—Ya te dije: hay espíritus que se arraigan a las lápidas como si fueran sus casas, pero hay otros muy tercos que rondan lo que queda de sus cuerpos y piensan que hasta los gusanos son extensiones de ellos mismos. No pensé que tu mujer fuera de ésos. Debes sacar sus restos y llevártelos lejos, más lejos que la lápida.
—Es que aquello fue fácil porque una sola persona pudo arrancarla. Para sacar los restos voy a necesitar al menos otra gente y varias horas de joda. ¿Tú no tienes quién lo haga?
—Yo no confío en nadie de aquí. Además, andar escarbando y sacando cadáveres es trabajo de perros. Yo estoy muy por encima de la tierra y el lodo. Las únicas que hacen mandas para mí son las ánimas. Haz pronto lo que te digo, antes de que tu mujer te mate de un susto. No debe estar feliz con tanta chingadera que le hiciste. Si yo fuera ella, te hubiera destruido desde el primer segundo de muerta.
El viejo y la viuda han tenido amoríos desde que él vino a consultarla por primera vez. La viuda de Escutia es la madre de Casio. Él no decide ninguna cosa sin que la mujer le tire las cartas primero. La viuda es quien ha fomentado las supersticiones obsesivas del empresario. Don Evaristo viaja cada mes a la ciudad para comprar algún regalo a su amante en Fábricas de Francia, algún vestido, un aparato electrodoméstico, algunas piezas de joyería. Además, le obsequia una botella de Chanel No. 5 cada vez que cumple años. Ha hecho esto con todas las mujeres que ha tenido, incluida su esposa. El anciano es un hombre de apreciaciones en exceso simples, incluso groseras. Piensa que dar un perfume caro lo hace ver como un hombre de categoría. Está equivocado.
14
Tres años atrás, Próspera comenzó a tener regresiones, roturas en la percepción del presente, durante las cuales actuaba como si se encontrara en momentos pasados de su vida. Los desfases se prolongaban cada vez más, se hacían más severos. Un médico pensó que podía tratarse de algún tipo de demencia prematura y ordenó que se le hiciera una tomografía axial del cerebro. Fue llevada a la ciudad porque en el hospital del pueblo no tenían el aparato requerido. Su propio hijo la asistió en el sanatorio. El análisis no pudo ser completado porque la mujer tuvo un ataque de pánico dentro del escáner. La segunda vez, el proceso se llevó a cabo sin complicaciones. Resultó que no tenía ninguna lesión o trastorno cerebral. Se descartó entonces que la demencia fuera la causa de sus síntomas. La recomendación fue que se le practicaran estudios psiquiátricos profundos. No hubo necesidad de que permaneciera en la ciudad, ya que el hospital del pueblo cuenta con su propio psiquiatra: el doctor Godoy. Fue él quien la diagnosticó y comenzó a tratarla con antipsicóticos.
Poco tiempo después, la mujer dejó los medicamentos. La boca seca, los dolores de cabeza, las náuseas, la constante somnolencia, la falta de apetito y una ira que no terminaba fueron las razones por las que decidió suspender el tratamiento.
Su situación empeoró. Las crisis cobraron mayor brío. Próspera se convirtió en la loca del pueblo. Muchas personas, sin una razón de peso, aseguraron temer por su seguridad, exigieron que la mujer fuera recluida.
Ariel la llevó de vuelta con el psiquiatra.
15
Ariel cocina la cena para su familia. Durante el proceso se pregunta una y otra vez lo mismo: «Si un loco tiene la vista borrosa por alguna enfermedad o debido a una lastimadura, ¿también sus alucinaciones se ven enturbiadas?».
Tal es su esfuerzo por encontrar una respuesta, que olvida ponerle sal a la sopa y fríe con demasiado aceite el pollo.
Próspera, sola en casa, come uno de los lonches que le dejó su hermana dentro del refrigerador. Todo el día ha tenido una idea recurrente: «Las cosas fuera de lugar que a veces veo, a lo mejor se encuentran sólo estampadas encima de mis ojos, puestas ahí como calcomanías».
Se ha estado tallando con fuerza los párpados. Tiene la esperanza de que al hacerlo las visiones se desgasten, se desprendan y caigan al suelo, donde podrá barrerlas. Sus ojos se encuentran ya bastante irritados. La mayoría de las visiones, aunque borrosas, no cesan.
Como cada noche, Próspera mira aparecer súbitamente los muebles de la casa de su infancia en su propia sala. Los sillones, las mesas, las vitrinas y las mecedoras de antaño se apilan sobre los muebles de su vivienda actual, formando torres amorfas, sin estabilidad alguna.
Ariel y Próspera concluyen que tal vez lo mejor que podría pasarle a un loco es perder la vista de manera definitiva. Ninguna de las dos toma en cuenta que, aun así, se mantendrían las alucinaciones auditivas, las táctiles, los delirios de persecución, los trastornos de pensamiento, de aprehensión y de habla.
16
— ¿Por qué hizo eso?
—No sé.
—Se pudo haber hecho mucho daño.
—Perdón.
—No tiene que pedirme perdón. No es un reclamo, ni un regaño, ni nada. Simplemente le ruego que no vuelva a hacerlo. Dígame qué fue lo que pasó.
—No sé. Tenía comezón.
—Tiene que decirme lo que le pasa, lo que piensa, lo que siente, las cosas que le dan miedo, las cosas que van ocurriendo en su vida.
Una larga pausa. Próspera piensa un momento.
—Oiga, doctor, ¿alguna vez voy a poder hacer mi vida yo sola?
—Sí, claro, un día. Pero ahorita necesito que alguien esté con usted para que le recuerde que debe tomarse las pastillas, para que esté al pendiente de su salud y para que usted esté más tranquila.
—¿Y en cuánto tiempo voy a poder estar sola?
—Unos cuantos meses, si se toma la medicina.
La enferma cierra los ojos. Aún los tiene doloridos.
—¿Se ha estado tomando a diario las pastillas?
—Sí.
El doctor trata de determinar la veracidad de la respuesta mirando con ahínco a su paciente.
—¿Ya me puedo ir?
—Claro, no está aquí a la fuerza, pero antes sería bueno que me dijera por qué se lastimó los ojos.
—No sé.
—¿Fue algo que vio, algo que la asustó?
—No, no, no.
El psiquiatra se pone de pie.
—Ándele, váyase pues. La veo la otra semana. Oiga, por cierto, sí va a venir su hijo para acompañarla, ¿verdad?
—Sí, mañana o pasado llega.
—Entonces el miércoles venga con él y así platicamos.
—Adiós, doctor.
—Adiós, doña Próspera. Cuídese mucho por favor.
—Usted también, doctor.
17
Aníbal jugaba en el piso con unos carritos de metal. Su madre, sentada en una silla del comedor, fumaba un cigarro sin filtro. El niño hizo que un auto morado de carreras se estrellara con una combi blanca. Imitó el ruido de dos vehículos que colisionan. Trató de reproducir el sonido del golpe, de los vidrios al quebrarse, los gritos de los tripulantes y hasta el impacto de las vísceras y la sangre de los conductores que estallaban contra el parabrisas. A la mujer le pareció que las onomatopeyas de su hijo eran demasiado artificiales, poco realistas. Lo llamó para que se acercara.
Cuando lo tuvo enfrente, Próspera metió la mano por debajo de su falda, hizo a un lado la ropa interior y la toalla sanitaria, pasó sus dedos por el interior de su vagina. Mostró la sangre al pequeño, dijo:
—Ésta es mi sangre. Es probable que un día me veas sangrar por alguna razón y no quiero que te asustes si sucede. Los accidentes se dan a cada momento. Es mejor reaccionar con la mayor sangre fría posible.
Pronunció estas palabras como si fuera un profeta, una especie de Jesucristo impúdico a quien le sangran las heridas cada veintiocho días. Aníbal se estremeció al pensar en su madre herida de muerte, al pensarse a sí mismo desangrándose dentro de un coche. Sorbió los mocos para no llorar, pero terminó ahogándose en sollozos irrefrenables.
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