Louisa May Alcott - 100 Clásicos de la Literatura

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Hubo cierta dificultad, al principio, al tratar otro asunto. Hablaban del accidente de Lyme. No hacía cinco minutos de la llegada de Lady Russell, el día anterior, cuando fue informada en detalle de todo lo ocurrido, pero ella deseaba averiguar más, conocer las particularidades, lamentar la imprudencia y el fatal resultado, y naturalmente el nombre del capitán Wentworth debía ser mencionado por las dos. Ana tuvo conciencia de que no tenía ella la presencia de ánimo de Lady Russell. No podía pronunciar el nombre y mirar a la cara a Lady Russell hasta no haberle informado brevemente a ésta de lo que ella creía existía entre el capitán y Luisa. Cuando lo dijo, pudo hablar con más tranquilidad.

Lady Russell no podía hacer más que escuchar y desear felicidad a ambos. Pero en su corazón sentía un placer rencoroso y despectivo al pensar que el hombre que a los veintitrés años parecía entender algo de lo que valía Ana Elliot, estuviera entonces, ocho años más tarde, encantado por una Luisa Musgrove.

Los primeros tres o cuatro días pasaron sin sobresaltos, sin ninguna circunstancia excepcional, como no fueran una o dos notas de Lyme, enviadas a Ana, no sabía ella cómo, y que informaban satisfactoriamente de la salud de Luisa. Pero la tranquila pasividad de Lady Russell no pudo continuar por más tiempo, y el ligero tono amenazante del pasado volvió en tono decidido:

-Debo ver a Mrs. Croft; debo verla pronto, Ana. ¿Tendrá usted el valor de acompañarme a visitar aquella casa? Será una prueba para nosotras dos.

Ana no rehusó; muy por el contrario, sus sentimientos fueron sinceros cuando dijo:

-Creo que usted será quien sufra más. Sus sentimientos son más difíciles de cambiar que los míos. Estando en la vecindad, mis afectos se han endurecido.

Podrían haber dicho algo más sobre el asunto. Pero tenía tan alta opinión de los Croft y consideraba a su padre tan afortunado con sus inquilinos, creía tanto en el buen ejemplo que recibiría toda la parroquia, así como de las atenciones y alivio que tendrían los pobres, que, aunque apenada y avergonzada por la necesidad del reencuentro, no podía menos que pensar que los que se habían ido eran los que debían irse, y que, en realidad, Kellynch había pasado a mejores manos. Esta convicción, desde luego, era dolorosa, y muy dura, pero serviría para prevenir el mismo dolor que experimentaría Lady Russell al entrar nuevamente en la casa y recorrer las tan conocidas dependencias.

En tales momentos Ana no podría dejar de decirse a sí misma: “¡Estas habitaciones deberían ser nuestras! ¡Oh, cuánto han desmerecido en su destino! ¡Cuán indignamente ocupadas están! ¡Una antigua familia haber sido arrojada de esa manera! ¡Extraños en un lugar que no les corresponde!” No, por cierto, con excepción de cuando recordaba a su madre y el lugar en que ella acostumbraba sentarse y presidir. Ciertamente no podría pensar así.

Mrs. Croft la había tratado siempre con una amabilidad que le hacía sospechar una secreta simpatía. Esta vez, al recibirla en su casa, las atenciones fueron especiales.

El desgraciado accidente de Lyme fue pronto el centro de la conversación. Por lo que sabían de la enferma era claro que las señoras hablaban de las noticias recibidas el día anterior, y así se supo que el capitán Wentworth había estado en Kellynch el último día (por primera vez desde el accidente) y de allí había despachado a Ana la nota cuya procedencia ella no había podido explicar, y había vuelto a Lyme, al parecer sin intenciones de volver a alejarse de allí. Había preguntado especialmente por Ana. Había hablado de los esfuerzos realizados por ella, ponderándolos. Eso fue hermoso... y le causó más placer que cualquier otra cosa.

En cuanto a la catástrofe en sí misma, era juzgada solamente en una forma por las tranquilas señoras, cuyos juicios debían darse sólo sobre los hechos. Concordaban en que había sido el resultado de la irreflexión y de la imprudencia. Las consecuencias habían sido alarmantes y asustaba aun pensar cuánto había sufrido ella; con una rápida mirada alrededor después de curada, cuán fácil sería que continuara sufriendo del golpe. El almirante concretó todo esto diciendo:

-¡Ay, en verdad es un mal negocio! Una nueva manera de hacer la corte es ésta. ¡Un joven rompiendo la cabeza a su pretendida! ¿No es así, miss Elliot? ¡Esto sí que se llama romper una cabeza y hacer una bonita mezcla!

Las maneras del almirante Croft no eran del agrado de Lady Russell, pero encantaban a Ana. La bondad de su corazón y la simplicidad de su carácter eran irresistibles.

-En verdad esto debe de ser muy malo para usted -dijo de pronto, como despertando de un ensueño-, venir y encontrarnos aquí. No había pensado en ello antes, lo confieso, pero debe de ser muy malo... Vamos, no haga ceremonias. Levántese y recorra todas las habitaciones de la casa, si así lo desea.

-En otra ocasión, señor. Muchas gracias, pero no ahora.

-Bien, cuando a usted le convenga. Puede recorrer cuanto guste. Ya encontrará nuestros paraguas colgando detrás de la puerta. Es un buen lugar, ¿verdad? Bien -recobrándose-, usted no creerá que éste es un buen lugar porque ustedes los guardaban siempre en el cuarto del criado. Así pasa siempre, creo. La manera que tiene una persona de hacer las cosas puede ser tan buena como la de otra, pero cada cual quiere hacerlo a su manera. Ya juzgará usted por sí misma, si es que recorre la casa.

Ana, sintiendo que debía negarse, lo hizo así, agradeciendo mucho.

-¡Hemos hecho pocos cambios, en verdad! -continuó el almirante, después de pensar un momento-. Muy pocos. Ya le informamos acerca del lavadero, en Uppercross. Esta ha sido una gran mejora. ¡Lo que me sorprende es que una familia haya podido soportar el inconveniente de la manera en que se abría por tanto tiempo! Le dirá usted a Sir Walter lo que hemos hecho y que mister Shepherd opina que es la mejora más acertada hecha hasta ahora. Realmente, hago justicia al decir que los pocos cambios que hemos realizado han servido para mejorar el lugar. Mi esposa es quien lo ha dirigido. Yo he hecho bien poco, con excepción de quitar algunos grandes espejos de mi cuarto de vestir, que era el de su padre. Un buen hombre y un verdadero caballero, cierto es, pero... yo pienso, señorita Elliot -mirando pensativamente-, pienso que debe haber sido un hombre muy cuidadoso de su ropa, en su tiempo. ¡Qué cantidad de espejos! Dios mío, uno no podía huir de sí mismo. Así que pedí a Sofía que me ayudara y pronto los sacamos del medio. Y ahora estoy muy cómodo con mi espejito de afeitar en un rincón y otro gran espejo al que nunca me acerco.

Ana, divertida a pesar suyo, buscó con cierta angustia una respuesta, y el almirante, temiendo no haber sido bastante amable, volvió al mismo tema.

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