La niña se puso a correr alrededor de su madre.
Justina sollozaba con desparpajo. Se limpiaba la nariz y los ojos con las manos.
Las vueltas de Próspera iban cada vez más rápido.
Los bruscos espasmos provocados por el llanto de Justina eran incontrolables.
Entonces, la niña tropezó con la hoz. Aquello interrumpió los jadeos de Justina.
De inmediato Próspera se puso de pie y miró con atención el objeto que había cortado su carrera.
Le jaló la falda a Justina y preguntó:
—¿Mamá, qué es eso?
Señaló la herramienta que yacía sobre el pasto.
—Es una hoz.
—¿Y para qué se usa?
—La uso para cortar las hierbas que ya están demasiado crecidas.
Justina levantó el objeto del suelo y fue hacia el interior del establo. Colgó la herramienta en uno de los clavos. Caminó de vuelta a la casa.
La niña miró la hoz durante un buen rato. Concluyó que a partir de ese día, la oxidada hoz representaría el papel del mago de Oz cuando jugara a ser Dorothy.
11
Casio, el hijo no reconocido de don Evaristo, se escalda la lengua con el primer sorbo de café de olla. El hombre sentado frente a él prefiere dejar la taza intacta unos minutos para no quemarse. Quien acompaña a Casio es el licenciado Cisneros, un abogado de la ciudad. «Es uno de los más cabrones», aseguró la persona que hizo la recomendación.
El licenciado tiene cincuenta años, mide casi dos metros, posee un desaliño que luce deliberado y lleva las canas pintadas de negro. Usa un traje gris Armani con camisa y corbata amarillas, ambas adquiridas en el Walmart; lleva zapatos Gucci, de punta, con calcetines de Suburbia comprados en paquetes de diez; usa un viejo pañuelo bordado por su hija; trae puestas unas mancuernillas de oro con las que un cliente le pagó por un asunto jamás concluido, jamás siquiera comenzado.
La mayor parte del dinero que Casio le paga al abogado es de procedencia ilegal. Mediante sobornos, obtiene certificaciones para carne de mala calidad que vende barata, por su cuenta, a los cuatro restaurantes del pueblo. Algunos pagos los ha tenido que robar de las ganancias o de la nómina de la empresa que dirige.
Los dos hombres se reúnen cada semana. Por lo general, el abogado va a la casa de su cliente, pero esta vez, debido a un problema de fuerza mayor, Casio tuvo que viajar a la ciudad en camión y luego tomar un taxi hasta el Vips donde se hallan ahora.
—La última parte va a ser la más pesada, y también la que más desembolso va a requerir. Pero estando tan cerca sería una tontería que no concluyeras la gestión.
—¿Cuánto tendría que darle?
—El doble.
—¿Y en cuánto tiempo me resuelve?
—Tres meses, máximo. El juez es amigo mío. La cuestión está ya acordada. Te lo he dicho desde el comienzo, pero hay que hacer el papeleo, llenar los machotes para que nadie pregunte y la cosa parezca transparente.
Casio mira, en la mesa de enfrente, a un niño que dibuja con un crayón sobre el mantel. Se levanta porque desea ver mejor lo que hace el pequeño. Se da cuenta de que está trazando un camino nervioso dentro de un laberinto. En la entrada del intrincado sendero hay un pirata caricaturesco. Junto a la salida se halla una equis que marca el lugar donde está escondido su tesoro. Casio piensa que le gustaría ser como ese niño.
—¿Y si algo pasa a la mera hora? Él también podría hacer alguna cosa y chingarnos a los dos cuando se entere.
—Mira, muchacho, tú mismo lo dijiste: andas buscando lo que te corresponde, lo que él nunca te dio. Estás seguro de que es tu padre, ¿no?
—Sí, mi mamá me lo dijo. Además nos parecemos mucho. Si alguien le diera de golpes en la cara, con los cachetes hinchados y la nariz desviada seríamos la misma persona.
—Así son los hijos: nomás piensan en agarrar a golpes a sus padres.
—Yo no dije que quisiera golpearlo. Yo no quiero hacerle ningún daño.
—Claro, tú no eres de esa forma, tú eres diferente, un hijo ejemplar, ¿verdad?
—¡Pues hasta ora lo he sido!
—No te encabrones. A mí no tienes que demostrarme nada. Ése no es pedo mío. Yo lo decía por otros, no por ti. Mira, canijo, aunque parezca extraño, en mi profesión son pocas las oportunidades que uno tiene de hacer justicia, muy pocas. Contigo lo voy a hacer y eso es algo bueno para los dos. Disfruto que trabajemos juntos procurándote lo que te pertenece, de veras.
Casio se limpia el sudor de las cejas. El abogado continúa:
—Pero bueno, hay que regresar a lo que nos ocupa. Voy a necesitar el dinero en efectivo. La mayor parte será para que se agilicen los trámites, y aquello se hace así, con los billetes en la mano.
12
Antes de dejar la ciudad para ir a ver a su madre, Aníbal quiere contratar los servicios de una prostituta. Va al centro, camina por las calles mojadas y entra al único prostíbulo que conoce. Es una casa particular. La seña que lo distingue del resto de las viviendas es que no tiene número. Fue don Evaristo, abuelo de Aníbal, quien lo habituó a buscar prostitutas cada vez que tiene una aflicción o una dificultad.
Aníbal mira a las mujeres que andan por la sala. La mayoría son atractivas, algunas de forma maja, otras de forma majadera. Elige a una que le sonríe. Se trata de una joven de escasas caderas y senos pequeños apodada «Puerto Vallarta». La llaman así porque dice venir de ese lugar.
Entran al primero de los cuartos en la planta superior. Se quitan la ropa. El atractivo de ambos disminuye al instante. Ella se pone encima de él.
Mientras la penetra, Aníbal mantiene apretados dentro del puño los cuatro billetes con los que pagará a la muchacha. Quiere dárselos en cuanto termine, vestirse deprisa y salir del sitio.
De pronto, comienza a imaginar que aquel desabrido penetrar es como la grabación de una cámara de seguridad, como un video de vigilancia que registra lo que sucede en la sala del escáner de un hospital; piensa que el vaivén de sus cuerpos es como una cinta que avanza a gran velocidad conforme se le adelanta. Aníbal se imagina que la vagina de «Puerto Vallarta» es el enorme escáner blanco, comprado gracias a la donación de un paciente insuflado de agradecimiento. Piensa que su pene representa a las personas que entran y salen a toda prisa del aparato médico. Está seguro de que aquella grabación va tan rápido que parece como si los examinados entraran y salieran, uno tras otro, en cuestión de un segundo. En su fantasía cada uno de los pacientes es diagnosticado raudamente con alguna enfermedad terminal, una afección que tarde o temprano terminará por consumirlos, por destruir y dejar en la ruina a sus familiares y amigos. Justo cuando imagina que es su madre, Próspera, quien entra al escáner, Aníbal eyacula.
Entrega los billetes tibios, se pone la ropa y camina hasta un sitio de taxis. Al llegar a su casa, marca el teléfono de su madre. Antes de escuchar el primer tono se arrepiente y cuelga.
«Puerto Vallarta» piensa, durante el resto de la noche, que el servicio con el enfermero tuvo algo de mórbido, de claustrofóbico.
13
Don Evaristo platica con la viuda de Escutia, una mujer adinerada que se mudó de la ciudad al pueblo luego de que su esposo y sus hijos fallecieran. Muchos la consultan por sus habilidades adivinatorias. Los más le tienen odio: piensan que trabaja para el diablo. El día en que la compañía de teatro local presentó Macbeth en la plaza del pueblo, un borracho gritó: «¡Ésa es la viuda!», haciendo referencia a la primera bruja que apareció en escena.
—¿Te llevaste la lápida?
—Sí.
—¿Y la aventaste en la zanja?
—Sí, una a cien kilómetros de aquí. ¿Fue suficiente?
—Puede ser. ¿Algo cambió?
—No, siguen pasando cosas raras. Siento que me caminan detrás. Luego me cambian las cosas de lugar. Me tiembla más el cuerpo, como si ella lo estuviera moviendo.
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