—¡Ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji, ji!...
Ella avanzaba riendo y mirando hacia delante...
—¡Oye, me gusta! ¡Sécate la nariz en mi gabardina cuando quieras!
Seis días más tarde, el viernes 10 de febrero, cerca de las 17:50, Yukari e Iván estaban en El Antro Más Distinguido. Era la primera vez que ella estaba allí y él se levantaba para pedir una segunda ronda...
—¿Vas a pedir más cervezas?
—Sí.
—Por favor, no pidas, ¡quiero irme!
—Bueno...
Ya fuera, en la calle San Vicente Ferrer...
—¿No te gustó este sitio?
—No, la música está demasiado fuerte...
No había imaginado que no le iba a encantar El Antro Más Distinguido y anduvo desconcertado unos decámetros, pero al llegar al primer cruce con la calle San Andrés una idea le dio esperanza...
—¡Ven por aquí!
La tiraba hacia la izquierda...
—¿Me llevas a otro pub?
—Sí.
—¡Me temo que no me guste!
A una treintena de metros, en la esquina derecha delante de la plaza Juan Pujol, estaba la entrada del pub Lefkas... Con tercio y vaso en mano pasaron a la segunda sala absolutamente vacía; se sentaron en una mesa al lado de una de las dos ventanas. Eran ventanas altísimas con rejas que daban a San Andrés. Sonaba rock californiano pero no excesivamente fuerte, el suelo era de baldosas rojizas hexagonales, las mesas desiguales llevaban azucareros también distintos entre sí y había un armario de bastantes años, como de abuela. En las paredes había marcos con pinturas o fotografías; en los rebordes de las ventanas, macetas con flores; y en el techo, las cuatro alas muy grandes de un ventilador estaban inmóviles. Después de haber mirado alrededor, Yukari:
—Este sitio me gusta, la música no está demasiado fuerte y tiene claridad...
—Aaahhh, ¡uff tengo un sitio para ella en Malasaña!, muy bien, Yukari.
Al día siguiente, cuando Iván se despertó cerca de las 8:40, le dolía un poco la cabeza... Haciendo acopio de voluntad se movió lateralmente para sentarse al borde de la cama, a ver si después de desayunar el dolor se va. Ya entraba bastante claridad en su lado mientras que Virgilio, al menos aún medio dormido, estaba inmerso en la suave oscuridad del suyo... Empezó a moverse... A su vez se sentó al borde de su cama, y cogiéndose la cabeza entre las manos:
—Ay, Iván, estoy cansado. No pude dormirme antes de las cuatro, ¡esos taiwaneses no paraban de hacer ruido! ¿Pudiste dormir?
—Bueno, cuando llegué sí que hacían bastante ruido, creo que jugaban al dominó, pero como estaba algo bebido me dormí enseguida...
—Qué suerte. ¡Seguro que apostaban dinero esos capitalistas!
Alguien llamó a la puerta...
—¡Entra!
—Hola, Virgilio. Hola, Iván...
—¿Qué tal, Valentín...?
—¡Qué vaina los taiwaneses anoche!
—Buf, una pesadilla. No pude dormir hasta las cuatro, cuando dejaron de jugar al dominó…
—Sí, salieron los cuatro alrededor de las siete; acompañaron a las dos chicas.
—De por sí ya tienen voces bastante agudas, pero cuando están con chicas se vuelven inaguantables; no paran de hacer unos «¡íííííííí!» agudos. El que tuvo suerte fue Iván: ¡llegó tan bolinga que no se enteró de la vaina!
—Sí, es verdad, ¡jo, están de acuerdo!, me dormí enseguida.
Horas más tarde, Yukari e Iván tomaban sendos cafés con leche sentados al lado en la banqueta del bar Atlántico. El local, en la esquina de Gran Vía con Miguel Moya, tenía una decena de metros dando al sur y una quincena metros a un oeste absolutamente taponado en la corta calle de Miguel Moya. La puerta de entrada, mitad acristalada, estaba en la esquina misma, por lo que desde un tramo de barra y dos mesas se divisaba buena parte de la plaza del Callao. La ventana del lado de Gran Vía, de tres metros de altura y dos de ancho, daba la luminosidad del final de la mañana a la barra de madera oscura que partía una decena de centímetros debajo de ella y se alejaba una docena de metros hasta su salida abierta, sin trampilla alguna. Dos metros más allá, a la derecha, había una puerta que comunicaba con el corredor de entrada al hotel Atlántico. El bar se encontraba bajo las seis plantas del hotel y por este acceso los inquilinos podían entrar directamente sin pasar por la Gran Vía, tal vez hay clientes del hotel aquí. Enfrente de la barra, tres lunas largas de unos tres metros se sucedían dando a Miguel Moya.
Yukari e Iván estaban sentados en la banqueta de cuero marrón adosada a una pared del lado norte que se alejaba perpendicularmente de la tercera luna; había cuatro mesas en esta banqueta y ellos ocupaban una de las dos centrales. Afuera se notaba aún la luz del día...
—¿Te molesta si leo el periódico?
—¡No, qué va!, para nada...
Iván se lanzó a leer El País y Yukari sacó de su bolso el libro titulado El informe Hite... Después de un buen tiempo, Iván sintió un leve dolor de cabeza y dejó de leer el periódico. Se quedó mirando Miguel Moya y unos transeúntes que pasaban. Apenas unos instantes más tarde, a su vez ella guardó el libro en el bolso, sacó un tubo de crema y empezó a pasárselo por los labios...
—Alucino con tu bolso; tiene crema para los labios, pañuelos, farmacia, cigarrillos, mechero, tu libro y ¡no sé cuántas cosas más!...
—¡Ji, ji, ji, ji, ji!
Haciendo presión sobre su muslo, se aproximó, tus ojos ya saben; sus bocas se acercaron entreabriéndose y llegaron a amortiguarse en una cálida humedad... Pero pronto ella, habiéndose liberado:
—¡Hay mucha gente!
—Bien, bien, de acuerdo...
Manos sobre muslos, se quedaron observando alternativamente hacia dentro y fuera, la noche está al caer... El camarero que más salía a la sala acrecentó mucho la luz eléctrica, ya es otro ambiente, oscuridad en la calle, alejamiento del exterior y mucha claridad en el interior del bar. Una bola de luz, me gusta la bola luz. De repente podemos estar más juntos en el bar Atlántico. La palabra «hogar» me hace pensar en afecto y también en la palabra fuego; seguro que las palabras hogar y fuego están emparentadas...
Cinco días más tarde, el jueves 16 de febrero, Yukari e Iván en la calle del Doctor Drumen, muy cerca de la estación de Atocha. Entraron a un bar con un escaparate de cristal para resguardarse de una lluvia repentina y descomunal. Eran cerca de las 16:45. Al entrar había, inmediatamente un metro a la derecha tras un cristal protector, un supermontón de calamares fritos bien iluminados; la barra sin ningún taburete tenía dos tramos casi iguales de largo. Partiendo desde el mueble de los calamares, el primer tramo se iba hacia dentro hasta un ángulo recto a la izquierda después del cual seguía el segundo tramo paralelo a la calle. El local estaba vacío excepto un cuadrado de cuatro mesas situadas cerca del enorme cristalón del escaparate, a la izquierda de la entrada. Con sendos chocolates espesos y humeantes, se sentaron en una mesa.
Iván encontraba que los ojos negros de Yukari estaban especialmente luminosos, será por la lluvia; es aun más guapa con el pelo mojado. Y ella, cogiéndole una mano:
—¡Cómo se ven estas pequeñas venas en el dorso de tu mano!
—Suele pasarme con la lluvia fría. Cuando iba al colegio en ciclomotor bajo una tormenta, lo notaba en mis manos sobre el manillar...
Se quedaron mirando los trazos de la lluvia hasta que ella:
—¡Cuántas veces mi madre me habló de cuando se escapaba de la casa de su marido!...
—¿Ah, sí?...
—Sí. Corría los cuatro kilómetros de playa hasta la casa de sus padres. Es que cada casa estaba en un extremo de la playa. Al llegar, decía a su madre que no podía vivir con ese hombre. Entonces su madre razonaba con ella hasta convencerla de volver a casa de su marido... Y la escapada que más recordaba era justamente una vez que llovía muchísimo...
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