Luisa había abierto una vez los ojos, pero volvió a cerrarlos; parecía del todo inconsciente. Esta prueba de vida había sido, sin embargo, útil a su hermana. Enriqueta, absolutamente incapaz de permanecer en el mismo cuarto con Luisa, entre el miedo y la esperanza, no podía recobrar sus sentidos. María, por su parte, parecía calmarse poco a poco.
El médico llegó antes de lo que parecía posible. Todos sufrieron horrores mientras duró el examen, pero el cirujano no perdió la esperanza. La cabeza había recibido una seria contusión, pero había visto contusiones más graves que no habían resultado fatales; en modo alguno parecía descorazonado: hablaba confiadamente.
Nadie se había atrevido a concebir un desenlace que no fuese desgraciado. De allí la dicha profunda y silenciosa experimentada por todos, después de dar gracias al cielo.
El tono y la mirada con que el capitán Wentworth dijo: “¡A Dios gracias!”, fueron algo que Ana jamás olvidaría. Tampoco habría de olvidar cuando, más tarde, con los brazos cruzados sobre la mesa, como vencido por sus emociones, parecía querer calmarse por medio de la oración y la reflexión.
Los miembros de Luisa estaban a salvo; sólo la cabeza había sido dañada. Era el momento, entonces, de pensar qué convenía hacer para resolver la situación general planteada. Podían ahora hablar y consultarse. Que Luisa debía quedarse allí, a pesar de la molestia que experimentaban todos de abusar de los Harville, era algo que no admitía dudas. Llevársela era imposible. Los Harville silenciaron todo escrúpulo, y, en cuanto les fue posible, toda gratitud. Habían preparado y arreglado todo antes que los demás tuvieran tiempo de pensar. El capitán Benwick les dejaría su habitación y conseguiría una cama en cualquier parte; todo estaba arreglado. El único problema era que la casa no podía albergar a más gente. Sin embargo, “poniendo a los niños en la habitación de la criada” o “colgando una cortina de alguna parte”, podían albergarse dos a tres personas si es que deseaban quedarse. En cuanto a la asistencia de la señorita Musgrove, no debía haber ningún reparo en dejarla enteramente bajo el cuidado de la señora Harville, quien era una enfermera experimentada, y también lo era su criada, quien la había acompañado a muchos sitios y estaba a su servicio desde hacía tiempo. Entre las dos la atenderían día y noche. Todo esto fue dicho con verdad y sinceridad irresistibles.
Carlos, Enriqueta y el capitán Wentworth consultaban algo entre ellos: Uppercross, la necesidad de que alguien vaya a Uppercross... dar las noticias..., la sorpresa de los señores Musgrove a medida que el tiempo pasaba sin verlos llegar..., el haber tenido que partir hacía una hora..., la imposibilidad de estar allí a una hora razonable... Al principio no podían más que exclamar, pero después de un rato dijo el capitán Wentworth:
-Debemos decidirnos ahora mismo. Todo minuto es precioso. Alguien debe ir a Uppercross; Musgrove, usted o yo debemos ir.
Carlos asintió, pero declaró que no deseaba ir. Molestaría lo menos posible a los señores Harville, pero de ninguna manera deseaba o podía abandonar a su hermana en ese estado. Así lo había decidido; Enriqueta, por su parte, declaró lo mismo. Sin embargo, muy pronto se la hizo cambiar de idea. ¡La inutilidad de su estadía!... ¡Ella, que no había sido capaz de permanecer en la habitación de Luisa, o mirarla, con aflicciones que la tornaban inútil para cualquier ayuda eficaz! Se la obligó a reconocer que no podía hacer nada bueno. Pese a ello no quería partir hasta que se le recordó a sus padres; consintió entonces, deseosa de volver a casa.
Ya estaba el plan arreglado, cuando Ana, volviendo en silencio del cuarto de Luisa, no pudo menos que oír lo que sigue, porque la puerta de la sala estaba abierta:
-Está, pues, arreglado, Musgrove - decía el capitán Wentworth-, usted se quedará aquí y yo acompañaré a su hermana a casa. La señora Musgrove, naturalmente, deseará volver junto a sus hijos. Para ayudar a la señora Harville no es necesario más que una persona, y si Ana quiere quedarse, nadie es más capaz que ella en estas circunstancias.
Ana se detuvo un momento para reponerse de la emoción de oírse nombrar. Los demás asintieron calurosamente las palabras del capitán, y entonces entró Ana.
-Usted se quedará, estoy seguro -exclamó él-, se quedará y la cuidará. -Se había vuelto a ella y le hablaba con una viveza y una gentileza tales que parecían pertenecer al pasado. Ana se sonrojó intensamente, y él, recobrándose, se alejó. Ella manifestó al punto su voluntad de quedarse. Era lo que había pensado. Una cama en el cuarto de Luisa, si la señora Harville deseaba tomarse la molestia, era cuanto se precisaba.
Un punto más y todo estaría arreglado. Lo más probable era que los señores Musgrove estuvieran alarmados ya por la tardanza, y como el tiempo que demorarían en llevarlos de vuelta los caballos de Uppercross sería demasiado largo, convinieron entre el capitán Wentworth y Carlos Musgrove que sería mejor que el primero tomase un coche en la posada y dejase el carruaje y los caballos del señor Musgrove hasta la mañana siguiente, cuando además se pudieran enviar nuevas noticias del estado de Luisa.
El capitán Wentworth se apresuraba por su parte en arreglar todo, y las señoras pronto hicieron lo mismo. Sin embargo, cuando María supo del plan, la paz terminó. Se sentía terriblemente ultrajada ante la injusticia de querer enviarla de vuelta y dejar a Ana en el puesto que le correspondía a ella. Ana, que no era parienta de Luisa mientras que ella era su hermana, y le correspondía el derecho de permanecer allí en el lugar que debía ser de Enriqueta. ¿Por qué no había de ser ella tan útil como Ana? ¡Tener que volver a casa, y, para colmo, sin Carlos..., sin su esposo! ¡No, aquello era demasiado poco bondadoso! Al poco rato había dicho más de lo que su esposo podía soportar, y como desde el momento que él abandonaba el plan primitivo nadie podía insistir, el reemplazo de Ana por María se hizo inevitable.
Ana jamás se había sometido de más mala gana a los celos y malos juicios de María, pero así debía hacerse. El capitán Benwick, acompañándola a ella y Carlos a su hermana, partieron en dirección al pueblo. Recordó por un momento, mientras se alejaban, las escenas que los mismos parajes habían contemplado durante la mañana. Allí había oído ella los proyectos de Enriqueta para que el doctor Shirley dejase Uppercross; allí había visto la primera vez a Mr. Elliot; todo ahora desaparecía ante Luisa, para aquellos que se vieran envueltos en su accidente.
El capitán Benwick era muy atento con Ana y, unidos por las angustias pasadas durante el día, ella sentía inclinación hacia él y hasta cierta satisfacción ante el pensamiento de que ésta era quizás una ocasión de estrechar su conocimiento.
El capitán Wentworth los esperaba, y un coche para cuatro, estacionado para mayor comodidad en la parte baja de la calle, estaba también allí. Pero su sorpresa ante el cambio de una hermana por la otra, el cambio de su fisonomía, lo atónito de sus expresiones, mortificaron a Ana, o mejor dicho, la convencieron de que tenía valor solamente en aquello en que podía ser útil a Luisa.
Procuró aparecer tranquila y ser justa. Sin los sentimientos de una Ema por su Enrique, hubiera atendido a Luisa con un celo más allá de lo común, por afecto a él; esperaba que no fuera injusto al suponer que ella abandonaba tan rápidamente los deberes de amiga.
Entre tanto ya estaba en el coche. Las había ayudado a subir y se había colocado entre ellas. De esta manera, en estas circunstancias, llena de sorpresa y de emoción, Ana dejó Lyme. Cómo transcurriría el largo viaje, en qué ánimo estarían, era algo que ella no podía prever. Sin embargo, todo pareció natural. El hablaba, siempre con Enriqueta, volviéndose hacia ella para atenderla o animarla. En general, su voz y sus maneras parecían estudiadamente tranquilas. Evitar agitaciones a Enriqueta parecía lo principal. Sólo una vez, cuando comentaba ésta el desdichado paseo a Cobb, lamentando haber ido allí, pareció dejar libres sus sentimientos:
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