Ni pregunto. No quiero saber si anda por aquí. Las dos botellas de vino, la música y el barullo empiezan a surtir efecto y comienzo a desinhibirme. Llegamos al reservado en el que estuvimos la última vez, el más cercano a las oficinas y caigo en la cuenta de que la vez anterior también estuvo orquestada por Alejandro. Nos invitaron al reservado y nos estuvieron trayendo copas sin pedirlas. Todo cobra sentido en mi mente. Me vigiló desde que llegué. El gorila simpático de Sara vuelve a besarla y se despide de nosotras.
—Si necesitáis algo, se lo decís a Gema —miro hacia donde señala y la camarera, la misma que la última vez (esa que le hacía ojitos a Roberto), nos sonríe. ¡Roberto! Caigo en la cuenta.
—Joan. Roberto y Sofía tienen que estar a punto de llegar.
—No os preocupéis. Los traeré hasta aquí —vuelve a besar a Sara y se va.
—No has sido del todo sincera. Lo vuestro va en serio —la acuso de amiga farsante, pero de buen rollo.
—No nos vamos a ir a vivir juntos —me la de vuelve como una hija de puta, pero la quiero. Y, además, me lo merezco.
—Nosotros tampoco —niego en rotundo—. Estás enamorada de él —afirmo. Se encoge de hombros y empieza a bailar. Yo la sigo.
La camarera trae nuestras copas y, justo detrás de ella, entran Sofía y Roberto. Nos abalanzamos sobre ellos. No nos vemos desde hace una semana. Gema mira de soslayo a mi amigo. Sí, le gusta. Este me abraza.
—Te he echado de menos. No has contestado a mis llamadas.
Me ha llamado en varias ocasiones a lo largo de la semana, sin embargo, no he tenido tiempo (ni ganas) de hablar con nadie. He ocupado mi tiempo en revolverme en mi pena.
«Te encanta hacerlo».
—Lo sé, lo siento —me disculpo.
—No pasa nada. Ahora estás aquí. Tenía ganas de verte —me sonríe.
—Yo también —le devuelvo el gesto.
Le he echado de menos, en serio. Pero no como él cree. Lo considero uno de mis mejores amigos, siempre hemos cuidado el uno del otro y me parece jugar sucio si lo utilizo de paño de lágrimas. No lo merece y yo tampoco.
Nos acercamos a la mesa y cogemos nuestras copas. La camarera vuelve y trae también las de Roberto y Sofía. Brindamos por la noche, Madrid, la canción que suena (Lush Life de Zara Larsson) y por nosotros. La charla entre los cuatros me ayuda a olvidar lo único que ocupa mi mente últimamente. Tras un rato contoneando el cuerpo, Roberto coge mi mano, tira de mí y me lleva hasta la pista de baile en la sala de abajo.
—Vamos a bailar.
Lo sigo y me agarro fuerte a su brazo para no caerme. Después de todo lo que he bebido, no estoy muy segura de poder bajar las escaleras sin tropezar. Llegamos al centro de la sala y empieza a darme vueltas sobre mí misma. Reímos. Qué bien me siento. Tras el cuarto giro, me mareo y caigo sobre su pecho. Roberto pega su cara demasiado a la mía, pero me separo y sigo bailando.
Durante la siguiente media hora lo paso genial, sin embargo algo (tal vez mi inconsciencia) consigue que mire hacia el ventanal del despacho de Alejandro. Sobre el espejo que hace las veces de pared se reflejan la gran variedad de luces que lo cubren todo. La boca comienza a resecárseme y me doy cuenta que necesito con urgencia beber algo. Le sugiero que subamos de nuevo al balcón, así se llaman aquí a los reservados que cuelgan, y me sujeta la cintura durante todo el trayecto para mantenerme en pie. Llegamos arriba y nos encontramos a Sara que discute con Joan. Quizás me he equivocado y su relación sí es tan complicada como la mía. Nos acercamos a Sofía que baila asomada al balcón y le pregunto qué ha pasado.
—Nos estábamos besando cuando ha entrado —da un sorbo a su copa agarrando la cañita rosa. Mi cara le dice lo que opino al respecto.
—No me mires así. Sólo estábamos jugando —se excusa y mira a Joan—. Creo que no le caigo bien —se encoge de hombros.
Entiendo a la perfección la estima que Joan le tendrá a Sofía después de lo que acaba de presenciar (cero patatero). Yo no podría ver ni en pintura a la mujer (o al hombre) que encontrara comiéndole la boca a Alejandro. Es más, sólo pensarlo me dan ardores y ganas de vomitar. Si me pasara, creo que me moriría. Está bien, no creo que dejara de respirar, pero tendría ganas de ahogarme. No estoy preparada.
—Necesito ir al baño. Ahora vuelvo —me disculpo.
Dejo a Roberto y a Sofía bailando mientras Sara y Joan siguen engarzados en una discusión que se podría haber evitado si mi compañera de piso tuviera un poco de más luces. Definitivamente, después hablaré con ella y la instaré a que deje de hacer estupideces. Supongo que razonará tarde o temprano. Entro en uno de los aseos y me recompongo. Bebo un poco de agua llenando uno de los vasitos de plástico que cojo de un dispensario en una pared y refresco el cuerpo y la mente. Trato de apartar de mi cabeza a Alejandro durante un rato. La noche transcurre casi sin incidentes. Hasta ahora.
Salgo del aseo y Robert me espera fuera bastante borracho. No tanto como yo, pero tiene los ojos vidriosos y el reflejo de la variedad de luces colorea su iris. Me insinúa que bailemos (hasta aquí todo normal), me coge de la cintura y me atrae hacia sí. Demasiado. Yo me agarro a su cuello y me muevo en sintonía con su cuerpo. Suena Hello de Adele, pero una versión bastante más movida. Acerca su boca a mi cuello y lo roza con los labios. No hace falta ser muy lista para saber que esto no es buena idea. Intento separarme, pero me tiene bien atrapada. Sigue con su reguero de besos hasta llegar al lóbulo de mi oreja izquierda.
—Dani... —susurra. Vuelvo a empujarlo con fuerza, sin embargo no consigo apartarlo. Sigue besándome, ahora la barbilla y, justo antes de alcanzar mi boca, logro alejarlo.
—¡No!
—¿Es por él? —atrapa mi muñeca. No digo nada— ¡No te conviene! —tira de mí.
—Roberto, no sé cómo decírtelo. No siento nada romántico por ti —le digo mientras intento soltarme.
—Dame una oportunidad. Déjame demostrarte...
—Es imposible. Lo...
—¿Estás con él? ¿Es eso? Te dejará cuando se aburra de ti —por fin, nos separamos. Se ha pasado.
—No vayas por ahí. No... no quiero dejar de quererte.
—¿Me quieres? —parece contrariado.
—Sabes que sí. Eres muy importante para mí. No quiero perderte.
—Te quiero, Dani..., déjame demostrártelo... —se acerca otra vez, coge mi cara con ambas manos e intenta besarme de nuevo. Vuelvo a apartarlo.
—¡No puede ser! No lo hagas más difícil, por favor —me sincero. Sólo así conseguiré que se dé cuenta.
—Estoy enamorada de Alejandro —confieso. Me mira atónito.
—¡Venga ya! —levanta las manos—. No sabes lo que dices. Estás borracha —su tono de desprecio no me gusta nada.
—Lo quiero —me planto segura.
—¡Eso es imposible!
—¡Tú no sabes nad...! —grito. Sin embargo no termino porque se abalanza sobre mí y consigue atrapar mi boca con la suya. Durante una milésima de segundo no reacciono. Al momento siguiente lo aparto y chillo.
—No vuelvas a acercarte a mí.
Y lo huelo. Mi cuerpo reacciona a su presencia antes que mi mente. Miro a la derecha y ahí está. Enchaquetado, su pelo perfectamente despeinado, sus ojos azules negros de ira, su mandíbula cuadrada apretada, el cuerpo tensionado y los puños cerrados apretados junto a su costado. Morado de rabia. Roberto huele el peligro y, cuando miro en su dirección, se ha marchado. Prefiero que sea así. Se escapa a mi conocimiento lo que puede ocurrir a partir de ahora. Alejandro me mira cabreado, sin embargo, es su cara de desprecio lo que me mata por dentro.
—Alex... —intento acercarme a él y se aleja.
Da media vuelta y atraviesa el pasillo por donde entiendo que ha venido. Va hacia su despacho y yo, loca, lo sigo. Corro, literalmente, tras él. Abre la puerta y no la cierra. Entiendo, por el gesto, que soy bienvenida (aunque cabe la posibilidad de equivocarme). Así que entro en la habitación decidida a arriesgarme. Alejandro se toca el pelo y tira de él desquiciado. Frena frente a un armario, lo abre, coge una botella de whisky, llena un vaso plano y se lo bebe de un trago. Mueve la cabeza de lado a lado, vuelve a llenarse otro y hace lo mismo. Caigo en la cuenta de que nunca lo he visto beber antes mientras tiemblo y espero que el silencio no me mate.
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