1 ...6 7 8 10 11 12 ...17 La desconcierta que la habitación de huéspedes de esta casa tan extraña le resulte familiar. Es uno de esos lugares donde detalles como las paredes, el cielorraso, las alfombras no están bien definidos, sino que parecen bocetos borrosos. He llegado antes de lo esperado. El sueño todavía no está listo. ¿Habrá suficiente oxígeno para sobrevivir? Pero no tiene miedo. Por el contrario, siente que llegó a un lugar familiar, un lugar que la estaba esperando.
—¡Fuera zapatos!
—¡Fuera medias!
—Quítate esto.
—Quítate esto otro.
—Y esto…
Como éter, el tirante cubrecama de satén decolorado sobre la cama con dosel emana un aletargamiento que le da la bienvenida a Clare. El colchón es muy duro… pelo de caballo. (¿Cómo puede saber eso Clare? Pero lo sabe). Sobre la almohada de plumas, su cabeza rueda como si se la hubieran desenroscado del cuerpo. Sus extremidades, lánguidas, no oponen resistencia. Los pensamientos llegan fragmentados, abruptos. Y luego se vuelven vaporosos, como nubes. Nubes altas que barren el cielo gracias a las brisas del Atlántico.
Alegremente y sin darle tregua, las tías abuelas le quitan y le ponen prendas y la acurrucan como si fuera una bebé enorme e indefensa. A lo lejos, alcanza a oír el (vergonzoso) comentario de que «no es una gran belleza», pero al menos «salió a él , no a ella . Esa mujer era tan sosa ».
Desde la planta baja suben voces lejanas y entusiastas.
No se acuerda.
¡Tiene que acordarse!
No, creo que no se…
Finge que no se acuerda.
No creo. Me parece que de verdad no se acuerda.
Hay una pausa. No estás segura de si estás del todo despierta o si sigues cautiva en esta cama extraña, con su colchón duro e inflexible, bajo la sábana delgada y raída que huele a moho, en un sueño que sigue y sigue y sigue, como si al avanzar por aguas turbias te tiraran hacia abajo de los pies, así que cierras los ojos con fuerza tal como haría una niña, aterrada de lo que podrías llegar a escuchar después.
Ni siquiera se acuerda de nosotras… que la encontramos.
Una risa repentina. Chispeante, como un vasito de cristal que se rompe en mil pedazos.
—¿Clare? ¿Querida? Hora de desayunar.
—…hora de desayunar, ¡querida Clare!
La despiertan unas voces provenientes de las escaleras.
Son voces animadas con un toque regañón: Clare se ha quedado dormida, son más de las nueve.
Observa el reloj con incredulidad. ¡Nueve y cuarto de la mañana! Clare acostumbra despertarse antes de que amanezca, para las siete de la mañana ya está levantada. La asombra haber dormido doce letárgicas horas en la cama con dosel de la habitación de huéspedes de sus tías abuelas. Y aun así siente pesada la cabeza y no logra enfocar, como si, en vez de dormir profundamente, se hubiera pasado la noche entera intentando leer un texto muy de cerca.
Las voces entusiastas, desenfadadamente íntimas, están del otro lado de la puerta.
—¿Tienes hambre, querida?
—Te preparamos un desayuno especial, cariño…
Agitan el picaporte en señal de advertencia, pero (¡al menos!) la puerta no se abre de golpe.
Clare mira fijamente el picaporte. Los pelos de la nuca se le erizan con terror infantil.
De inmediato contesta a las tías abuelas que bajará cuanto antes. Lamenta mucho haber dormido hasta tarde…
—¡No hay apuro! ¡No hay apuro!
—…nuestra dormilona .
Risas como cristales que se estrellan. Clare se estremece.
Desorientada y aturdida por el sueño, intenta lavarse la cara en el baño contiguo a la habitación de huéspedes. Todo brilla demasiado: las paredes blancas de azulejo, el piso. En el techo, un resplandor blanco. En un rincón del techo, los restos de una telaraña destruida que apenas si se mueven…
Clare se estremece. Más tarde se deshará de la telaraña.
En un espejo vetusto que está sobre el vetusto lavamanos, ve el rostro pálido, el cabello enredado. Los hombros desnudos, los pechos que se ven vulnerables, como avergonzados; los pezones duros como semillas, alertas y cautelosos.
¡Las axilas! Clare se las limpia ferozmente con una toalla de manos.
No tiene la menor idea de cómo usar la vieja ducha que está dentro de la gigantesca bañadera blanca. Los grifos se niegan a girar y hacen que las cañerías ancestrales gruñan. La ducha parece un girasol con lepra.
Tendrá que preguntarles a las tías abuelas cómo es que se opera la maldita instalación. Ahora no tiene tiempo de darse un baño, de llenar la bañadera con agua caliente, meterse con cautela y deslizarse en su interior como si fuera un sarcófago romano.
(Además, la bañadera no está del todo limpia. Tiene manchas que parecen telarañas y unos pelos sueltos).
¡Qué noche de sueños agotadores! Menea la cabeza para sacárselos de encima.
¿Por qué vino? ¿Dónde está exactamente?
Al volver a la habitación, se viste con una premura infantil. Teme que la sorprendan medio desvestida. ¡Descalza! Es imposible correr con los pies descalzos.
Clare mueve los dedos con dificultad. Hay una extraña desconexión entre su cerebro y sus dedos, sus extremidades. Lo que sintió alguna vez al tomar fármacos para dormir; no barbitúricos potentes, sino solo un relajante muscular, pero con un efecto desagradable al día siguiente. Claro: sabes que te envenenaron. Anoche.
Respira por la boca, trata de guardar la compostura. De su valija (que pareciera haber sido sacudida, revuelta por dentro) logra sacar ropa interior y prendas limpias. ¡Las tías abuelas! Quieren sacarme del testamento de su hermana ante el tribunal sucesorio; quieren quitarme mi herencia . Para emprender el viaje en auto hacia Cardiff, el día anterior, Clare se puso un suéter, unos jeans y sus zapatillas habituales. Pero ha traído también ropa formal para reunirse con Lucius Fischer esa mañana.
—Lucius… él será mi aliado.
Clare tiene los dedos tan entumecidos que tarda varios minutos en vestirse como se debe. Y aún le falta el cabello; mira su reflejo en el espejo de un aparador: una Medusa aturdida.
¡Qué vergüenza! En circunstancias normales se habría dado una ducha, se habría lavado el pelo o al menos se lo habría humedecido y peinado. Pero ya es demasiado tarde.
Como un garabato salvaje, así tiene el pelo. Los ojos dilatados registran su perplejidad.
No hay escapatoria más que por las escaleras. Se dirige hacia las voces en apariencia amistosas. Llega a la habitación donde se sirve el desayuno, y se protege los ojos de la luz solar que entra por los ventanales que van del piso al techo. Tiene la boca muy seca. Siente los ojos agigantados, expuestos. Las tías abuelas se giran para ver a su invitada, sonríen con entusiasmo. El ridículo cabello flamígero de Elspeth se alza por encima de su rostro pálido y empolvado; el cuerpo morrudo y compacto de Morag la planta con firmeza en el suelo. Al parecer han estado hablando con alguien sobre Clare, pero la identidad de esa tercera persona, sentada al fondo de la mesa del desayuno, a Clare le resulta imposible de determinar. Los ojos de las viejas ancianas centellean de una forma que incomoda a Clare.
—Para desayunar hay avena…
—…preparada al más puro estilo escocés, con el grano partido, no arrollado.
—…un chorrito de leche…
—…azúcar morena…
—…pasas. ¡Apúrate!
Instan a Clare a sentarse en el lado más cercano de una mesa alargada cubierta con un mantel de plástico color mostaza.
¡Avena! Hace muchos años que Clare no come avena. Recuerda que le gustaba cuando era chica; últimamente, ya no tanto. Las tías abuelas han preparado un menjunje especialmente espeso y pegajoso que empieza a cuajar en las orillas del tazón. Clare toma la cuchara; es la misma «cuchara de bebé», manchada y de plata, del día anterior.
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