Esto parece explicar el hecho de que, mientras las profecías de Amós y de Oseas muestran que la adoración de Baal prevalecía todavía en Israel bajo los reyes de la casa de Jehú, a pesar de que, conforme al relato del libro de los Reyes, Jehú había desarraigado el culto de Baal, exterminando la casa real de Ahab (1 Rey 10, 28). Eso significa que Jehú se había limitado a romper la supremacía externa de la adoración de Baal, instituyendo de nuevo la adoración de Yahvé, como religión de Estado, pero bajo el símbolo de los toros y becerros.
Según eso, esta adoración de Yahvé era en sí misma una idolatría de Baal porque, aunque legalmente los sacrificios se ofrecieran a Yahvé y aunque su nombre fuera confesado externamente y sus fiestas fueran observadas (Os 2, 13), en el corazón de los fieles Yahvé se había convertido en un Baal, de manera que el mismo pueblo le llamaba “nuestro Baal” (Os 2, 16) y observaba los días de los baales (2, 13).
Esta apostasía interior respecto al Señor, a pesar de que el pueblo le continuara venerando externamente y siguiera apelando a su alianza, tenía por necesidad un influjo muy desmoralizador sobre la vida nacional. Con la ruptura de esta ley fundamental de la alianza, que prohibía la fabricación y culto a las imágenes hechas por hombres (dada la importancia que esta ley tenía) vino a perderse no solo la reverencia que se debía a la santidad de la ley de Dios sino al mismo Dios.
Y en esa línea la falta de fidelidad respecto a Dios vino a convertirse en falta de fidelidad respecto a los hombres. Con el abandono del amor a Dios en todos los corazones, vino a perderse al mismo tiempo el amor hacia los hombres. Y el adulterio espiritual se transformó en fuente de adulterio carnal, con todas las otras formas de voluptuosidad que estaban vinculadas a la idolatría en aquella zona de Asía. Esto llevó a la ruptura de todos los lazos de amor y de castidad.
No hay en la tierra verdad, ni lealtad, ni conocimiento de Dios. El perjurar, el engañar, el asesinar, el robar y el adulterar han irrumpido. Uno a otro se suceden los hechos de sangre (Os 4, 1-2).
Ningún rey de Israel pudo poner fin a esta corrupción. Suprimiendo la adoración de los toros, ese rey hubiera puesto en riesgo la misma existencia del reino. Pues una vez que se retirara el muro de división entre el reino de Israel y el de Judá se ponía en peligro la misma distinción política entre Israel y Judá. Esto era lo que había temido el fundador del reino de las diez tribus (1 Rey 12, 27), dado que la familia real que ocupaba el trono no había recibido ninguna promesa de Dios que garantizara su permanencia en el reino.
Fundado desde el principio sobre una rebeldía en contra de la casa real de David, a la que el mismo Dios había escogido, el reino de las diez tribus llevaba desde el principio dentro de sí un espíritu de rebelión y revolución, y con ese espíritu los gérmenes de una autodisolución interna. Bajo esas circunstancias, ni el reino de Jeroboán II, tan largo y tan próspero en algunos rasgos externos, podía curar unos males tan profundos, hallándose condenado a aumentar la apostasía y la inmoralidad, pues el pueblo (que despreciaba la bondad y misericordia de Dios) interpretaba la prosperidad material como una recompensa por su justicia ante Dios, recibiendo así una confirmación de su autoseguridad y de sus pecados.
Esta era la ilusión que los falsos profetas querían fortalecer a través de nuevas predicciones de continua prosperidad (cf. Os 9, 7). La consecuencia de ello fue que, cuando Jeroboán murió, los juicios y castigos de Dios vinieron a desencadenarse contra la nación incorregible.
Primero vino, ante todo, una anarquía de doce años, y solo después de eso logró subir al trono Zacarías, el hijo de Jeroboán. Pero solo seis meses después fue asesinado por Salum, quien a su vez fue asesinado tras un reinado de un mes por Menahem, que reinó diez años sobre Samaría (2 Rey 15, 14. 17). En su reinado invadió la tierra el rey asirio Pul, que solo abandonó la tierra tras el pago de un gran tributo (2 Rey 15, 19-20).
A Menahem le sucedió su hijo Pekaías, el año cincuenta del reinado de Ozías. Pero tras un reinado de apenas dos años fue a su vez asesinado por el jefe de los carros de combate, Pekah, el hijo de Romelías, que conservó el trono durante 20 años (2 Rey 15, 22-27), pero que aceleró la ruina de su reino, pues formó una alianza con el rey de Siria para atacar a su reino hermano de Judá (Is 7). En esas circunstancias, el rey Ahaz de Judá llamó en su ayuda a Tiglatpileser, rey de Asiria, que no solo conquistó Damasco y destruyó el reino de Siria, sino que tomó una parte del reino de Israel, es decir, toda la tierra al este del Jordán, y llevó a sus habitantes al exilio (2 Rey 15, 29). Por su parte, Oseas, hijo de Elah, conspiró contra Pekah, y le mató, el año cuarto del reinado de Ahaz.
Después de eso vinieron ocho años de anarquía y confusión sobre el reino, de manera que Oseas solo consiguió tomar las riendas del poder el año doce de Ahaz. Poco tiempo después, él cayó bajo sujeción de Salmanasar, rey de Asiria, a quien debió pagar tributo. Pero, poco tiempo después, confiando en la ayuda de Egipto, rompió el pacto de fidelidad con el rey de Asiria, de manera que Salmanasar volvió, conquistó toda la tierra, incluida la capital, y llevó a Israel cautivo a Asiria (2 Rey 15, 30; 17, 1-6).
Habiendo sido llamado en un tiempo en que era necesario proclamar a su pueblo la palabra de Dios, Oseas tuvo que ocuparse de ofrecer su testimonio contra la apostasía y corrupción de Israel, proclamando el juicio de Dios. La impiedad y la maldad se habían vuelto tan grandes que resultaba inevitable la destrucción del reino, de forma que la nación degenerada tuvo que ser entregada bajo el poder de los asirios, que eran los representantes del poder pagano del mundo.
Pero, dado que no se complace en la muerte de los pecadores, sino en que se conviertan y vivan, el Señor Dios no quiso exterminar. las tribus rebeldes de su pueblo (quitándoles totalmente la posesión de la tierra), ni quiso expulsarlas para siempre de su rostro, sino que se humillaran a través de un duro y largo castigo, a fin de que él pudiera llevarlas de nuevo al conocimiento de su gran pecado, haciendo que se arrepintieron, a fin de que él pudiera tener de nuevo misericordia de ellas, salvándolas así de la destrucción definitiva.
De un modo consecuente, en el libro de Oseas se alternan las promesas con las amenazas y anuncios de castigo, y eso no solamente como expresión de esperanza general de la llegada de días mejores, alimentada por el amor siempre misericordioso de Yahvé, que perdona incluso a los infieles y quiere que se conviertan los descarriados, sino también por un anuncio claro y distinto de una eventual restauración del pueblo. Oseas anuncia esta restauración del pueblo, que será corregido por el castigo y que retornará en tristeza y arrepentimiento al Señor su Dios y a David su rey (Os 3, 5), un anuncio que se funda en el carácter inviolable de la alianza de gracia divina y que llega hasta el extremo de pensar que el Señor redimirá a su pueblo del infierno y le salvará de la muerte, destruyendo incluso la muerte y el infierno (Os 13, 14).
Dado que Yahvé se ha desposado con Israel en su alianza de gracia, pero Israel, como esposa infiel, ha roto su alianza con Dios y se ha convertido en prostituta, siguiendo a los ídolos, Dios, en virtud de la santidad de su amor, debe condenar esa infidelidad y esa apostasía. Pero su amor no tiende a destruir, sino a salvar lo que estaba perdido. Este amor se expresa de forma ardiente en la llama de su ira santa, que se manifiesta en todos los discursos amenazadores de Oseas. Esta ira del Dios de Oseas no se manifiesta, sin embargo, como el fuego destructor de Elías, que quema de un modo tan fuerte, sino que, de un modo contrario, se expresa como un soplo de gracia y misericordia divina. De esa forma, la misma ira de Dios aparece como expresión del más hondo dolor de Dios por la perversidad de la nación, que se niega a tomar conciencia del hecho de que su salvación depende solo de Yahvé, su Dios, y solo de él, y que no quiere reconocerlo ni a través de los castigos divinos ni a través de la amistad con la que Dios ha querido atraer a su pueblo con cuerdas de amor.
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