—Consígame una cita con la familia Dávila. Pero no antes de tres o cuatro días. Si es posible, que sea en la finca donde residen, así podré matar varios pájaros de un tiro. Si hay suerte los cojo a todos allí, a ver por dónde respiran.
—Yo me informaré del asunto del testamento —comentó Fernando.
—Perfecto. Lo más importante es saber si hay testamento y si aparecen en él las monjas de San Millán.
—Perdona, Miguel, ¿de qué tipo de testamento estaríamos hablando: abierto, cerrado…?, porque si hizo un testamento ológrafo y la familia lo descubrió, pudieron deshacerse de él para mantener el patrimonio dentro de la casa. Depende de quién fuera el depositario, si lo hay.
—Puede ser, aunque la casa conventual donde viven las hermanas también proviene de la misma familia. Primero fue cedida y luego la recibieron en propiedad en 1930. El propietario era Alberto Dávila, que la había recibido en herencia al morir su padre. La hacienda olivar, que es objeto del actual litigio, no fue suya hasta después de la muerte de su madre.
Ana y Fernando, con cierta extrañeza y casi al unísono, preguntaron:
—Ese hombre, ¿dejó todo eso a las monjas?
Ana hizo una reflexión antes de obtener una respuesta de sus compañeros.
—En aquellos tiempos era casi una costumbre que las familias adineradas regalaran o cedieran parte de sus propiedades a las órdenes religiosas. Pensarían que así expiaban sus pecados.
—U otros favores, quién sabe —puntualizó el ayudante.
—Si hay un testamento cerrado donde se nombraran herederas a las monjas en alguna parte, lo tenemos fácil; pero si no, vamos a sudar. Aunque si lo hubiera ya se lo habrían notificado a las hermanas.
—Sí, así es. Si no hay nada más, me marcho —dijo Fernando haciendo un ademán—. Por cierto, ¿cuánto hace que murió Alberto Dávila?
—Pues, según la monja, un año y medio más o menos. Como te he dicho antes.
—Es importante, ya sabes, por los plazos.
—Páseme al despacho las personas que tengo citadas cuando lleguen. No deben tardar. Y luego, si quiere, puede irse usted también —le comentó a Ana.
—Gracias, don Miguel, me vendría bien, tengo que hacer un par de cosas.
Los tres se levantaron de la mesa y salieron en fila india de la sala de reuniones. Fernando recogió de su escritorio el portafolio, se cambió la americana por una cazadora de entretiempo, se despidió de Ana con un «hasta mañana» y salió a la calle.
Miguel fue a su despacho para atender a los clientes que tenía citados. El joven letrado no podía evitar pensar en su nuevo caso. Una especie de corazonada le producía una incómoda incertidumbre. No tardaría en averiguar por qué aquel caso le producía una extraña sensación de malestar.
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