No es en modo alguno cierto que Os 12, 11 presuponga que Galilea se hallaba en manos de Israel, pues las palabras de ese verso pudieron haber sido proclamadas también después que los asirios hubieran conquistado esa tierra, al este del Jordán. En este caso, el libro de Oseas, que incluye la suma y sustancia de lo que el profeta había proclamado durante un largo período de tiempo, debe contener por necesidad alguna alusión histórica a los acontecimientos que habían sido realizados ya antes de que el libro fuera preparado (Hengstenberg).
Por otra parte, la actitud de conjunto de Asiria respecto de Israel (cf. 5, 13; 10, 6; 11, 5) parece situarnos en los tiempos de Menajem y Jotán, e incluso antes de la opresión asiria, que comenzó con Tiglatpileser en el tiempo de Ajaz. Según todo eso, no hay razón alguna para acortar el tiempo del trabajo activo de nuestro profeta. Una carrera profética de sesenta años no es algo inusitado. También Eliseo profetizó al menos durante cincuenta años (cf. 2 Rey 13, 20-21). Esto prueba simplemente, conforme a la justa visión de Calvino, “la indomable y gran fortaleza y constancia con la que Oseas había sido dotado por el Espíritu Santo”.
Nada más se conoce con certeza de la vida histórica de este profeta 3. Pero su “vida interna” pervive en sus escritos, por los que podemos ver claramente que él tuvo que superar intensos conflictos interiores. Ciertamente, Os 4, 4-5 y 9, 76-8 no ofrecen una indicación segura de que tuviera que padecer hostilidades violentas y conspiraciones secretas, como supone Ewald, pero la visión de los pecados y abominaciones de sus paisanos que él tuvo que denunciar, anunciando su castigo, y el despliegue de los juicios de Dios contra el reino de Israel, que estaba madurando para la destrucción, tuvieron que llenar su alma de angustia, sacudiéndola con todo tipo de dolores, por la liberación de su pueblo.
El tiempo de su ministerio
Cuando Oseas recibió la vocación profética, el reino de las diez tribus de Israel había sido elevado a una altura de gran poder mundano por Jeroboán II. Incluso, antes de eso, bajo el rey Joás, el Señor había tenido compasión de los hijos de Israel, y había vuelto su rostro hacia ellos, a causa de su pacto con Abrahán, Isaac y Jacob, de tal forma que Joás había sido capaz de recuperar las ciudades que Hazael, rey de Siria, había conquistado a su padre Joacaz, y las había incorporado de nuevo a Israel (2 Rey 8, 23-25). El Señor envió otra vez su ayuda a los israelitas a través de Jeroboán, el hijo de Joás.
Dado que Dios no había decidido arrancar y borrar el nombre de Israel bajo los cielos, él hizo que los israelitas vencieran en la guerra, de manera que ellos fueron capaces de conquistar de nuevo Damasco y Hamat, que habían pertenecido a Judá bajo David y Salomón, restaurando así las antiguas fronteras de Israel, desde la provincia de Hamat al norte hasta el mar Muerto, conforme a la palabra de Yahvé, Dios de Israel, que él había proclamado a través de su siervo el profeta Jonás (2 Rey 14, 25-28).
Pero este despertar del poder y de la grandeza de Israel fue solo el despliegue final de su gracia divina, a través del cual Dios quiso liberar de nuevo a su pueblo de sus malos caminos, conduciéndole al arrepentimiento. Pero las raíces de la corrupción, que el pueblo de Israel llevaba consigo desde su comienzo, no habían sido exterminadas ni por Joás ni por Jeroboán. Estos reyes no se separaron de los pecados de Jeroboán, hijo de Nabat, que había hecho pecar a Israel, como tampoco lo habían hecho sus predecesores (2 Rey 13, 11; 14, 24).
Ciertamente, Jehú, el fundador de esta dinastía, había desarraigado de Israel el culto de Baal, pero no había rechazado los becerros de oro de Betel y de Dan, por los cuales Jeroboán, hijo de Nabat, había llevado a pecar a Israel (2 Rey 10, 28-29). Y tampoco sus sucesores se ocuparon de caminar por la ley de Yahvé, el Dios de Israel con todo su corazón.
Tampoco llevaron a la conversión del pueblo los severos castigos que el Señor infligió al pueblo y al reino, entregando a Israel en manos del poder de Hazael, rey de Siria y de su hijo Benadad, en el tiempo de Jehú y de Joacaz, haciendo que ellos fueran derrotados en todas sus fronteras, y empezando a separar esas zonas de Israel (2 Rey 10, 32-33; 13, 3). Tampoco el amor y la gracia que Dios manifestó hacia ellos durante los reinados de Joás y de Jeroboán, liberándoles de la opresión de los sirios y restaurando la grandeza anterior del pueblo, fueron suficientes para que el rey y el pueblo abandonaran la adoración de los becerros de oro.
A pesar de que fuera el mismo Yahvé el que era adorado bajo el símbolo de becerro, este pecado de Jeroboán fue una transgresión de la ley fundamental del pacto que el Señor había hecho con Israel, de manera que suponía un alejamiento grave respecto de Yahvé, el Dios verdadero. Por otra parte, Jeroboán, el hijo de Nabat, no se contentó simplemente con introducir imágenes o símbolos de Yahvé, sino que desterró de su reino a los levitas que se oponían a sus innovaciones, tomando a personas que eran del pueblo común (no de los hijos de Leví) para hacerles sacerdotes, llegando tan lejos en su innovación que mandó cambiar el tiempo de la celebración de la fiesta de los Tabernáculos del séptimo al octavo mes (1 Rey 12, 31-32), con el fin exclusivo de agrandar el “foso” religioso que separaba a los dos reinos, moldeando totalmente a su servicio las instituciones religiosas de su reino.
De esa manera, la religión del pueblo vino a convertirse en una institución política, en oposición directa a la idea del reino de Dios. Por su parte, el santuario de Yahvé quedó transformado en santuario del rey (Am 12, 13). Pues bien, las consecuencias de este culto a las imágenes fueron todavía peores. A través de la representación de Dios invisible e infinito bajo símbolos visibles y terrenos, la gloria del único Dios vino a quedar situada entre los límites de lo finito, de manera que el Dios de Israel quedó situado en un plano de igualdad respecto a los dioses de los paganos.
Este nivelamiento externo fue seguido, por necesidad inevitable, por un alejamiento también interno de Dios. El Dios Yahvé, adorado bajo el símbolo de un toro, no era ya esencialmente diferente del baal de los paganos, que rodeaban al pueblo de Israel. De esa manera, la diferencia entre el culto de los israelitas y el de los paganos vino a ser meramente formal, expresada en el modo material en que los israelitas adoraban a Yahvé, siguiendo la revelación de Moisés, pero sin verdadera separación respecto a los paganos.
En esa línea, los paganos estaban dispuestos a ofrecer al Dios nacional de Israel el mismo reconocimiento que ellos concedían a los diversos baales, como modos distintos de revelación de la divinidad que era una y la misma. Por su parte, los israelitas estaban acostumbrados a una gran tolerancia respecto a los baales, de manera que este culto a Yahvé vino a convertirse en algo puramente externo.
Externamente, el culto a Yahvé seguía predominando. Pero en lo interior la adoración de los ídolos cobró casi la misma importancia, volviéndose incluso predominante. De esa forma, cuando se borraron las diferencias entre las dos religiones, sucedió que la religión vino a recibir el tipo de fuerza espiritual que era propia del espíritu de la nación (no del Espíritu del verdadero Dios). En este contexto, a causa de la corrupción de la naturaleza humana, no fue la religión de Yahvé la que descendió de su altura para transformar a los hombres, sino que fueron los hombres los que quisieron elevarse a la altura de la santidad de Dios, pero no del Dios verdadero, sino del que ellos mismos estaban inventado. De esa manera, la enseñanza voluptuosa y sensual de la idolatría se fue apoderando de los hombres, de los que había provenido (cf. Hengstenberg, Christologie I, 197 ss.).
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