Pero ¿quién hace el mismo trabajo masivo de búsqueda de los futuros cracks de la ciencia, de las nuevas estrellas de la ingeniería, de los genios del arte? La manifiesta desigualdad de oportunidades hace que en estos casos la búsqueda funcione de forma relativamente eficiente solo en el subgrupo económicamente más acomodado de la población; en contraste, los talentos en los estratos más pobres terminan no aflorando, se desperdician. Ciertamente, en ocasiones alguien se filtra a costa de un gigantesco esfuerzo e inusual talento, pero para la gran mayoría las barreras son demasiado altas. Está claro que el desperdicio de esos talentos tiene que tener consecuencias. En fútbol sería una selección nacional sin chances en las competencias internacionales; en economía las consecuencias son menor crecimiento, menor desarrollo y menor bienestar.
De la desigualdad a la pobreza
Hemos insistido en que la pobreza y la desigualdad son dos fenómenos relacionados, pero conceptualmente distintos. También acordamos sin mayores controversias que la pobreza es un mal social, mientras que ubicar a la desigualdad en esa categoría requiere de un mayor esfuerzo argumental. Estamos, de hecho, desarrollando un primer argumento en ese sentido: la desigualdad tiene consecuencias nocivas sobre otros fenómenos como la cohesión social, la seguridad, la estabilidad y el crecimiento. Agreguemos a esta lista la conexión entre desigualdad y pobreza.
Un ejemplo simple puede ser útil para entender este vínculo. Supongamos una sociedad compuesta por dos personas, Andrea y Belén, que obtienen ingresos de 300 y 1.200 pesos, respectivamente. Asumamos que esa brecha está enteramente justificada por sus diferencias en méritos: Belén es probadamente más talentosa, esforzada, responsable, creativa y perseverante que Andrea, y en consecuencia logra alcanzar un ingreso superior. Es posible que en este escenario particular la desigualdad no nos resulte éticamente preocupante. Ahora bien, asumamos que la línea de pobreza es de 400 pesos. En ese caso Andrea sufre de privaciones materiales, ya que su ingreso es solo de 300 pesos: con esos recursos no alcanza a satisfacer sus necesidades básicas, padece hambre y sus condiciones de vivienda son precarias. Aunque no nos resulte objetable per se , la estructura desigual de ingresos está asociada a una situación de pobreza. Si, por ejemplo, los ingresos fueran 500 y 1.000, en lugar de 300 y 1.200, entonces Andrea no sufriría privaciones. Una forma de combatir el fenómeno éticamente condenable de la pobreza es a través de políticas que modifiquen la estructura de remuneraciones; en este ejemplo, políticas que transfieran ingresos de Belén a Andrea, aun cuando el proceso que genera esa estructura inicial de ingresos no nos parezca éticamente objetable. Cierto nivel elevado de desigualdad, aunque quizás justificable, no es compatible con un objetivo social superior: la ausencia de pobreza.
Las razones discutidas hasta ahora tienen un elemento en común: nos molesta la desigualdad por sus consecuencias, por sus implicancias sobre otros fenómenos como el crecimiento, la inseguridad o la pobreza. Pero existe una razón más profunda para preocuparse por las brechas económicas: la desigualdad puede ser un mal en sí mismo, independientemente de que tenga o no consecuencias sobre otros factores. Pero ¿qué hay de intrínsecamente malo en la desigualdad?
La desigualdad económica nos preocupa cuando pensamos que es injusta, cuando es signo de inequidad. Pero ciertamente no toda desigualdad es inequitativa. Aunque etimológicamente las dos palabras provengan del latino Aequitas , la diosa del comercio justo y de los comerciantes honestos en la mitología romana, desigualdad e inequidad no son sinónimos.
Desigualdad es un término descriptivo: que el ingreso de una persona sea igual o no al ingreso de otra persona es un hecho de la realidad, objetivo, factible de comprobar sin involucrar ningún juicio de valor. En contraste, inequidad es un concepto normativo. Para evaluar a una situación de desigualdad de ingresos como justa o injusta es necesario tomar una posición ética que, o bien desestime las diferencias de ingreso por juzgarlas justificadas, o bien las considere moralmente cuestionables.
Lógicamente esta posición ética es subjetiva: depende de juicios de valor personales. Pero, afortunadamente, las normas éticas no difieren tanto entre las personas, al menos a cierto nivel básico. En las sociedades modernas las diferencias de ingresos que se explican solo por esfuerzo o talento no generan mayores controversias; en cambio las que provienen de una marcada desigualdad de oportunidades o de situaciones de discriminación o corrupción son motivo de preocupación. Si una persona A tiene características personales (talento, disposición al esfuerzo, perseverancia) semejantes a otra persona B, pero no puede acceder a la misma posición económica por falta de oportunidades o por discriminación, entonces la situación de desigualdad resultante entre A y B será evaluada como injusta.
No es difícil pensar en situaciones del mundo real en las que una persona disfruta de un nivel de vida muy superior al de otra como consecuencia solo de la suerte de haber nacido en un hogar afluente o de pertenecer a algún grupo de poder, o peor, como resultado de involucrarse en conductas de violencia o corrupción. En esos casos la desigualdad es ciertamente inequitativa: molesta nuestro sentido de justicia. ¿Cómo no rebelarse ante el contraste, muchas veces visible en cualquier ciudad grande latinoamericana, entre la mansión amurallada del hijo de algún magnate con fortuna de dudoso origen y el hacinamiento a pocas cuadras de personas que ni siquiera tuvieron la oportunidad de terminar la escuela secundaria? Esas brechas son difíciles de justificar: la desigualdad, en tanto evoque esas situaciones, es un fenómeno inaceptable.
Pero no todas las desigualdades económicas tienen ese origen.
Supongamos dos hermanos mellizos que fueron criados en la misma familia, con las mismas oportunidades. Uno de ellos elige esforzarse, primero en el estudio y luego en el trabajo, resignando horas a otras actividades para progresar económicamente; el otro, en cambio, elige una vida menos sacrificada, abandonando antes el estudio y trabajando solo lo necesario. Como resultado de estas elecciones, el primer hermano tiene un ingreso más alto y posiblemente pase el resto de su vida en una posición económica más acomodada. Claramente, existe desigualdad económica entre estos dos hermanos, pero ¿es en este caso la desigualdad objetiva un signo de inequidad, que merece acciones reparadoras? Seguramente para muchos de los lectores la respuesta sea negativa. Más aún, muchos argumentarán que la desigualdad del ejemplo es deseable: es justo que si los dos hermanos se esfuerzan distinto, sus premios económicos difieran.
El ejemplo de los mellizos es extremo, pero ilustra un punto importante: dado que el ingreso, la riqueza y otras variables económicas son en parte consecuencia de decisiones personales sobre esfuerzo, sacrificio y toma de riesgos, las diferencias que resultan de estas elecciones no son necesariamente injustas y, en consecuencia, no es evidente que deban ser motivo de preocupación ni de políticas compensatorias. Es posible que parte de la desigualdad económica en una sociedad no sea injusta. Desigualdad e inequidad no son sinónimos: una situación puede ser desigual y equitativa a la vez.
Pocas dudas caben de que Messi es uno de los jugadores de fútbol más grandes de todos los tiempos (a mi juicio, el más grande, pero no quiero perder lectores por discusiones futbolísticas). Múltiples balones de oro y otros galardones lo distinguen nítidamente por sobre el resto de sus colegas actuales y sobre los del pasado. La presencia o no de Messi en un partido afecta la concurrencia al Camp Nou, el estadio del FC Barcelona donde juega el delantero argentino, e incide sensiblemente sobre la audiencia televisiva mundial del partido. *A nadie extraña que los ingresos de Messi sean altos. Lo que es más importante para la discusión de este capítulo: a pocos les molesta que los ingresos de Messi sean más altos que los de otros delanteros en otros equipos del mundo. La razón de la aceptación de esta desigualdad de ingresos manifiesta entre futbolistas proviene de la evaluación de sus causas. En el caso de Messi, la causa es una objetiva diferencia de talento para jugar al fútbol comparado con sus colegas. En general, todos tendemos a aceptar como justas diferencias en premios que respondan con claridad a méritos comprobables, independientemente de donde estos provengan, incluso de ventajas genéticas completamente ajenas a la voluntad o el esfuerzo de las personas.
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