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Avisos principales de contenido La madriguera del zorro (All For The Game 1)
CAPÍTULO UNO
CAPÍTULO DOS
CAPÍTULO TRES
CAPÍTULO CUATRO
CAPÍTULO CINCO
CAPÍTULO SEIS
CAPÍTULO SIETE
CAPÍTULO OCHO
CAPÍTULO NUEVE
CAPÍTULO DIEZ
CAPÍTULO ONCE
CAPÍTULO DOCE
CAPÍTULO TRECE
CAPÍTULO CATORCE
Agradecimientos de la autora
Apéndice: Los Zorros de la Estatal de Palmetto
Créditos
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La madriguera del zorro
(All For The Game 1)
Avisos principales de contenido
CAPÍTULO UNO
Neil Josten dejó que el cigarrillo se consumiera hasta el filtro sin llegar a darle una sola calada. No le interesaba la nicotina; buscaba el humo amargo que le recordaba a su madre. Si inspiraba lo suficientemente hondo casi podía saborear el fantasma del fuego y la gasolina. Resultaba repugnante y reconfortante al mismo tiempo, y provocó que un escalofrío le recorriera la espalda. El temblor viajó hasta las yemas de los dedos, haciendo que un pequeño montón de ceniza se derrumbara. Cayó entre sus zapatos, sobre las gradas, y el viento se lo llevó en un instante.
Levantó la vista hacia el cielo, pero las estrellas se desvanecían tras el resplandor de las luces del estadio. Se preguntó (y no era la primera vez que lo hacía) si su madre lo estaría observando desde allí arriba. Esperaba que no fuese el caso. Lo molería a palos si lo viera holgazaneando y lloriqueando de aquella manera.
Una puerta se abrió tras él con un chirrido; el susto lo sacó de sus pensamientos de golpe. Neil tiró de su bolsa de deporte para acercársela más al cuerpo antes de girarse. El entrenador Hernández dejó abierta la puerta del vestuario y se sentó junto a Neil.
—No he visto a tus padres en el partido —dijo Hernández.
—Están de viaje —respondió Neil.
—¿Siguen de viaje o se han vuelto a ir?
Ni lo uno ni lo otro, pero Neil no pensaba decirlo. Sabía que tanto sus profesores como el entrenador estaban hartos de escuchar la misma excusa siempre que preguntaban por sus padres, pero era una mentira tan fácil como trillada. Explicaba por qué nadie veía nunca a los Josten por el pueblo y por qué Neil tenía predilección por dormir dentro del recinto escolar.
No es que no tuviera donde vivir. Se trataba, más bien, de que no estaba viviendo allí de manera legal. Millport era un pueblo en decadencia, por lo que había docenas de casas vacías que nunca llegarían a venderse. El verano pasado se había apropiado de una de ellas, localizada en un barrio tranquilo compuesto, en su mayoría, por jubilados. Sus vecinos rara vez abandonaban la comodidad de sus sofás y sus telenovelas, pero cada vez que iba y venía se arriesgaba a que lo vieran. Si alguien descubría que estaba viviendo de okupa empezarían a hacer preguntas incómodas. Era más sencillo colarse en el vestuario y dormir allí. Neil no sabía por qué Hernández permitía que se saliera con la suya en lugar de llamar a la policía. Probablemente, era mejor no preguntar.
Hernández extendió la mano. Neil le pasó el cigarrillo y observó cómo lo apagaba en los escalones de hormigón. El entrenador tiró la colilla arrugada y se volvió hacia él.
—Pensé que harían una excepción esta noche —dijo.
—Nadie sabía que iba a ser el último partido —respondió Neil mientras observaba la cancha.
La derrota del Millport aquella noche suponía quedar eliminados del campeonato estatal a dos partidos de la final. Tan cerca y a la vez tan lejos. Así, sin más, la temporada había terminado. Los trabajadores ya estaban desmontando la cancha, desencajando las paredes de plexiglás y colocando rollos de césped falso sobre el duro suelo. Una vez hubieran terminado, volvería a ser un campo de fútbol; no habría ni rastro del exy hasta otoño. A Neil se le revolvía el estómago viéndolo, pero no podía apartar la mirada.
El exy era un deporte bastardo, una especie de lacrosse evolucionado que se jugaba en una cancha del tamaño de un campo de fútbol e incluía la violencia del hockey sobre hielo, y Neil adoraba cada aspecto de él, desde la velocidad hasta la agresividad. Era la única parte de su infancia que nunca había sido capaz de dejar atrás.
—Los llamaré luego para contarles cómo ha quedado el marcador —dijo, porque Hernández seguía observándole—. Tampoco se han perdido nada del otro mundo.
—Puede que no, por ahora —replicó el entrenador—. Alguien ha venido a verte.
Para una persona que llevaba la mitad de su vida huyendo de su pasado eran como palabras de una pesadilla. Neil se puso en pie de un salto y se colgó la bolsa al hombro, pero el roce de un zapato detrás de él le avisó de que era demasiado tarde para escapar. Al girarse, vio a un enorme desconocido parado en el umbral de la puerta del vestuario.
La camiseta de tirantes que llevaba dejaba a la vista unos brazos tatuados con llamas tribales. Tenía una mano metida en el bolsillo de los vaqueros y la otra sostenía una gruesa carpeta. Su postura era desenfadada, pero sus ojos marrones estaban llenos de determinación.
Neil no sabía quién era, lo que significaba que no era de por allí. Millport tenía menos de novecientos orgullosos habitantes. Era un sitio donde todo el mundo estaba al tanto de la vida de los demás. Aquella tendencia al cotilleo tan arraigada le complicaba las cosas a Neil, con todos sus secretos, pero había tenido la esperanza de poder utilizar esa mentalidad de pueblo pequeño como un escudo. Los rumores sobre un extraño deberían haber llegado hasta él antes que aquel desconocido. Millport le había fallado.
—No lo conozco —dijo Neil.
—Es de una universidad —intervino Hernández—. Ha venido a verte jugar en el partido de esta noche.
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