María Dolores Peña Rodríguez - Los amos del cielo y de la tierra
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En la entrada del convento tocaron la campana de aviso. Una hermana asomó su cornete por el postiguillo.
—Ave María Purísima.
—Buenos días, hermana. Sor María Teresa me espera. Le traigo unos documentos. Soy Félix Vázquez, el abogado. Vengo acompañado de mi esposa, si no hay inconveniente.
—Avisaré a la madre María Teresa. Esperen, por favor.
Unos minutos después.
—Pasen los dos. Síganme.
La pareja, cogida del brazo, caminaba por el claustro en dirección a las oficinas donde la madre superiora esperaba noticias de los papeles que Félix traía en la cartera.
—Don Félix. Venga con Dios. ¿Su esposa?
—Sí, hermana, mi esposa María Luisa.
—Sea bienvenida a esta casa. Pero, pasen a mi despacho. Tomen asiento.
—Gracias, hermana.
La religiosa ocupó su sillón y el matrimonio se sentó en sendas sillas delante del escritorio. Sor María Teresa se dirigió a la mujer del letrado:
—Es un placer conocerla, doña María Luisa. Permítame decirle que don Félix y usted hacen una excelente pareja.
—Gracias, hermana. He venido a darle las gracias por el obsequio. Es precioso. Todo un detalle.
—No las merece. El rosario es una herramienta de lucha que no debe faltarnos en los tiempos que corren. Úselo para rezar muchos rosarios, y con ellos pedir que Dios les mande hijos pronto —dijo la monja.
—Esperemos que así sea. La verdad, estamos deseando tener un retoño.
Sor María teresa se dirigió al letrado:
—Bien. Espero que me traiga buenas noticias. ¿Cómo va todo?
—El trámite está prácticamente terminado. Las escrituras definitivas van a tardar unos meses. Tienen que ir a Madrid. Ya sabe la burocracia como es. En cuanto estén se las haré llegar. Mientras tanto, estas le valen a todos los efectos.
—Muchísimas gracias, don Félix. Un trabajo impecable. No esperaba menos de usted. Cuando lo crea oportuno me pasa la minuta.
—Cuando lleguen las escrituras definitivas. Solo le cobraré los gastos de la gestión administrativa. He considerado su aclaración en cuanto a su economía.
—Dios se lo pagará.
La religiosa, sonriente, se dirigió a María Luisa:
—Tiene usted suerte de tener a don Félix como esposo. Rezaré para que Dios les mande hijos muy pronto. Sin embargo, será lo que Él designe. Hay mucha desgraciada que los trae sin pretenderlo. Pero para eso estamos las instituciones, para ayudar a esa pobre gente, y proporcionar un futuro a esas criaturas.
—Sí, hermana, hay que resignarse a lo que Dios nos manda. Pero es una gran labor ocuparse de los desvalidos como esos niños y madres desamparados.
Caminaban los tres por el claustro en dirección a la salida. Hablaban de las obras de beneficencia que el convento llevaba a cabo con muchachas provenientes de familias marginadas.
A la salida, los esposos se despidieron de la religiosa.
—He pasado un rato muy agradable, hermana. Gracias por recibirme. Soy consciente de que, en estos lugares, las visitas están restringidas.
—Para ustedes están las puertas abiertas siempre que nos necesiten. Para lo que sea. Vayan con Dios —dijo la monja reteniendo la mano de María Luisa entre las suyas.
—Quede con Él, sor María Teresa.
Salieron a la calle. Anduvieron un trecho sin decir palabra. En sus corazones y en sus pensamientos un mismo latir. Una ventana abierta a la esperanza.

CAPÍTULO III
SEVILLA 1965
Sor María Teresa se detuvo en el dintel de la puerta del locutorio. Al observar la figura de la persona que tenía delante, pensó que se trataba de una aparición. Abrió los ojos cuanto pudo y sacudió la cabeza varias veces para intentar deshacerse de la imagen que tenía frente a ella.
Dentro de la sala un hombre, de unos treinta y cinco años. Alto, moreno, vestido con chaqueta sport y corbata, miraba a su alrededor con ambas manos en los bolsillos del pantalón. Observaba, curioso, muebles, cuadros y paredes. Un lujo impropio del lugar, dedujo.
A través de las ventanas, de una altura considerable, el sol del mediodía iluminaba el locutorio.
De todas las obras pictóricas que colgaban de las paredes, al joven le llamó la atención una que desentonaba, o al menos eso le pareció, y se detuvo frente a ella para mirarla de cerca. Un óleo con un retrato. Un señor de unos sesenta años. Parecía un hombre importante, elegantemente vestido con una chaqueta a la moda de la época, camisa y corbata, atada con un nudo mariposa.
El visitante oyó pasos y se volvió. Una religiosa, de edad avanzada, le miraba desde la entrada del locutorio. Fue hacia ella. Le tendió la mano para saludarla al mismo tiempo que se presentaba:
—Soy Miguel Vázquez Mora, hermana, el abogado con quien os habéis puesto en contacto para un asunto de transmisión de patrimonio.
Sor María Teresa, conforme el joven caminaba hacia ella, no pudo evitar un ligero traspiés que le obligó a sujetarse en el quicio de la puerta para no caer al suelo. El joven acudió enseguida.
—Hermana. ¿Qué le ocurre? ¿Se encuentra bien?
La monja, los ojos fijos en él, respondió:
—Sí, sí, gracias. Es un mareo sin importancia. Cosas de la edad, perdón.
Sor María Teresa, una mujer menuda de unos ochenta y tantos años, vestía el hábito de su congregación, gris y blanco. Gafas con montura de pasta detrás de las cuales podían verse unos ojos claros de mirada profunda que daban la sensación de arrastrar un cansancio insoportable. Nada que ver con la imagen de la monja de hacía más de tres décadas. Los años y los acontecimientos habían hecho mella en la madre superiora del convento San Millán.
El abogado la sujetó del brazo y la acompañó hasta un asiento.
—¿Se encuentra mejor?, ¿aviso a alguien?
—No, no, gracias, ya se me pasa. Por favor, si es tan amable, acérqueme un vaso de agua.
Miguel miró a su alrededor y descubrió una bandeja, vestida con un paño de lino blanco bordado en rechileo, sobre un mueble consola. Contenía un vaso y una jarra. Vertió parte del contenido de la jarra en el vaso y se la ofreció a la religiosa que todavía temblaba. Tomó el agua a sorbos, sin dejar de mirar al joven.
Mientras bebía e intentaba reponerse, acudían a su memoria recuerdos de tiempo atrás, de hacía más de treinta años, en aquella misma sala. Recuerdos que la atormentaron y persiguieron durante toda su vida. ¿Querría la Providencia darle la oportunidad de reparar el daño causado? Todo a cambio de un patrimonio manchado de injusticia y de ignominia. Reconocía la religiosa después del tiempo pasado.
Se le retorcía el alma cada vez que pensaba en aquella desgraciada. Forzada a desprenderse de su propia vida. La veía en sueños sentada en el último banco de la capilla. Resbalaba una lágrima por sus mejillas cada vez que el sacerdote daba la Comunión, cosa que a ella le estaba vedada. Era la norma de la Santa Madre Iglesia.
Miguel, a punto de llamar a las hermanas, preocupado por el ensimismamiento de la anciana, tocó su brazo llamándole la atención.
—Hermana, por Dios, ¿se encuentra bien?
Sor María Teresa volvió en sí.
—Perdóneme, ya estoy mejor. Los años no pasan en balde, abogado.
—Puedo volver otro día.
—No, no, para nada. Este asunto no admite demora. Por el bien del convento y de mis hermanas.
—Dígame.
La monja respiró hondo. Después de una pausa comenzó a explicarle el asunto para el que había sido llamado.
—Mire, señor Vázquez, hace un año y medio falleció uno de los benefactores de la orden, Alberto Dávila de Fabra. Era propietario de esta casa y de otros bienes procedentes de la herencia familiar. Nos consta que tenía intención de legar a nuestra orden esta residencia conventual, lo cual hizo en su día, así como una hacienda olivar en usufructo de las hermanas que aquí vivimos. A día de hoy no hemos recibido notificación alguna por parte de la familia de nuestro benefactor, sobre la cesión de la hacienda olivar que él dijo que dejaría en heredad a esta congregación. Nos hemos puesto en contacto con la familia Dávila de Fabra, que es quien tiene que ceder el patrimonio, y dicen no tener conocimiento alguno de que su pariente tuviera esa intención. En resumen: Se niegan a ceder la propiedad. Nos habían recomendado su bufete por ser uno de los pocos que se ocupa de este tipo de problemas.
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