés general de la sociedad, un espacio de lo público. Se trata, sin duda, de lograr el ideal de separación clara entre los intereses privados de los individuos o grupos sociales y los intereses públicos o generales que se consideran de administración del Estado.
La legitimidad del poder se sustenta en su naturaleza democrática, la cual se desprende de la “elección” de los gobernantes; entonces, el mecanismo electoral se convierte en el medio para legitimar el poder político y, por lo tanto, en vehículo para sustentar las relaciones de dominación.
Podríamos señalar que la democracia, en su dimensión política, conlleva gobiernos electos periódicamente por la mayoría de los ciudadanos, dentro de un sistema de pluralidad política, que se rigen por un marco jurídico preestablecido, lo que comúnmente se denomina Estado de derecho, en el cual la función de coerción del Estado, a cargo de varias instituciones —en el centro de las cuales se encuentran las fuerzas armadas—, está supeditada a los gobernantes civiles que han sido legalmente electos y que derivan una legitimidad a partir de allí. Así, “históricamente, la monopolización de la fuerza legítima se puso en práctica para obtener un orden social y evitar la dispersión de la violencia, y al mismo tiempo tenía que servir para garantizar las normas de la convivencia social” (Diamint, 1999).
La supremacía del poder civil sobre el poder militar en una democracia se puede entender como:
[…] la capacidad que tiene un gobierno democráticamente elegido para definir la defensa nacional y supervisar la aplicación de la política militar, sin intromisión de los militares […] la supremacía civil lleva a eliminar la incertidumbre respecto de la lealtad de largo plazo de las Fuerzas Armadas a las autoridades civiles. (Diamint, 1999)
Samuel P. Huntington y otros politólogos norteamericanos contemporáneos son reiterativos, en varias de sus obras al respecto, en la necesaria subordinación del poder militar al poder civil como prerrequisito de la democracia; el autor señala que “el primer elemento esencial para todo sistema de control civil es la minimización del poder militar” (citado en Agüero, 1995). Por su parte, Robert Dahl añade a las anteriores formulaciones que “el control civil de las Fuerzas Armadas y la policía es una condición necesaria para la poliarquía” (citado en Agüero, 1995).
El general Charles E. Whilhelm (2000), anterior jefe del Comando Sur de los Estados Unidos, lo reitera cuando anota:
Su subordinación al liderazgo civil no es un lema vacío o un objetivo distante, es una realidad actual […] la relación entre la democracia y las Fuerzas Militares que la protegen y la sostienen es una relación casi teológica, no se construye sobre relaciones, leyes o procedimientos; su fortaleza está en el carácter e integridad de los líderes civiles y militares y en la confianza entre unos y otros.
Pero la subordinación del poder militar al poder civil conlleva a su vez responsabilidades mutuas que no siempre parecen estar claras. Al respecto menciona Pizarro (1994):
Si uno de los fundamentos centrales de un régimen democrático es el de la subordinación militar al poder civil, este último debe ejercer un papel fundamental en el diseño y la conducción de la política militar, lo cual exige un conocimiento de las fuerzas militares, su historia, sus aspiraciones, su autoimagen.
En el mismo sentido, enfatizando la necesaria responsabilidad que tendrían las élites políticas de orientar la política de defensa y seguridad y, por supuesto, de conducir políticamente la guerra si esta llegare a presentarse, se expresa Desportes (2000):
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