María Dolores Peña Rodríguez - Los amos del cielo y de la tierra
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—Voy a hacer como que no te he oído. Tendría que despedirte. Pero dónde encontraría a otro como tú. —Le puso la mano en el hombro y dijo—: Anda, tira para el Arenal.
El Ford Victoria se perdió en la noche, como una bestia, en busca de su presa.
Al día siguiente de recibir la nota de sor María Teresa, solicitando sus servicios, Félix Vázquez acudió al convento San Millán a hablar con la religiosa. Esta le recibió en su despacho.
—Pase, don Félix.
La madre superiora le esperaba detrás de su escritorio, desde donde dirigía los destinos de la Santa Casa. Una sala amplia rodeada de estanterías repletas de libros y carpetas.
—Con permiso, hermana.
El flamante notario entró en el despacho y se dirigió a la religiosa. Esta, con afable actitud, le señaló una silla ubicada delante de la mesa. Félix tomó asiento. La monja le ofreció unos documentos para que los mirase mientras le iba poniendo en antecedentes de lo que esperaba de él.
—Señor Vázquez, ahí tiene las escrituras de esta finca. Tiene además un documento de compraventa. Un precio simbólico naturalmente, para que esta casa pase a propiedad de la Orden bajo la administración y usufructo de las hermanas que aquí vivimos. Le hemos llamado para que formalice usted las escrituras. Ni que decir tiene que nuestro benefactor está a su entera disposición.
—Bien. Parece que está todo en regla. Falta iniciar los trámites para la transmisión del patrimonio y si el dueño actual está de acuerdo, no habrá ningún problema. Tendré que llevarme esta documentación, hermana.
—Desde luego. Todo lo que necesite. —La religiosa miró a Félix entornando los ojos—. La persona que nos ha recomendado su bufete lo ha hecho encarecidamente, asegurándonos una eficacia demostrada y una trayectoria profesional impecable. También nos dijo que... tendría en cuenta de que, al tratarse de personas, como nosotras, con pocos recursos económicos, su minuta no sería un disparate —la monja sonrió—, aunque, naturalmente, sus honorarios los dispone usted y no son discutibles.
—Tranquila, hermana, tendré en cuenta su observación —se vio obligado a decir el abogado.
—Me va a permitir que le dé un detalle para su esposa. Por su alianza veo que está casado. —Abrió un cajón y sacó de él una cajita—. Es un rosario. Está bendecido.
—Sí, estoy casado. Mi esposa sabrá apreciar su regalo. Muchas gracias, hermana.
Félix se levantó entendiendo que aquella reunión había concluido.
—Tendrá noticias mías.
—De acuerdo, don Félix. Espero que me tenga al día de cómo va todo. Permítame acompañarle.
Echaron a andar bajo las pandas del claustro.
—¿Tienen ustedes hijos, don Félix?
—Pues todavía no, hermana, pero esperamos que vengan pronto. Tanto mi mujer como yo estamos impacientes. Pero usted sabe que... vendrán cuando Dios quiera.
—Dios así lo quiera. Un matrimonio sin hijos es como un jardín sin flores. Desgraciadamente, las cosas no siempre suceden como es debido. Los designios del Señor son incuestionables. Hay muchos matrimonios que, después de mucho esperar, tienen que recurrir a la adopción. Cosa que, por otra parte, supone un acto de caridad cristiana. Hoy día hay instituciones que, por una pequeña cantidad, para gastos de burocracia, hacen realidad el sueño de ser padres.
—Tiene usted razón. Es importante en una pareja de esposos, poder materializar su compromiso en los hijos.
—Bueno, don Félix, no le entretengo más. Gracias por todo. Vaya con Dios.
Una religiosa, casi anciana, acompañó al letrado hasta la salida. Ya en la calle, este se percató de la habilidad que había derrochado la monja para ponerle en el compromiso de que le cobrara barato por el trabajo. Eso era propio de las monjitas, se dijo. Lo que a Félix no le pareció oportuno fue el segundo tema que abordó, el de los hijos. Después de todo, no tenía confianza para inmiscuirse en sus asuntos personales.
Félix llegó a casa a la hora de comer. Era un día caluroso, de esos de primavera en Sevilla. Nada más abrir la puerta empezó a deshacerse de corbata y chaqueta. Su esposa salió a recibirle.
—¿Qué tal tu día? Mucho calor hoy. El verano se acerca y se nota.
—Vengo del convento San Millán. Adivina qué querían las monjas. Ah, por cierto, la madre superiora me ha dado un regalito para ti —le dijo, mientras le entregaba la cajita con el rosario.
—Muy bonito. Es un detalle precioso. Por cierto, ¿para qué te han llamado? —preguntó la esposa.
—Un señor muy rico le ha regalado la casa palacio donde está ubicado el convento San Millán. Hasta ahora la tenían cedida. Me han llamado para que le haga los trámites de transmisión patrimonial.
—Bueno, bueno. ¡Qué generosidad! No sería el primer caso, desde luego. En mi familia ha habido quien ha hecho muy buenos regalos a monjitas de su devoción —dijo la mujer entre extrañada y divertida.
La pareja, ya en el comedor, se sentó a la mesa y se dispuso a degustar la comida que la asistenta comenzó a servirles. Después de un silencio...
—Me ha estado hablando del matrimonio y de los hijos, tan necesarios para la constitución de una verdadera familia. Me ha insinuado que, si los hijos no vienen, es un deber cristiano tomarlos en adopción.
—¿Te preguntó si teníamos hijos?
—Primero dedujo que estaba casado, por mi alianza. Y luego me recordó lo de la caridad cristiana. Ya sabes cómo son las monjas.
—Pues no le falta razón.
—Por lo que pude entender, ella sabe de instituciones que podrían proporcionar los medios para que las familias que no pueden tener hijos de forma natural puedan satisfacer sus deseos adoptando una criatura. Eso sí, por una módica aportación para gastos administrativos. No me lo dijo abiertamente, pero me dejó ver entre líneas que ella podría estar en condiciones de facilitar ciertos trámites para la adopción.
—Esa monja parece tener influencias, según me cuentas. Con la Iglesia hemos topado, como dice el refranero.
María Luisa Mora no quiso darle importancia al comentario de su marido; pero en sus ojos brilló una luz de emoción contenida. Después de varios años de matrimonio estaba perdiendo la esperanza de ser madre. Eso le dolía, más que por ella, por él.
Habían pasado varias semanas desde que Félix se hizo cargo del traspaso de la casa palacio de las monjas de San Millán. Este y su esposa se hallaban desayunando antes de que el nuevo notario, marchara a su despacho.
—Hoy vas más tarde que de costumbre. Me alegra verte desayunar tranquilo, aunque solo sea de vez en cuando —le dijo, mirando a su marido satisfecha.
—Estoy haciendo tiempo. Voy a pasarme por el convento a darle unos papeles a sor María Teresa.
La mujer quedó pensativa. Félix no lo advirtió y siguió dando buena cuenta del desayuno.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó la mujer.
—¿Qué se te ha perdido a ti en el convento?
No obtuvo respuesta. Pero no le negó el capricho a su esposa.
—De acuerdo, acompáñame si te hace ilusión.
Sí que le hacía ilusión. Por darle las gracias a la hermana, le justificó a su marido y por otros motivos que, de momento, le ocultó.
—Déjame arreglarme. Estoy en un momento.
El esposo no la creyó y comenzó a leer la prensa.
Mucho antes de lo que pensaba Félix, su mujer estaba dispuesta para salir.
—¿Nos vamos?
El hombre la miró con admiración. Había merecido la pena esperar, pensó.
—Bien. Vamos, señora de Vázquez.
La tomó del brazo y salieron a la calle en dirección a La Magdalena. Todavía había pocos transeúntes. Un penetrante olor a masa frita salía de los quioscos donde vendían churros y tazones de chocolate. Las barcas de pescadores volvían de faenar. Todo familiar y nuevo a la vez. María Luisa y Félix disfrutaban del ambiente. Al notario no se le fue por alto la intención de su esposa al querer conocer a sor María Teresa.
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