María Dolores Peña Rodríguez - Los amos del cielo y de la tierra

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Un joven abogado descubre sus orígenes cuando se ve envuelto en un caso peculiar que le llega al bufete. A raíz de conocer su procedencia, tiene que salvar una lucha contra las normas establecidas, sociales e institucionales.

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El abogado, después de escuchar atentamente a la monja, le dijo:

—Y usted me pide que averigüe si su benefactor hizo testamento o algo parecido en donde se constate la intención de legar a ustedes su patrimonio. ¿Cierto?

—Así es, don Miguel.

—Bien, hermana, tengo que ponerme al corriente de algunos detalles, como comprenderá. ¿Cómo sabe que el tal Alberto Dávila tenía la intención de dejarles esa hacienda?

—Me lo dijo él personalmente.

—¿Cuánto hace de eso, hermana?

—Hace treinta y cinco años.

Al decir esto, sor María Teresa desvió la mirada de la imagen del joven, que tomaba notas en un bloc.

—¿Había algún testigo cuando el señor Dávila le manifestó su intención?

—No, estábamos solos en este locutorio.

—¿Le dejó algún documento o alguna garantía de que cumpliría su palabra? Verá, hermana, no sería la primera vez que alguien, de una decisión así, da marcha atrás.

—No, don Miguel, no tengo ninguna prueba escrita.

—Comprenderá que es difícil lo que me pide, se trata de su palabra contra la de la familia Dávila.

—Lo sé. Debí exigirle un documento, una carta; pero no lo hice. Pensé que aparecería en su testamento. Tengo razones para pensar que no cambiaría de parecer, estoy segura de ello.

Miguel miró atentamente a la religiosa, se inclinó hacia ella para ver mejor la expresión de su rostro.

—¿Puedo saber qué razones son esas, hermana?

—No puedo decírselo. Pero créame, le digo la verdad.

—Hermana, debo decirle que cuantos más elementos de juicio tengamos, más fácilmente podremos llegar al fondo de todo esto. En todo caso me pondré en contacto con esta familia y estudiaré si hay algún modo de llegar a resolver este desacuerdo.

—Este señor tiene dos hermanos: Javier y Marta. Don Javier es soltero y la señora Marta tiene una hija, todos viven en la finca La Carretela. Esta siempre ha sido la residencia habitual de la familia, está ubicada entre Lora del Río y Carmona.

—¿Tienen ustedes la transmisión patrimonial de la casa conventual?

—Sí, pasó a propiedad de la Orden en 1930.

—Bien, hermana, me pondré manos a la obra, trataré de averiguar si hay algún tipo de testamento o memoria testimonial sobre el asunto. Actuaremos, si es su deseo. Deme unos días.

—Gracias, don Miguel.

Sor María Teresa hizo intención de levantarse para acompañarle.

—No, déjelo, no se levante. Descanse, hermana y cuídese.

El abogado se dirigió a la salida del locutorio y antes de franquear la puerta oyó la voz de la religiosa:

—Don Miguel, una última cosa y perdone mi curiosidad. ¿Es usted pariente de los Vázquez, la familia de abogados y juristas?

—Sí, hermana, mi padre es Félix Vázquez Tena. Notario.

Después de responder a la religiosa con una sonrisa, se dirigió a la salida del convento acompañado por la monja que lo había recibido a la entrada. Esta le despidió con un «vaya con Dios» y cerró el postigo que dejó en la calle al abogado.

Miguel se dirigió a la plaza de La Magdalena para luego, por O’Donnell, encaminarse hacia su bufete. Mientras pensaba: «Menudo embrollo, las monjas contra los Dávila de Fabra. Una familia influyente. No me lo van a poner fácil».

Después de caminar un buen rato, portafolio en mano, y la mente a pleno funcionamiento pensando cómo abordaría la solución de su caso más reciente, llegó a la plaza de La Encarnación, en una de cuyas calles se encontraba el edificio donde tenía su bufete. Una casa grande con un patio central rodeado de departamentos. En uno de los cuales rezaba una placa en la puerta de entrada: «Don Miguel Vázquez Mora, abogado. Asesoría Jurídica».

Pensativo, empujó la puerta que se hallaba entreabierta, cruzó la sala de espera donde aguardaban varias personas a las cuales saludó, de manera rutinaria, y se dirigió a su despacho que se hallaba al fondo. Un corredor amplio y largo que albergaba varias dependencias que servían de despacho y oficina a su ayudante, Fernando y a Ana, la secretaria.

Miguel entró en su despacho y cinco segundos después entró Ana.

La secretaria esperó a que su jefe tomara asiento, este se dejó caer en el sillón. Se llevó las manos a la cara. Luego levantó la mirada hacia la mujer. Su rostro mostraba un gesto de preocupación. Ella esperaba al otro lado de la mesa a que su jefe le diera alguna novedad, si la había. Acto seguido le hizo la pregunta de rutina.

—¿Se le ofrece algo, don Miguel?

—No, Ana, gracias. ¿Y por aquí?

—Nada de particular.

La mujer le dio la espalda y antes de salir al pasillo, desanduvo el trayecto entre la puerta y la mesa.

—Don Miguel, ¿le pasa algo?

—No… bueno, sí. Traigo un asunto nuevo que os comentaré a última hora, cuando Fernando termine de despachar. Nos veremos en la sala de reuniones, avísele.

—Bien, don Miguel.

Ana abandonó el despacho de su jefe dejándolo con el gesto de preocupación que se lo encontró. Ella lo conocía bien, llevaban varios años trabajando juntos.

Una llamada de teléfono, que Miguel percibió como un fuerte timbrazo, le sacó de su ensimismamiento. Al otro lado, Ana:

—Don Miguel, le paso una llamada de doña María Luisa.

—Sí, sí, pásemela. Mamá, dime, ¿cómo estás?... Esta noche. De acuerdo. Por la tarde tengo que despachar un par de visitas, después iré a casa y comeré con vosotros. Seguro, mamá. Hasta la noche. Besos.

Miguel, dada su soltería y aunque vivía en su propio apartamento, iba a casa de sus padres casi a diario.

Después de hablar con su madre cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás e intentó relajarse. Estuvo un rato divagando. Al cabo de un tiempo, se distrajo mirando a través de la ventana los naranjos del patio común del edificio. Oyó unos golpes en la puerta. Después, la voz de Ana:

—Don Miguel, cuando quiera. Le esperamos en la sala.

—Voy enseguida.

El abogado se levantó, se ajustó la corbata y estiró los puños de su camisa, buscó en su portafolio el bloc de notas que contenía los detalles que la hermana María Teresa le había contado en su visita al convento, se pasó la mano por el pelo y sin más se dirigió a la sala para reunirse con sus subordinados.

Ya en la sala tomó asiento en un extremo de la mesa. Les miró con poco entusiasmo.

—Acabo de coger un pleito y no sé si he hecho bien. El convento de San Millán está en litigio con una familia que, según las monjas, les niega el derecho a heredar una finca que les dejó uno de sus miembros. Se trata de una hacienda olivar en producción. La familia dice que no hay constancia del hecho y no están dispuestos a ceder la propiedad.

—¿De qué familia se trata? —preguntó Fernando.

—Los Dávila de Fabra.

El ayudante se echó hacia atrás en su asiento y emitió un silbido.

—¿Quién de ellos se supone que ha dejado a las monjas esa hacienda?

—Alberto Dávila. Murió hace un año y medio. Era soltero y no se le conoce descendencia. Se supone que sus propiedades pasarían a sus parientes más cercanos o ascendientes directos. Dos hermanos y una sobrina, hija de su hermana, la menor de la familia. Viven en una de las fincas que poseen en la Vega del Guadalquivir, por Lora del Río. Eso me lo ha contado sor María Teresa.

—¿Algún plan de trabajo? Necesito que me diga qué actuaciones se van a seguir para solicitar permisos, concertar citas y demás cuestiones —preguntó Ana.

—Habrá que consultar el registro de Actas de Última Voluntad en el Ministerio de Justicia. Ah, necesitaremos una nota de la defunción del tal Alberto Dávila.

Miguel quedó pensativo. Luego se dirigió a su secretaria como si se hubiera encendido una luz en su cerebro.

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