El capitán Harville no era buen lector, pero había hecho sitio para unos bonitos estantes que contenían los libros del capitán Benwick, y los había adornado. Su cojera le impedía hacer mucho ejercicio, pero su ingenuidad y su deseo de ser útil lo hacían ocuparse constantemente en algo. Engomaba, hacía oficios de carpintero, barnizaba, construía juguetes para los niños, renovaba agujas y alfileres y remendaba, en los ratos perdidos, su red de pescar, que descansaba en uno de los extremos del cuarto.
Cuando se fueron de la casa, Ana pensó que dejaba atrás una gran felicidad; y Luisa, mientras caminaban juntas, tuvo explosiones de admiración y contento al referirse a la Marina -su manera de ser afectuosa, su camaradería, su franqueza y su dignidad-, convencida de que eran los hombres mejores y más cariñosos de Inglaterra; que solamente ellos sabían vivir, solamente ellos merecían ser respetados y amados.
Regresaron a vestirse para la cena y el proyecto había dado tan buenos frutos que nada estaba fuera de lugar, a pesar de que “no era la estación”, y de “no ser tiempo de recorrer Lyme”, y “de no esperar compañía”, como decían los dueños de la posada.
Por entonces se sintió Ana menos inclinada a la compañía del capitán Wentworth de lo que en un principio pudo imaginarse, y el sentarse a la misma mesa con él y el intercambio de cortesías propias de la ocasión (nunca fueron más allá) carecían para ella de todo significado. Las noches eran demasiado oscuras para que las señoras se visitaran a horas que no fueran las de la mañana, pero el capitán Harville había prometido una visita por la noche.
Llegó con su amigo, que era una persona más importante de lo que esperaban, estando todos de acuerdo en que el capitán Benwick parecía perturbado por la presencia de tantos desconocidos. Volvió entre ellos de nuevo, aunque su ánimo no parecía adecuarse a la alegría de aquella reunión.
Mientras los capitanes Wentworth y Harville hablaban en un extremo del cuarto y, recordando viejos tiempos, narraban abundantes anécdotas para entretener al auditorio, sucedió que Ana se sentó más bien lejos, con el capitán Benwick, y un impulso muy bueno de su naturaleza la forzó a entablar relación con él. Benwick era tímido y con tendencia a ensimismarse, pero la encantadora dulzura del rostro de ella y la amabilidad de sus modales pronto surtieron efecto, y Ana fue recompensada en su primer esfuerzo de aproximación. El joven gustaba mucho de la lectura, sobre todo de la poesía, y, además de la certeza de haberle proporcionado una velada agradable al hablar de temas por los cuales sus compañeros no sentían posiblemente ninguna inclinación, ella tenía la esperanza de serle útil en algunas observaciones, como el deber y la utilidad de luchar contra las penas morales, tema que había surgido con naturalidad de su conversación. Era tímido, pero no reservado, y parecía contento de no tener que reprimir sus sentimientos, habló de poesía, de la riqueza de la actual generación, e hizo una breve comparación entre los poetas de primera línea, procurando decidirse por Marmion, o La dama del lago, analizó el valor de Giauor y La doncella de Abydos, y además, señalo cómo debía pronunciarse Giauor, demostrando estar íntimamente relacionado con los más tiernos poemas de tal poeta y las apasionadas descripciones de desesperado dolor en tal otro. Repetía con voz trémula los versos que describían un corazón deshecho, o un espíritu herido por la maldad, y se expresaba con tal vehemencia, que ella deseó que el joven no sólo leyera poesía, y dijo que la desgracia de la poesia era el no poder ser gozada impunemente por aquellos que de ella gozaban en verdad, y que los violentos sentimientos que permitían apreciarla eran los mismos sentimientos que debían aconsejarnos la prudencia en su manejo.
Como el rostro de él no pareciera afligido, sino, por el contrario, halagado por esta alusión, Ana se atrevió a proseguir, y consciente del derecho que le daba una mayor madurez mental, se animó a recomendarle que leyera más obras en prosa, y al preguntarle el joven qué clase de obras, sugirió ella algunas obras de nuestros mejores moralistas, algunas colecciones de nuestras cartas más hermosas, algunas memorias de personas dignas y golpeadas por el dolor, que le parecieron en ese momento indicadas para elevar y fortificar el ánimo por medio de sus nobles preceptos y los ejemplos más vigorosos de perseverancia moral y religiosa.
El capitán Benwick escuchaba con toda atención y parecía agradecer aquel interés, y a pesar de que con una sacudida de la cabeza y algunos suspiros expresó su poca fe en la eficacia de tales lecturas para curar un dolor como el suyo, tomó nota de los libros recomendados, prometiendo obtenerlos y leerlos.
Al finalizar la velada, Ana no pudo menos que pensar con ironía en la idea de haber ido a Lyme a aconsejar paciencia y resignación a un joven que nunca había visto; ni pudo dejar de pensar, reflexionando más seriamente, que semejando a grandes moralistas y predicadores, había sido ella muy elocuente sobre un punto en el que su propia conducta dejaba algo que desear.
CAPITULO XII
Ana y Enriqueta, las primeras en levantarse al día siguiente, acordaron bajar a la playa antes de desayunar. Llegaron a las arenas y contemplaron el ir y venir de las olas, a las que la brisa del sudeste hacia lucir con toda la belleza que permitía una playa tan extensa. Alabaron la mañana, se regocijaron con el mar, gozaron de la fresca brisa y guardaron silencio, hasta que Enriqueta, súbitamente, empezó a hablar.
-¡Oh, sí! Estoy convencida de que, salvo raras excepciones, el aire de mar siempre es bueno. No cabe duda de que ha sido muy beneficioso para el doctor Shirley después de su enfermedad, que tuvo lugar hace un año en la primavera. El dice que un mes de permanencia en Lyme le ayuda más que todas las medicinas, y que el mar lo hace sentirse rejuvenecido. Pienso que es una lástima que no viva siempre junto al mar. Yo creo que debería dejar Uppercross para siempre y fijar su residencia en Lyme. ¿No le parece, Ana? ¿No cree usted, como yo, que sería lo mejor que podría hacer, tanto para él como para Mrs. Shirley? El tiene primos aquí, y muchos conocidos que harían la estadía de ella muy animada, y estoy segura de que ella estaría contenta de vivir en un lugar donde puede tener a mano los cuidados médicos en caso de volver a enfermar. En verdad, creo que es muy triste que personas excelentes como el doctor y su señora, que han pasado toda su vida haciendo el bien, gasten sus últimos días en un lugar como Uppercross, donde, aparte de nuestra familia, están alejados del mundo. Me gustaría que sus amigos le propusieran esto al doctor: en realidad creo que deberían hacerlo. En cuanto a obtener una licencia, creo que no habría dificultad, dados su edad y su carácter. Mi única duda es que algo pueda persuadirlo a abandonar su parroquia. ¡Es tan severo y escrupuloso! Demasiado escrupuloso, en realidad. ¿No piensa usted lo mismo, Ana? ¿No cree usted que es un error que un clérigo sacrifique su salud por deberes que podrían ser igualmente bien cumplidos por otra persona? Por otra parte, estando en Lyme a una distancia de diecisiete millas, podría oír de inmediato las noticias de cualquier irregularidad que sobreviniere.
Ana sonrió más de una vez para sí misma al oír estas palabras, y se interesó en el tema procurando ayudar a la joven como antes lo había hecho con Benwick, aunque en este caso la ayuda era sin importancia, pues ¿qué podía ofrecer que no fuera un asentimiento general? Dijo todo lo que era razonable y propio al respecto; estuvo de acuerdo en que el doctor Shirley necesitaba reposo; comprendió cuán deseable era que tomara los servicios de algún joven activo y respetable como párroco, y fue tan cortés que insinuó la ventaja de que el dicho párroco estuviese casado.
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