Las ideas feministas latinoamericanas han sido doblemente influidas por corrientes feministas y de liberación de las mujeres europeas y estadounidenses, y por la idea latinoamericana de que la liberación es siempre un hecho colectivo, que engendra en el sujeto nuevas formas de verse en relación con otros sujetos. Las feministas transformaron estas influencias en instrumentos aptos para explicarse la revisión que estaban —y están— llevando a cabo de las morales sexofóbicas y misóginas latinoamericanas 4, tanto mestizas como las de los pueblos indo y afrolatinoamericanos contemporáneos. Éstas son morales atravesadas por el catolicismo y la maternidad solitaria y obligatoria, por la resistencia a la dominación cultural, por la veneración del padre ausente, por el lesbianismo satanizado y por la idealización de valentías femeninas de cuño masculino (las guerrilleras, las cacicas, las dirigentes políticas de partidos fuertemente patriarcales).
Las críticas a los conceptos y categorías europeas y estadounidenses han acompañado toda la historia del pensamiento en América Latina, porque es imposible recuperar universales (fueran ideas o signos) para interpretar sociedades en donde no hay una unidad política de base para que todas estas figuras y voces de la política se estampen y adquieran impacto social y manifestación. Cada tema que se enfrenta en lo conceptual fragmenta las categorías interpretativas por la complejidad de los problemas concretos.
En el ámbito latinoamericano, la política feminista ha transitado, y constantemente transita en todos los sentidos, de una lucha por la emancipación a la afirmación de una diferencia positiva de las mujeres con respecto al mundo de los hombres y a la «teoría de género». De esta manera confronta tanto las experiencias políticas de izquierda, con algunos de cuyos planteamientos económicos, políticos y ecológicos coincide, como los retos que los criterios de la globalización económica y las políticas de las agencias internacionales de financiamiento presentan a su autonomía. Las ideas filosóficas feministas que se nutren de los avatares del movimiento, a la vez que los planteamientos generados en otras regiones del mundo, han llevado al feminismo latinoamericano a buscar en su seno las diferencias vitales que lo componen, sin que ninguna de sus corrientes haya sugerido jamás considerarse un «algo» distinto del feminismo.
A principios del siglo XXI, el feminismo latinoamericano reivindica unos orígenes históricos que impulsan sus formas actuales y sus propósitos colectivos: a) como movimiento libertario que enfrenta el sexismo disparador de la subordinación de las mujeres, típico de la década de los setenta; b) como movimiento social en construcción, que empieza a estructurarse en organismos no gubernamentales y en asociaciones para trabajar con y para las mujeres, en ocasiones presionando al estado, común en los ochenta; c) como movimiento identitario, organizado desde la diversidad de demandas y de pertenencias de las mujeres, preocupado por su visibilidad y presencia en el espacio público, mayoritario en los noventa.
Esta homogeneidad originaria, más pretendida que real, ha estallado en una multiplicidad de posiciones ético-políticas: a) sobre la necesidad de un nuevo orden civilizatorio sexuado, que cuestione el humanismo falocrático y excluyente que legitima el capitalismo como sistema hegemónico; b) sobre la interlocución de las mujeres con los estados y con las instancias regionales e internacionales; y c) sobre las formas de una política, un derecho y una economía informadas por la diferencia sexual.
La actual diversidad de posiciones se explicitó por primera vez abiertamente en 1993 en Costa del Sol, El Salvador, durante el VI Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe. Sin embargo, la reivindicación de las particularidades de dicha explicitación en América Latina no fue radical, pues seguía confundiendo la liberación de las mujeres con su mayor presencia y visibilidad en el ámbito público y, por lo tanto, no implicó un análisis de la realidad mixta, femenino-masculina-transexual-hermafrodita, del mundo que no identificara la liberación de las mujeres con su mayor visibilidad. Todas las corrientes que se expresaron en El Salvador, aunque enfrentadas en términos éticos y culturales sobre la forma de hacer política, tenían la mirada puesta en la actuación pública, relegando la reelaboración simbólica de los ámbitos de los afectos, la sexualidad y la corporalidad, como espacios sociales en transformación por los efectos de la hermenéutica feminista del poder, a una nueva intimidad protegida, despolitizada, doméstica.
Se debe recordar que, en las dos décadas anteriores, los colectivos de mujeres de Latinoamérica no habían pensado su actuación feminista de manera unívoca, aunque se acogieran a la construcción de un solo movimiento. De ninguna manera, en El Salvador se expresaba por vez primera la diferencia entre concepciones del feminismo en América Latina. Desde la década de los setenta, pero sobre todo después del Primer Encuentro, en 1981, en Bogotá, fue notoria la pugna entre un feminismo de izquierda que profesaba su cercanía con partidos y guerrillas y un feminismo de mujeres que reivindicaban la más plena autonomía de las organizaciones políticas masculinas y de los sistemas de pensamiento androcéntricos y que, al enfrentamiento con el estado y con los hombres, anteponían la construcción de relaciones entre mujeres. En esta pugna tuvo lugar la visibilización de las feministas lesbianas que, debido a su necesidad político-individual de reconocerse en una sexualidad liberada de los patrones reproductivos, nunca obviaron los temas que las militantes de izquierda consideraban «burgueses»: las relaciones entre mujeres, la referencia al cuerpo como espacio de territorialización de sus demandas, y la sexualidad como elemento de las identidades de cada persona en relación con su capacidad de comunicación social.
En el Chile devastado por la dictadura pinochetista, Julieta Kirkwood y Margarita Pisano 5, desarrollaron una visión política de la autonomía feminista que cuajó en el lema: «Democracia en el país, en la casa y en la cama». Inmediatamente antes, la práctica feminista de la autoconciencia —que llevó a muchas latinoamericanas a reflexionar sobre su identidad femenina, cuestionando el acondicionamiento al que fueron sometidas y asumiendo lo colectivo, lo social y lo político implícitos en la dimensión personal— convivió con prácticas más «militantes», propias de mujeres de izquierda que nunca salieron de sus partidos y de progresistas que no pasaron por la autoconciencia, pero que se reivindicaban autónomas con respecto a las organizaciones políticas masculinas y privilegiaban el trabajo con mujeres de los sectores populares.
Como bien dijo la cubana Aralia López en el panel «Feminismos y filosofía», durante el IX Congreso de la Asociación Filosófica de México 6, el feminismo no es un discurso hegemónico, pues tiene tantas corrientes como las que pueden surgir de las experiencias de los cuerpos sexuados en la construcción de las individualidades. El feminismo es el reconocimiento de una subjetividad en proceso, hecha de síes y de noes, fluida, que implica la construcción de formas de socialización y nuevos pactos culturales entre las mujeres. Aunque, según la doctora López, en América Latina existe una separación tajante entre la militancia feminista y la academia —lo cual no comparto, debido a la relación entre la elaboración de un pensamiento alternativo y las construcciones de los sujetos femeninos—, al hablar de las subjetividades que se construyen desde la totalidad de las concepciones filosóficas del propio ser mujer, estaba afirmando la historicidad de las diferencias feministas en el continente y la existencia de identidades complejas.
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