Francesca Gargallo Celentani - Ideas feministas latinoamericanas

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Este trabajo llena un vacío explicativo e informativo con respecto al estado actual del activismo político y de la reflexión teórica del feminismo latinoamericano a partir de la década de 1990. La autora, con base en algunas preguntas retóricas muy bien elaboradas, da cuenta del por qué tanto el movimiento como el pensamiento feministas latinoamericanos perdieron fuerza crítica y radicalidad en sus acciones y juicios, dejando de sustentarse en sus propias prácticas y en el espíritu de experimentación, fundamentales en su trayectoria histórica.
Francisca Gargallo va demostrando con datos y argumentaciones convincentes la relación entre el viraje semántico de los estudios de género junto con el auge de financiamientos, con la pérdida de la autonomía del activismo y del pensamiento feminista latinoamericano, acompañado con la emergencia nada inocente de lo que llama «feministas visibles», convincentes con la figura de «expertas en políticas de género».

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El resultado de esta búsqueda coincidió con la definición de una identidad mestiza que terminó por construir e institucionalizar un racismo que se sostiene en la triple mordaza para la expresión de las realidades históricas: a) la mentira del mestizaje generalizado, b) la minorización de las culturas indígenas y c) la negación de los aportes de las y los afrolatinoamericanos.

Estas tres formas de enfrentar la idea de sí, formas negativas de construcción de la identidad, constituyeron el boleto de traslado de la colonia a la semiemancipación política, en un mundo brutalmente occidentalizado que, aunque mantenía diferencias evidentes con los modelos continental-europeo y atlántico-anglosajón, pertenecía de manera subordinada al sistema-mundo descrito por Immanuel Wallerstein. Es decir, un sistema histórico mundial que inició su expansión con el capitalismo, entendido como sistema económico de acumulación y expansión incesantes 3.

Más tarde, la crónica conjunción de poca claridad, urgencia y ubicación en un sistema que trascendía el espacio geográfico y simbólico de América, dio pie a una política de la identidad en los movimientos sociales, entre ellos el joven movimiento feminista. La política de la identidad era un híbrido entre la necesidad de hurgar en lo individual para encontrar la propia e inalienable pertenencia de grupo y el deseo de llevar la imagen del grupo a la más alta representación 4en la sociedad y la cultura para sentirse en lo individual cobijada o cobijado por ella, olvidando las raíces materiales de la discriminación de las identidades colectivas femenina, negra, india, lésbica, gay.

Los hombres (o como prefieren algunas, el colectivo masculino) recibieron como una bofetada su identidad. No sólo ésta le había sido dada por las mujeres a las que ellos siempre habían impuesto una, sino que era una identidad calificada de androcéntrica, falocrática, imponente de sus privilegios y, a la vez, negadora de la experiencia femenina. La identidad es una construcción ideológica compleja; me limitaré a decir que los grupos con poder por lo general se construyen una identidad positiva, plenamente humana, según sus parámetros, y construyen de manera negativa la identidad de los grupos que dominan, sin dejar de endilgársela.

Frente a la osadía femenina, los hombres contraatacaron apresurándose a inventar otra imagen de sí con la cual identificarse; y se la calzaron como un zapato deforme que no servía para caminar, estrecho de un lado, ancho en la punta y con el que tropezaban, pero arguyeron que les quedaba tan cómodo como una pantufla, pues era la mejor arma de la contraofensiva patriarcal. Así calzados, descubrieron que no podían soportar a su lado a las viejas mujeres: las amas de casa, las madres abnegadas, las vírgenes; necesitaban mujeres nuevas que trabajaran mientras ellos escribían sus novelas o peleaban sus revoluciones, que les cuidaran a sus hijos sin pedirles el gasto para mantenerlos, que entendieran sus reflexiones de por qué debían experimentar la sexualidad de la manera más abierta hasta encontrar en ellos, los hombres nuevos, las personas a las que les convenía ser fieles; mujeres a las que pelear sus cuotas recién alcanzadas de igualdad, tachándolas de esencialistas. Tampoco podían soportar a su lado a las viejas feministas, esas mujeres que habían desenmascarado su pensamiento político profundo y declaraban que la explotación del proletariado descansaba en la explotación más brutal y masiva de las mujeres, gracias a la cual reponían la fuerza de trabajo.

Las mujeres habían asestado el primer golpe, pero en la contraofensiva se dividieron. Algunas acusaron a las feministas de no ser sino liberales disfrazadas, agentes antirrevolucionarios. Fue una victoria importante para el sistema falocrático, que desde ese momento empezó a renovarse. Otras resistieron.

En la década de los setenta, las mexicanas Eli Bartra y Adriana Valadés sacudieron la tradicional calma de los académicos, afirmando que el feminismo «es la lucha consciente y organizada de las mujeres contra el sistema opresor y explotador que vivimos: subvierte todas las esferas posibles, públicas y privadas, de ese sistema que no solamente es clasista, sino también sexista, racista, que explota y oprime de múltiples maneras a todos los grupos fuera de las esferas de poder» 5.

Pero, ¿era posible que dos latinoamericanas definieran un movimiento internacional e internacionalista? Es más, ¿que las que definían su teoría política fueran dos filósofas? ¿Existía acaso la figura de la filósofa? ¿Existía la posibilidad académica de reconocer un pensamiento latinoamericano históricamente consciente de sí?

La marginalidad a la que el modelo occidental había empujado todo territorio y cultura por él colonizado, dada la certeza de que jamás sería alcanzado en su totalidad, acudía rápidamente en ayuda del sistema falocéntrico, aportándole sus armas: la desconfianza y el ridículo. ¿Una latinoamericana pensante? Seguramente una feminista de otro lado la habría obligado a plegarse a sus ideas y ésta, por supuesto, se sometía y las copiaba como una monita sin darse cuenta del peligro que introducía en la sociedad al dividir a las mujeres nuevas de su guía, el hombre nuevo.

Treinta años después, agotados los recursos de la desconfianza y el ridículo, el sistema falocéntrico encontró una nueva forma de no morir. Recurrió, pero a ninguna feminista le dio risa, a una supuesta apertura de los espacios económicos, educativos, sociales y políticos para que algunas mujeres actuaran como hombres y, de esa forma, el movimiento perdiera cohesión, y se disgregara con mayor rapidez que cuando discutía sus diferentes formas de hacer política y todavía la pelea por el detalle conceptual no las separaba de la creación y el reconocimiento de una autoridad femenina desde, por y para las mujeres. A la vez, ofreció al poder masculino el derecho de pelear por la igualdad con las mujeres en los reducidísimos espacios donde habían obtenido el reconocimiento de derechos fácticos: el ámbito de la custodia de los hijos, por ejemplo, aun por encima de las condenas que la ley les imponía por haber ejercido violencia doméstica.

Parlamentarias en traje sastre, académicas que habían desechado el análisis económico, altas ejecutivas sorprendentemente flacas y unas cuantas jovencitas en la televisión hicieron aparecer como «viejas» feministas a todas aquellas mujeres que no olvidaban a las pacifistas alemanas muertas en los campos de concentración, a las trabajadoras que pelearon a la vez contra la patronal y la mentalidad patriarcal de sus sindicatos que las acusaban del abaratamiento de la mano de obra y del desempleo masculino, a las cientos de hispanoamericanas pobres asesinadas en la frontera entre México y Estados Unidos, a las miles de muertas por abortos inseguros y clandestinos en condiciones extremas de injusticia social.

El instrumento ideológico de la contraofensiva patriarcal fue, sorprendentemente, la apropiación institucional de una categoría antropológica elaborada en su forma más compleja por una feminista marxista radical, la estadounidense Gayle Rubin. Con ella, el sistema volvió a proponer a los hombres (su economía y su sistema simbólico) como la aguja de la balanza de las relaciones entre los sexos, impuso una nueva urgencia de reflexión sobre la identidad como «un problema de conciencia» y ninguneó las propuestas radicales de la política de las mujeres sobre el respeto a las diferencias, que implicaban desechar cualquier política de la identidad simple así como la retórica de la tolerancia. Esta categoría descriptiva elevada a determinación de la realidad es la de gender, mal traducida al castellano como «género» 6.

El género aborrecido por el Vaticano, un poder global en decadencia, fue de inmediato adorado por la Organización de las Naciones Unidas. La ONU había enfrentado valientemente en 1975 el reto de organizar una década de las mujeres, pero en 1990 sudaba frío frente a la urgencia —que su propia política de no discriminación sexual le planteaba— de reconocer a las mujeres en cuanto tales, sin relacionarlas con un sistema en el que los hombres no sólo tenían cabida sino la batuta.

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