Carmen Gloria Fenieux y - Sexo y psicoanálisis

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El libro Sexo y Psicoanálisis, una mirada a la intimidad adulta inicia el proyecto editorial colección Juegos Analíticos de Grupo Winnicott Chile. Se plasman aquí reflexiones teóricas y clínicas de distintos autores que presentan perspectivas actuales y personales sobre este tema central para el psicoanálisis. Se enfoca la sexualidad, no solo en su aspecto pulsional o simbólico, sino que también desde la materialidad de la genitalidad y de la sexualidad como un acto. Los editores de este libro Carmen Gloria Fenieux C., y Rodrigo Rojas J., quienes, a su vez, son autores de algunos capítulos del mismo, invitaron a otros psicoanalistas a retomar la sexualidad desde esta perspectiva, orientados principalmente por la tradición del pensamiento de Donald W. Winnicott.

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Esta intimidad a la que aludo es el último sentido de todo lo que pueda investigarse sobre sexualidad. Como lo afirmaba en una ponencia, “es, precisamente, en el registro de lo diferencial donde se logra la sexualidad. La sexualidad como exposición de lo vivo. Si lo pensamos, la mismidad es sinónimo de muerte”. Y la intimidad requiere de otro, aún en el ámbito masturbatorio, ya sea como fantasía o como realidad.

Por otra parte el concepto de sublimación, ya desde Freud, ha constituido, para la pulsión una verdadera carta de presentación en el campo de lo cultural, vale decir el ámbito de lo otro. Siempre este concepto me ha merecido dudas, en tanto representa un modo aceptable socialmente de considerar un término como “pulsión” que, supuestamente, atenta contra la civilidad. Creo que tomar en cuenta la sublimación incluye acomodar socialmente todo aquello que en nuestra diversidad cotidiana se da como primario o primitivo, como si lo primario o primitivo debiera estar excluido de una evolución social deseable. De hecho la intimidad es considerada por algunos como el ámbito en el cual se puede permitir, por acuerdo de la pareja, todo aquello que fuera de ella sería perverso. Vale decir en la intimidad se sublimaría, según este criterio, lo perverso.

Entender así las cosas confirma toda aquella actitud respecto de la sexualidad que la sitúa como algo que requiere de ciertas condiciones para ser aceptable culturalmente. Recuerdo como un sacerdote, bastante liberal (lo que no es decir mucho) nos señalaba, durante mi pubertad, que lo sexual podía incluir cualquier tipo de licencias, siempre y cuando ocurrieren dentro del matrimonio. Se trataba, me imagino, de la tolerancia a la sexualidad en función de la sublimación.

Todo esto merece preguntarse sobre lo peculiar de la sexualidad que implica consideraciones sobre ella tan rebuscadas, al punto que se plantean requisitos especiales para poder llevarla a cabo con libertad. En este sentido la noción de intimidad corre el riesgo de convertirse en una condición para realizar aquello que fuera de ella no podría realizarse. Sin duda esto es obvio y necesario. Sin embargo formular tal cosa, introduce subrepticiamente un rasgo de adecuación que puede convertirse en vehículo de una forma más de la represión. Pese a que , sin duda, la conducta sexual requiere de acomodaciones conductuales, la alusión a la intimidad conlleva un matiz valorativo que incide en qué es permitido y qué no, aunque la afirmación sea que en la intimidad se permite todo.

Es como si se planteara que en la intimidad se “puede” dar la perversión. Término este último que acompaña tácitamente al concepto de sexualidad, como si en su ejercicio se estuviere siempre en los lindes de lo perverso. Aludo a esto porque me parece enigmática la razón por la cual el ser humano que, obviamente, como tal practica frecuentemente la sexualidad, le atribuye estas condiciones que hacen necesario calificar su modo de ser normal.

En otro escrito abordé este tema. Si asumimos el modo cómo pensamos la perversión. Cómo hablamos de la perversión. Lo que decimos de la sexualidad. ¿Nos es propio? ¿Porqué ocurre que la culpa esté tan ligada al ejercicio de la sexualidad, aún cuando ésta se ejerza exclusivamente en el cuerpo de uno? ¿Porqué muchos sienten culpa cuando, en el ejercicio de sus derechos básicos, deciden compartir con otro, el gozo de su propios cuerpos? ¿Porqué puede darse el remordimiento cuando la sexualidad se ejerce sin abuso de nadie, sin engaño? ¿dónde está legitimado el juez que condena el acto por el acto mismo? ¿de dónde proviene su poder? ¿No es algo que proviene, entonces, de un Gran Otro inconsciente, enredado en la historia, en las tradiciones, en los idiomas, en la geografía, en las costumbres, en los climas, articulado simbólicamente en un discurso que nos funda y que nos abre a lo humano?

Sexualidad y perversión tienden a mezclarse imaginariamente de alguna manera. Esto debería abrirnos a la pregunta sobre lo que representa la sexualidad en nuestra condición humana. ¿Qué tiene en su condición más profunda, que nos inclina a optar por normarla, antes que asumirla?

El concepto de pulsión es eminentemente psicoanalítico y, sin duda, especulativo. Sobre todo el concepto de pulsión de muerte. No está consagrado por la comprobación o la evidencia. Sólo permite pensar en el enigma de nuestra existencia, algo que no es posible hacer cuando se logra el acuerdo de la prueba empírica. Cuando la prueba empírica valida o invalida una afirmación, se detiene el pensar. La pulsión es, en cambio, un concepto que se toma o se deja, no se comprueba. Por ver hasta donde llega, diría Freud. La pulsión, que no es el instinto, es concebida actualmente por algunos analistas, como un empuje del sujeto hacia algo que el otro demanda, pero que es vivido como si naciera de sí mismo.

Vale decir que el concepto de pulsión nos permite pensar en aquello que nos mueve ciega, mudamente, hacia algo que se representa como una meta, aunque tal representación sólo disfraza la ceguera del empuje. Es un empuje individual, no de la especie, como el instinto, un empuje que responde a la demanda de lo otro, no a la propia demanda. Cuando Heidegger afirma que la única diacronía tempórea está en la muerte, nos permite pensar como psicoanalistas en esto de la pulsión de muerte. Podría decir que estamos volcados pulsionalmente hacia la muerte. Demandados por ella. Es un horizonte que nos atrae, siendo esta atracción el motor de lo que nos apega a la vida, entendida como un rodeo, un apremio, como una postergación de aquello que se define como último y primordial sentido. Lo que intento decir, con estas aclaraciones, es que en el tema de la perversión, la energía de lo sexual, como vitalidad, sería alterada por esta supuesta pulsión de muerte. La muerte sería el Gran otro de la sexualidad. Su vacío. Su vértigo.

Pienso que el perverso es llevado a su condición por profundas angustias que se remontan a carencias básicas en su origen. Presumiré, en todo origen, la presencia casi pura de esta pulsión de muerte, entendida como la demanda de esa inmediatez con la muerte. Esta demanda sólo se mediatiza cuando hay un ambiente que contiene y que favorece progresivamente el despliegue de una estructura que posiciona al Sujeto y de un Yo que evoluciona y se transforma, según las posibilidades de tal ambiente.

La intimidad de la sexualidad conlleva desarrollar sentidos que fuera de ella se calificarían como perversos, implicando esto que la intimidad se inscribe como una condición que asume y normaliza lo que, en otras condiciones se considera perverso. Me interesa esto por la mencionada asociación entre perversidad y libertad. Pareciera que, muy en el fondo, darse la libertad de ser en todas las particulares formas de la individualidad tiene este trasfondo valorativo que apunta a lo perverso.

El logro de una estructura y de un sistema yoico implica la vivencia de los límites que provienen del discurso que nos saca de la continuidad en el comienzo. Todo lenguaje discontinúa la continuidad originaria. Hace cortes, determina principios de identidad para poder hablar y poder actuar. El principìo de identidad dice: “Lo que es, es y lo que no es, no es”. Es una prohibición al pensar como se me antoje. Se discontinúa la omnipotencia, articulándola en una estructura.

Freud, antes de perfilar el campo del psicoanálisis, en 1895, afirmó en su “Proyecto de una psicología para neurólogos” que “la arquitectura del sistema nervioso serviría al apartamiento y su función a la descarga.” Esta arquitectura se da a través de los ordenamientos de la forma. Por alguna razón, que probablemente tendría que ver con fracasos ambientales, el perverso no se somete a tales dependencias y cortes. Queda, por esto, en los lindes entre la atracción de la muerte y la presencia de la vida. Lo más propio de la perversión es, al decir de Chasseguet-Smirguel, el gozo en la mezcla de todo, de las generaciones, de los sexos, de los orificios del cuerpo. Las mezclas, tan lejos de los ideales cartesianos de mantenerse en ideas claras y distintas. El gozo en el pensar “todo mezclado”, como diría Guillén, implica la mezcla de la continuidad de la muerte con el placer de la diferenciación de la vida. “Uno mandando y otro mandado, todo mezclado”, dicen los versos.

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