El sistema de género es una categoría de análisis producida dentro de la reflexión feminista; sirve para escudriñar las formas de la opresión y la subordinación social de las mujeres, y para desentrañar la forma en que la desautorización femenina (que es una estrategia del colectivo masculino) tiene efectos materiales en los ámbitos de la vida: la alfabetización, el empleo, la salud, el poder político y la impartición de la justicia. El género es un sistema en sí mismo; es una monótona y repetitiva, aunque aparentemente variada, combinación de partes reunidas para subordinar en lo social a los cuerpos de sexo femenino y explotarlos en lo económico, político, lo religioso, justificando la apropiación de su sexualidad por el parentesco que, a su vez, es un sistema de sistemas. El parentesco es siempre el mismo bajo centenares de formas tan distintas entre sí que parecería posible decir que no existen el matrimonio ni la descendencia ni el incesto como tales. El mismo Lévi-Strauss no pudo dar una definición más exacta del parentesco que catalogándolo como una imposición de la organización cultural sobre los hechos de la procreación biológica.
Ligar el sistema de género con la identidad de las mujeres es atarlas a la subordinación de los hombres. Liberarse del género es, por el contrario, una propuesta de construcción de la propia subjetividad que implica el reconocimiento del valor cultural y económico de cada mujer en el colectivo femenino, y la validación del derecho a una diferencia sexual positiva y de la deconstrucción de la occidentalización forzada. Es una posición teórica y política que reconoce la diferencia como un valor de la humanidad. Liberarse del género implica reconocer que el sistema actúa en todos los ámbitos de la vida organizada y, de esta manera, evitar que las actuales políticas para favorecer el «empoderamiento» 7de las mujeres, dirigidas desde los organismos internacionales, lleguen a uniformar las vidas femeninas entre sí y volverlas funcionales para un mundo cada vez más policiaco, pensado desde el colectivo masculino.
Asumiendo toda la complejidad del tema, ¿cómo analizar la necesidad de las mujeres de una reflexión y una política feministas en América Latina? Anclándola con fuerza en la realidad actual y, por lo tanto, en la revisión del propio pasado. Esto implica dejar parámetros fijos y externos de estudio. Será necesario dejar de creer que la política de la identidad es un problema de conciencia, para ubicarla en el horizonte de la política económica, de los derechos humanos y de la construcción de subjetividades móviles, capaces de enfrentar cambios que provengan de sí y de fuera. Será necesario someter las ideas de política pública, de representación, de delegación y de liderazgo a la revisión que las feministas han iniciado de los sistemas económico y político derivados del colonialismo, gracias a la práctica de reunirse con libertad entre sí, práctica que está generando conocimientos en la perspectiva de pensar un orden alternativo, de todas y todos.
La necesidad de reconstruir la historia de las ideas en América Latina y la consideración de cómo hacerlo son cuestiones espinosas y urgentes para la filosofía continental 1.
La filosofía latinoamericana ha sido marginada por su ensayismo, a la vez que se la ha encerrado en el rubro de pensamiento sociológico, de teoría política, de historicismo o de reproducción de pensamientos ajenos. Estas interpretaciones ignoran la elaboración de un pensamiento que recoge diversas tradiciones, no sólo aquéllas elaboradas en Europa, y que razona ordenando una práctica política, lo cual coincide con las teorías feministas. Esto es, las interpretaciones contrarias a la filosofía latinoamericana desconocen un pensamiento que teoriza partiendo de las formas que adquieren los comportamientos inter-intra-subjetivos en un contexto histórico, jurídico y cultural determinado por la conquista, la esclavización africana, las migraciones europeas y la minoración de los pueblos indígenas 2.
Plantear en este ámbito una historia de las ideas filosóficas feministas latinoamericanas encarna un doble reto. Implica el reconocimiento de la historicidad de las ideas feministas en un ámbito cultural en su mayoría occidentalizado, pero no central (y en buena medida resistente a esa occidentalización) y, a la vez, la idea de que el feminismo debe situarse como una teoría política de la alteridad, tanto en su etapa emancipadora, cuando las mujeres piden ingresar en condiciones igualitarias en la historia del hombre, como en su etapa de liberación y reivindicación de la diferencia, cuando las mujeres cuestionan y se separan del modelo del humanismo masculino planteado como universalmente válido. Una alteridad cuyo discurso primario ha ido de: «Existo, luego, hombre, debes reconocerme», hasta: «Existo, luego existen otras mujeres que van a reconocer mi autoridad y tu reconocimiento, hombre, ya no me valida ni me es suficiente».
El primer reto, el del ámbito de desarrollo del feminismo latinoamericano, es en particular arduo. El feminismo es en sí un movimiento internacional e internacionalista. Sus ideas nunca han sido consideradas específicas de un grupo o de un ambiente; aunque sea bastante obvio que ciertas experiencias han marcado la historia del movimiento: las vividas por las sufragistas en Gran Bretaña y Estados Unidos durante el siglo XIX, y en la Europa continental, Inglaterra y Estados Unidos durante el siglo XX. Estas experiencias han generado y han sido influidas por teorías que abrevaban en pensamientos de fuerte raigambre local. El liberalismo inglés del siglo XIX influyó en la teoría igualitaria del feminismo decimonónico. Esta pasó fácilmente a la organización feminista estadounidense, que hizo de los derechos al voto, a la propiedad, a la educación y a la tutela de los hijos, los caballos de batalla del feminismo angloparlante. Sin embargo, el individualismo feminista no sirvió para la teorización del primer feminismo alemán, de orientación socialista, que veía en la mujer obrera una víctima del sistema capitalista liberal; ni para los colectivos de mujeres italiano, español o latinoamericano, enfrentados al catolicismo y, más tarde, al fascismo y la represión militar.
En la segunda mitad del siglo XX, las formas de reunión y las expectativas que cifraron en ellas las mujeres —sobre todo en su división, posterior a la década de 1970, entre feministas «igualitarias», o feministas demandantes de una igualdad con el hombre, y feministas radicales o de la diferencia sexual, que reivindicaban su autonomía de las teorías y las organizaciones masculinas— tenían mucho que ver con sus condiciones de vida occidentales de posguerra. Las feministas latinoamericanas se sintieron de alguna manera en deuda con los movimientos europeo y estadounidense de liberación de las mujeres, sea porque éstos habían precedido sus manifestaciones, sea porque retomaron (o rechazaron) el discurso de exportación del modelo del feminismo de las demandas que les impuso la Organización de las Naciones Unidas en México, cuando en 1975 inauguró la Década de la Mujer.
Así, se vieron obligadas a definir su práctica a partir de los dos modos de ser feministas que se manifestaban en Europa y Estados Unidos, pero los vivieron en formas particulares, ligadas a sus historias nacional y continental, a su ubicación étnica y a su participación política, generando interpretaciones muy particulares de la autonomía, ininteligibles sin un análisis del cómo y desde dónde se ubicaban las feministas frente a la realidad. Con seguridad, como lo notaron Julieta Kirkwood, Asunción Lavrín y Urania Ungo, en los inicios del movimiento de liberación como durante la etapa emancipacionista, las latinoamericanas nunca fueron tan visiblemente radicales como las europeas y estadounidenses, sea porque el mandato de ser dignas y decentes les era imperativo para obtener el reconocimiento de las corrientes políticas progresistas 3, sea por la represión interiorizada o porque las costumbres machistas las exponían a una violencia inmediata y brutal. No obstante, en América Latina, tanto desde la perspectiva teológica cristiana como filosófica, en la década de 1960, se estaba pensando una política de la liberación entendida como proceso de construcción del sujeto político crítico, un sujeto individual comprometido con su comunidad, intrínsecamente atado a ella, pero consciente y autoconsciente. Las feministas no se sentían parte del movimiento filosófico de la liberación que surgió en Argentina en 1973 porque no pertenecieron a él (y en el norte del subcontinente probablemente ni lo conocieron). Sin embargo, actuaron en el mismo territorio y en el mismo tiempo, en contacto con él, y lo influyeron tanto como fueron influidas por la idea de poder revelar su propia identidad al plantearse y buscar respuestas a cuestiones determinadas por su propia realidad.
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