¿Me odian por ser una de las herederas de su hermana?
¿Creen que no tengo derecho a estar aquí porque no soy una de ellas?
Y ¿han vuelto a envenenarme?
Con gran tenacidad, a lo largo de toda su vida se ha negado a pensar en ellos: sus padres (biológicos).
Ahora piensa en ellos todo el tiempo, es una obsesión. Los pensamientos son como garrapatas que se le han adherido a la piel.
Insectos diminutos, despreciables, que no te atreves a arrancar con pinzas por temor a que sus cuerpos oscuros se fragmenten y sea imposible retirarlos por completo.
Está desesperada por saber si sus padres están vivos o muertos. Si murieron, ¿cómo fue? ¿Por qué? ¿Y por qué la dieron en adopción si los Donegal eran una familia acomodada?
Clare preguntará dónde están enterrados sus padres. (Si es que están enterrados. En algún lugar). Visitará el cementerio de Cardiff. Como en una evocativa fotografía de Julia Margaret Cameron, será en un día grisáceo, espectral, encapotado, lluvioso.
Con la tenacidad y la resistencia de una niña, no se permitirá pensar. Pero quizás uno de los dos vive, al menos. Es una posibilidad.
Clare siente un gran alivio al salir de la encumbrada casa revestida en piedra de la avenida Acton.
Afuera, el aire está mucho más fresco. Puede incluso respirar más profundo. El cielo encapotado pareciera ir despejando capa tras capa de nubes traslúcidas. Mira a su alrededor, por si se encuentra a… ¿quién? Una figura que renguea…
Pero no hay nadie. Nadie.
Conduce a la oficina de Lucius Fischer en el centro de Cardiff. La cita es a las once de la mañana, y Clare teme llegar tarde. Tiene la cabeza desorganizada, distraída. No sabe qué pensar de las tías abuelas… si están o no de su lado.
Se dice que es absurdo. Claro que las viejitas tienen buenas intenciones. Son molestas, fastidiosas, pero en el fondo, son sus aliadas.
Aun así, por momentos Clare ha tenido la impresión de que se burlan. Que se ríen a expensas de ella, con maldad.
Cuando intenta recordar lo que le han ido revelando sobre sus padres, cae en la cuenta de que no es capaz de hacer memoria. Es como si tuviera una especie de malla sobre la cara que le impide ver, le impide escuchar.
¿Están vivos o no? Por favor, díganmelo.
Sigue temblorosa tras el ataque de arcadas. Ya casi no tiene náuseas, pero la pelota de avena sigue atorada en sus entrañas.
Toma la decisión de mudarse de la casa de las Donegal esa misma tarde. Después de la reunión con Fischer. No puede arriesgarse a comer nada más ahí. Aun si no están intentando envenenarla, la comida que le han dado podría estar rancia, en mal estado.
Dependiendo de lo que le diga Lucius Fischer, quizá decida volver a Bryn Mawr a la mañana siguiente.
Renunciar a la herencia, quizá. Sí.
Una decisión repentina. Como arrebatarle a alguien una navaja para cortarse el cuello de tajo.
Así como le dijo a un amante, una vez, de forma abrupta: Ya está. Basta. Creo que se acabó.
Su única herencia. Su único vínculo con sus parientes de sangre. Su vínculo con sus (difuntos) padres.
Con todo, quizá renuncie a la herencia. No necesita que los Donegal figuren en su vida. Ha pasado la mayor parte de la vida sin ellos, así que ¿por qué habrían de afectarla ahora?
El gesto de Gerard Donegal al echar la silla hacia atrás, ponerse de pie, darle la espalda, salir. El hermano de mi padre. No hay vínculo entre nosotros. ¿Por qué habría de haberlo? Nada.
Aunque Clare salió de la casa en la avenida Acton con tiempo de sobra para conducir los poco más de tres kilómetros de distancia, al final llega tarde a la reunión. Para su sorpresa, son casi las once cuando por fin encuentra la calle State, la vía principal de Cardiff. Luego se pierde en un laberinto de callecitas de una sola mano, en un río de autos que avanzan con la lentitud y la gravedad de una procesión fúnebre desviada por un único carril frente a un interminable terreno en construcción. Luego, tras haber estacionado el auto, una vez a pie, es incapaz de encontrar la dirección que le proporcionaron y corre con desesperación por la vereda de un barrio lleno de edificios demolidos, rodeados de escombros…
¡Llegará tarde! Después de todo, llegará tarde.
Maldita sea. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué contestaste la llamada de un desconocido?
Ese fue el error original.
—¡Señorita Seidel! Tome asiento, por favor.
Lucius Fischer le estruja la mano a Clare de forma vigorosa; se la suelta casi de inmediato. Cuando la mira fríamente a los ojos, inexpresivo, Clare entiende al instante que no puede haber química entre ella y ese abogado de mediana edad, ningún vínculo especial. Algo que tenía acumulado y que le tensaba el pecho se le hunde, se desmorona como una montaña de arena.
¡Qué tonta! Al teléfono, la voz de barítono de Lucius Fischer la había hechizado, de alguna manera. Como si en Cardiff, un lugar lejano del que no había oído hablar sino hasta hacía poco, hubiera esperado encontrar una especie de romance (improbable), una intriga sexual.
Un amigo, al menos. Alguien a quien importarle.
Al teléfono, Fischer le había hablado como un confidente. No había sido pura imaginación suya, ¿o sí?
Había parecido prometerle algo: Te guiaré en este proceso, Clare. Confía en mí.
Con detenimiento, Fischer le explica que es el albacea del testamento de Maude Donegal, además de ser el abogado que redactó ese testamento. Le explica que es un testamento inusualmente complicado, porque se lo reescribió varias veces en las últimas dos décadas.
—Hubo un testamento original que esbozó un antiguo socio del estudio —dice Fischer y menciona un nombre que a ella no le dice nada—. Pero el testamento original cambió, claro. Y después de la muerte de Leland Donegal cambió de nuevo.
Clare se pregunta por qué le da esa información. ¿Hay algún misterio en el testamento de su abuela? ¿Alguna irregularidad en términos legales? Le intriga que Fischer hable de las hermanas Lacey, Elspeth y Morag, «sus extraordinarias tías abuelas, solteronas de otra época». Tanto Elspeth como Morag estudiaron en la Universidad de Maine en los años sesenta. Ambas se graduaron como pedagogas y trabajaron en escuelas públicas. Elspeth fue directora de un secundario, muy admirada (y temida). Morag dio clases de matemáticas y entrenaba al equipo de arquería de la escuela. Ambas participaban en las actividades parroquiales de la iglesia de St. Cuthbert. Gerard, su sobrino (el hijo menor de Maude Donegal), fue seminarista jesuita en Portland cuando tenía poco más de veinte años.
—Se dice que Gerard era una joven promesa. Claro que entonces yo no lo conocía; solo supe de su existencia después.
¿Después? Clare toma nota.
Fischer le cuenta que entró en contacto con los Donegal por medio de Leland Donegal, a quien tomó como cliente luego de que un antiguo socio del estudio se jubilara. Leland había heredado el negocio maderero de la familia Donegal, «una de esas familias de antaño que hizo su fortuna talando los bosques de Maine», y era muy pudiente, para los estándares de Cardiff.
Pero resultó que Leland no tenía interés en los negocios. Quería ser un filántropo famoso, como los Carnegie y los Rockefeller. Había donado lo que debían haber sido millones de dólares a toda clase de causas —becas para estudiantes de bachillerato, museos y universidades, hospitales, iglesias—, hasta que al fin el dinero empezó a escasear.
—Fue un poco embarazoso, está claro. Leland había prometido donar un millón de dólares al seminario jesuita donde estudiaba Gerard, pero tuvo que romper su promesa, lo cual fue humillante para la familia. Y no fue la única promesa que rompió.
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