• Competencia pedagógica.
• Madurez y estabilidad emocional.
• Conocimiento de la materia que debe enseñar.
• Comprensión de los procesos de desarrollo del niño.
• Preocupación y respeto hacia las personas de los alumnos.
• Capacidad de adaptación al equipo docente.
• Toma de conciencia de escuela, situada en su marco social.
• Espíritu abierto y dinámico (Freeman, J., 1993: 204).
Pero no basta con quedarnos con listas exhaustivas de virtudes, que el maestro debe poner al servicio de las capacidades del alumno, si no vamos al fondo de los problemas que más deterioran la identidad de los docentes: su desmotivación, la pérdida de sentido y prestigio social de su trabajo, la falta de puntos referenciales en los criterios y valores, la incertidumbre del futuro de sus metas actuales, etc. (Tedesco, J. C., 1995: 52).
Los niveles de exigencia en la formación han ido determinando en ocasiones un estilo de profesor acomodado, carente de inquietudes y poco creativo. Por este motivo, la formación y actualización psicopedagógica, como propone Coll a propósito de la formación constructivista, “da nuevos recursos al maestro para poder comparar materias curriculares, para elaborar instrumentos de evaluación coherentes con lo que se enseña, para elaborar unidades didácticas, etc. Paralelamente, aporta criterios para comprender lo que ocurre en el aula; por qué un alumno no aprende; por qué esa unidad cuidadosamente planificada no funcionó; por qué, a veces, el profesor no tiene indicadores que le permitan ayudar a sus alumnos” (Coll,C.,1995:20).
De entre todos los posibles campos de estudio del profesor-mediador nos quedamos tan sólo con su rol en la interacción didáctica, en cuyo contexto va a plasmar su identidad y forma de entender la educación.
Atendiendo al papel estricto de organizador de los aprendizajes en el aula que el profesor realiza, encontramos tres funciones diferenciadas: a) el modelo organizador-observador, en él el profesor es transmisor de conocimientos, planifica y organiza las actividades; b) el modelo observador-facilitador permite a los alumnos elegir el qué, cómo y cuándo del proceso de enseñanza-aprendizaje; el profesor se limita a atender las demandas de material o de información que se precisen, y c) el modelo observador-interventor en el que el profesor crea situaciones de aprendizaje con las condiciones necesarias para que el alumno llegue a construir el conocimiento (Martín, E., y Ferrandis, A., 1992: 36).
Pero, más que fijarnos en la necesidad de una mayor profesionalización, nos dice Tedesco que parece más oportuno identificar las principales características del trabajo docente en el marco de los nuevos desafíos educativos. Partiendo de esta consideración propone una serie de rasgos
a) El educador debe sentirse plenamente implicado en el equipo docente, desde la elaboración del proyecto educativo hasta la gestión, negociación, enseñanza, evaluación, investigación, etc.
b) Debe promover la innovación, rompiendo el inmovilismo con compromisos concretos y participación activa en los dominios de su especialidad.
c) Fortalecer los ámbitos donde tiene lugar la formación básica. Esta formación básica demanda mayores niveles de profesionalización, especialmente pedagógica.
d) La evolución acelerada del conocimiento precisará estar muy cerca de donde se produce y se utiliza el conocimiento. Se prefiguran dos sectores de docentes: los “docentes básicos”, encargados de la formación de la estructura cognitiva y personal, y los “docentes especializados”, responsables de la formación en determinados campos.
e) Militancia y compromiso de los docentes con los objetivos de la tarea educativa. Participar en la elaboración del proyecto del centro, adhesión a sus principios y entrega en la tarea de formar la persona de los alumnos en el marco de una propuesta democrática implica asumir los valores de la democracia en forma activa (Tedesco, J. C., 1995: 165).
Lesourne, pensando en la sociedad del 2000, cree que ningún otro oficio ofrece, a largo plazo, consecuencias tan importantes sobre el porvenir de la sociedad (francesa), y aventura un diseño del perfil del docente que espera la sociedad del futuro: “deberá ser un individuo reclutado, a la vez, por su saber y por su capacidad para asumir en plenitud la tarea de educador. Un individuo que haya tenido, con bastante frecuencia, otra experiencia profesional y social. Un individuo a quien se le ofrece una tarea de suficiente variedad para que le resulte estimulante. Un individuo con márgenes de iniciativas reales, decidido a sacar partido, tanto del ejercicio personal de su función como miembro del equipo pedagógico de su establecimiento. Un individuo pronto a reconocer que el ejercicio de su profesión supone una evaluación de las actuaciones tanto personales como colectivas y que admite las consecuencias que de la misma puedan extraerse. Un individuo capaz de influir, por su trabajo, en su remuneración y en su carrera. Un individuo abierto a las múltiples dimensiones de la vida social. Un individuo respetado socialmente, como persona y como profesional” (Lesourne, J., 1993: 319).
En su interesante y ameno recorrido por las vicisitudes entre “aprendiz y maestro”, Pozo sintetiza en cinco las funciones profesionales del maestro y describe con ironía estas diversas profesiones del maestro:
a) maestro proveedor o suministrador de conocimientos;
b) modelo de comportamientos a emular;
c) entrenador de sus aprendices;
d) tutor o guía,
e) asesor de aprendizajes o director de investigación (Pozo, J. I., 1996: 332).
La caracterización del trabajo profesional del educador debe estar enmarcada en el nivel de autoestima que siente, en la autonomía, en la capacidad para asumir responsabilidades, con sus ricas facetas de investigador, intelectual, crítico, creativo, transformador, etc. La realidad del sistema educativo configura estos rasgos.
El profesor ideal
Difícilmente podrá sostenerse un constructo que choca con la realidad de la “cambiante función del profesor” (Goble, N .M., y Porter, J. F., 1980: 87), con las limitaciones que impone la realidad y los condicionamientos de actualización y readaptaciones a las competencias cada día más imprevisibles y dispares.
Incluido en el análisis de la eficacia docente, pero desde la perspectiva que juzga el punto de vista de los alumnos sobre el profesor, encontramos dos dimensiones básicas de la percepción del profesor ideal:
a) la dimensión didáctica (que sepa explicar, que sea justo calificando, etc.)
b) la dimensión pedagógica (orientar, motivar), que confirman el perfil básico deseado por los alumnos.
Existen, además, cinco factores o dimensiones en el constructo del “profesor-ideal” que podrían considerarse como el perfil diferenciador y que están asociados a algunas características de los alumnos (sexo, clase social, tipo de centro, rendimiento, etc.). Tales factores o dimensiones son: físico-deportiva; personal y de relación; humorística; de imposición y exigencia y organizativa (Egido, I., et alt., 1993: 62).
El ideal para Stenhouse es convertir a todo profesor en investigador de su propia actuación docente (Stenhouse, L. 1991: 195), de la escuela y de sus propios compañeros, para aumentar progresivamente en la comprensión de su propia labor y en el perfeccionamiento de la enseñanza. El educador aprende cada día, se modifica a medida que quiere estar al nivel que demandan sus educandos, constata los hallazgos de la investigación sobre las experiencias de enseñanza aprendizaje y los incorpora a la práctica docente (Martínez, C., 1993: 50).
Читать дальше