A Ariel se le estruja la garganta. Próspera confiesa:
—Es mi papá el que hace hablar a las figuras… Fue él también quien impidió que se me concediera lo que rogaba con tanta devoción. Tú tal vez no lo sepas, pero mi padre es la única persona en la Tierra a la que Dios le concede todo lo que pide, sin importar si son cosas buenas o cosas malas. Incluso si pide que una oración ajena sea ignorada, o si pide que suceda lo contrario de lo que ruega una niña antes de acostarse.
Más de treinta años después, Ariel se arrepiente de haber pensado que su hermana menor era ridícula. Desearía que Próspera afirmara de nuevo que aquellas figuras son hermosas; le gustaría que pensara cualquier cosa sobre ellas menos lo que acaba de decir. Se levanta. Abraza a Próspera. Por la posición de ambas, su abrazo resulta un tanto contrahecho, un tanto deforme.
5
En tres ocasiones, los hijos de Justina y don Evaristo murieron en el vientre materno. Los médicos no pudieron establecer la causa de los fallecimientos. Una noche, cuando la mujer apenas comenzaba a reponerse del tercer episodio, su marido ebrio la despertó a gritos. Le dijo que era una mujer embrujada, una mujer que sólo podía parir cadáveres, fantasmas. Le aseguró que su vientre era un lugar mezquino, un panteón en el que nadie visitaba a los muertos, en el que los perros defecaban sobre las tumbas, un camposanto al cual sólo entraban los borrachos para masturbarse o para vomitar.
Mientras recuerda sus gritos, don Evaristo, el padre de Próspera y Ariel, come una sopa instantánea en la cocina. No usa cubierto alguno, la sorbe directo del recipiente. Le resulta más sencillo hacerlo de este modo.
El ruido que produce al comer le impide escuchar el timbre de la puerta.
Tocan una segunda vez.
Con la boca llena, el anciano avisa que la puerta está abierta. Casio entra, pone sobre la mesa un montón de cheques y facturas. El viejo revisa los papeles. Dos, tres, seis veces los revisa. Después pide que las ganancias sean depositadas en el banco y que se le entregue la ficha.
Don Evaristo es el dueño de una empacadora de carne. Constantemente piensa que no debió dejar de hacerse cargo él mismo del negocio. Ahora quien lo maneja es Casio. La gente sabe que es hijo de don Evaristo aunque no lleve su apellido. A partir de que su hijo no reconocido entró a trabajar como administrador, las ganancias han disminuido.
La empresa se llama Leyva González, los dos apellidos del viejo.
Casio llama a su padre «don Evaristo», a veces lo llama «Patrón». Nunca han hablado sobre su parentesco.
6
Aníbal firma su licencia de trabajo por tres meses y da la mano al director del hospital.
Mira los diplomas colgados en las paredes de la oficina. Recuerda entonces que Próspera, su madre, accedió a pagarle los estudios de enfermería siempre que regresara al pueblo después de graduarse y buscara trabajo en el hospital de allá. Sin importarle la molestia de Próspera, Aníbal comenzó a trabajar en el sanatorio de la ciudad un semestre antes de terminar la carrera. Laboró en la institución durante tres años.
7
De nuevo, don Evaristo había golpeado a su esposa, Justina.
A diferencia de las otras veces, ese día Justina no tuvo ganas de llorar, de esconderse. Se quedó sentada en el borde de la cama.
Sentía un dolor intenso en diferentes puntos de su cara. No supo bien por qué, pero le vino a la mente la idea de que tal vez el dolor era un lenguaje, y que como tal, probablemente era capaz de hacer juegos de palabras, de construir metáforas, de expresar ideas contradictorias o muy complejas, de maldecir o de ofender. Pensó que a lo mejor el dolor que aparecía de pronto en su frente y cedía luego de un segundo, era alguna clase de acertijo, una adivinanza cuya estructura y métrica resultaban intrincadas, pero que tenía como respuesta un objeto bastante simple: una luciérnaga, un fusil, un cencerro, una lápida, un sombrero de copa. Luego imaginó que la punzada constante en su ojo derecho era una frase reiterativa, insistente, algo que expresaba una vergüenza profunda por un deseo de ajusticiar (de una forma muy violenta) a alguien cercano. Concluyó que el moretón que latía a un ritmo irregular junto a su boca se trataba de una especie de trabalenguas, el cual provocaría una carcajada (o al menos una sonrisa) en quien lo escuchara por primera vez. Supuso que el dolor en la quijada era una breve parábola antigua de algún texto sagrado, cuya enseñanza estaba relacionada con no dejar que el miedo nos domine. Podría ser incluso que el ardor en el labio inferior no era otra cosa que un disparate, una discordancia, una frase similar a la que dice un demente malhablado durante un arranque de ira.
Al final, se dio cuenta de que el dolor no era más que dolor, una consecuencia de no tener ningún control sobre su vida, de no poder separarse de don Evaristo, y de no haber tomado, desde hacía años, ninguna decisión adecuada.
Se puso de pie. Apagó la luz de la pieza.
Fue a recostarse sobre la cama.
Se sintió derruida.
8
Próspera tenía diez años. Su madre la había vestido con ropa blanca de pies a cabeza. Muy temprano, la niña y sus padres fueron a hablar con el sacerdote. Cuando regresaron al rancho, Próspera se puso a jugar cerca de los establos.
Colocó frente a ella una cubeta metálica volteada bocabajo, una peluca rubia de su madre y un montón de paja sucia. Se ilusionaba pensando que aquellos objetos eran, respectivamente, el hombre de hojalata, el león cobarde y el espantapájaros de El mago de Oz. Durante un buen rato, la pequeña imaginó que era Dorothy y que andaba por un camino amarillo. Tras una hora de pasear y saltar por el sendero, se dio cuenta de que necesitaba mejorar su aspecto con el fin de asemejarse más a la protagonista de la película. Fue a la cocina por un delantal azul. Después, entró al rastro y se llenó las alpargatas blancas con sangre de reses, cerdos y gallinas para simular que llevaba zapatillas rojas. Su alpargata izquierda incluso se manchó con la sangre de un trabajador que se había accidentado unos minutos antes. La pequeña decía que gracias al nuevo color, sus zapatillas se habían vuelto mágicas.
Al verla con las alpargatas y los tobillos cubiertos de sangre, Justina perdió el conocimiento.
9
Muchos han intentado competir con la empresa Leyva González, pero la calidad de la carne que produce, aunada a la amistad de don Evaristo con políticos y militares locales, ha garantizado que el negocio permanezca como el líder local del rubro. Un exalcalde, cuyo hijo es ahora el gobernador de la entidad, siempre ha ayudado al empresario a vender sus productos para eventos y ceremonias oficiales. Algunos militares de alto rango sienten un enorme agradecimiento hacia el dueño de la empacadora y también lo asisten. La razón de estas atenciones es poco conocida: la cosa es que cuando la guerrilla fue una parte fundamental de la vida del pueblo, don Evaristo decidió apoyar con dinero y alimento al ejército y al gobierno.
Ahora que se rumora sobre la organización de una nueva guerrilla, el viejo ha advertido a Casio que necesita elevar, como sea, las ganancias de la empresa, por si acaso resulta que deben apoyar otra vez a los soldados.
10
Justina dejó caer la hoz al suelo. Soltó el llanto. Su pequeña hija, Próspera, se acercó a ella cuando la oyó gimotear.
La mujer no tuvo tiempo de limpiarse las lágrimas o de ocultar su rostro para que la niña no se diera cuenta de su tristeza. Mas al ver la cara compungida de su madre, Próspera no tuvo ninguna reacción. Justina ya había notado que la chiquilla no se conmovía fácilmente frente al sufrimiento de otros. Se le hizo extraño; sin embargo, pensó que también le resultaba conveniente: de allí en adelante podría llorar frente a una de sus hijas sin contenerse o disimular.
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