Louisa May Alcott - 100 Clásicos de la Literatura

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La idea al principio fue partir por la mañana y volver por la noche; y así se hubiera hecho de no intervenir mister Musgrove, que pensaba en sus caballos. Por otra parte, pensándolo bien, en el mes de noviembre un solo día no iba a dejar mucho tiempo para conocer el lugar, en especial descontando las siete horas que el mal estado de los caminos requería para ir y volver. Resolvieron entonces pasar la noche en Lyme y no volver hasta el día siguiente a la hora de cenar. Esto fue considerado muchísimo mejor por todo el grupo. Así, a pesar de haberse reunido en la Casa Grande bastante temprano a desayunar, y de la puntualidad general, fue bastante después del mediodía cuando los dos carruajes, el de Mr. Musgrove conduciendo a las cuatro señoras, y el carricoche de Carlos, en que éste llevaba al capitán Wentworth, descendieron la larga colina en dirección a Lyme y entraron en la tranquila calle del pueblo. Era evidente que no hubieran tenido tiempo de recorrerla antes que la luz y el calor del día desaparecieran.

Después de encontrar alojamiento y ordenar la comida en una de las posadas, lo que correspondía hacer, por supuesto, era preguntar el camino del mar. Habían llegado a una altura demasiado avanzada del año para disfrutar de cualquier entretenimiento o variedad que Lyme pudiera proporcionar como lugar público. Las habitaciones estaban cerradas, los huéspedes, retirados; casi no quedaban más familias que las de los residentes; y, como hay muy poco que ver en los edificios por sí mismos, lo único que los paseantes podían admirar era la notable disposición del pueblo, con su calle principal cayendo directamente hacia el mar, el camino a Cobb, rodeando la pequeña y agradable bahía que en el verano tiene la animación que le prestan las casillas de baños y la grata compañía de la gente; por último, Cobb, con sus antiguas maravillas y nuevas mejoras, con la hermosa línea de los riscos destacándose al este de la ciudad; esto, y no otra cosa, era lo que debían buscar los forasteros; y, en realidad, debía ser un forastero muy extraño aquel que viendo los encantos de la población no deseara conocerla mejor para descubrir nuevas bellezas, como los alrededores, Charmouth, con sus alturas y su limpia campiña, y, más aún, su suave bahía retirada, detrás de negros peñascos, con fragmentos de roca baja entre las arenas, en donde podían sentarse tranquilamente para contemplar el flujo y reflujo de la marea.

Las gentes de Uppercross pasaron por delante de las hospederías, entonces desiertas y melancólicas; descendiendo más, se encontraron a orillas del mar, y deteniéndose lo necesario para mirarlo, continuaron su marcha a Cobb, para cumplir con sus respectivos propósitos, tanto ellos como el capitán Wentworth. En una pequeña casa al pie de un viejo pilar, allí colocado desde tiempo inmemorial, vivían los Harville. El capitán Wentworth se volvió para visitar a su amigo, y los demás continuaron su marcha hacia Cobb, donde éste habría de reunírseles más tarde.

No estaban en modo alguno cansados de admirar y vagar. Ni siquiera Luisa creía lejano el tiempo en que se habían separado del capitán Wentworth, cuando vieran regresar a éste acompañado por tres amigos, bien conocidos ya para el grupo a través de las descripciones del capitán, como Mr. y Mrs. Harville y el capitán Benwick, que pasaba una temporada con éstos.

El capitán Benwick había sido primer teniente del Laconia. Al relato que de su carácter había hecho el capitán Wentworth, al cálido elogio que hizo de él, presentándolo como un joven y eximio oficial, a quien apreciaba muchísimo, habían seguido pequeños detalles sobre su vida privada que contribuyeron a volverlo interesante ante los ojos de las señoras. Había estado comprometido en matrimonio con la hermana del capitán Harville, y por entonces lloraba su pérdida. Durante un año o dos habían esperado una fortuna y una mejora de posición. La fortuna llegó, siendo su sueldo de teniente bastante elevado, y la promoción finalmente, pero Fanny Harville no vivió para verlo. Había muerto el año anterior mientras él se encontraba en el mar. El capitán Wentworth creía imposible que un hombre pudiera amar más a una mujer de lo que amó el pobre Benwick a Fanny Harville, o alguien que hubiera sido más profundamente afectado por la terrible realidad. Creía el capitán Wentworth que este joven era de aquellos que sufren intensamente, uniendo sentimientos muy profundos a modales tranquilos, serios y retirados, un decidido gusto por la lectura y una vida sedentaria. Para hacer aún más interesante la historia, su amistad con los Harville se había intensificado a raíz del suceso que hacía imposible para siempre una alianza entre ambas familias, y, a la sazón, podía afirmarse que vivía enteramente en compañía del matrimonio. El capitán Harville había alquilado la casa por medio año; sus gustos, su salud y sus medios económicos no le permitían una residencia lujosa, y, por otra parte, estaba cerca del mar.

La magnificencia del país, el aislamiento de Lyme en el invierno parecían igualmente a propósito para el estado de ánimo del capitán Benwick. La simpatía y la buena voluntad que todos sintieron hacia él fue en realidad grande.

“Y sin embargo -pensó Ana mientras iban al encuentro del grupo- no creo que sufra más que yo. Sus perspectivas de dicha no pueden haber terminado tan absolutamente. Es más joven que yo; más joven de sentimientos en caso de que no lo sea por edad; más joven por ser un hombre. Podrá rehacer su vida y ser feliz con alguna otra.”

Se encontraron, y unos y otros fueron presentados. El capitán Harville era un hombre alto y moreno, con un rostro bondadoso y sensible; cojeaba un poco, y su falta de salud y sus facciones más duras le hacían parecer de más edad que el capitán Wentworth. El capitán Benwick parecía, y era, el más joven de los tres, y comparado con los otros dos era un hombre bajo. Tenía un rostro agradable y un aspecto melancólico, tal como le correspondía, y evitaba la conversación.

El capitán Harville, aunque no igualaba los modales del capitán Wentworth, era un perfecto caballero, sin afectación, sincero y simpático. Mrs. Harville, ligeramente menos pulida que su esposo, parecía igualmente bondadosa y nada podía ser más grato que su deseo de considerar al grupo como amigos personales, puesto que eran amigos del capitán Wentworth, ni nada más agradable que la manera de invitar a todos para que comiesen con ellos. La comida, ya ordenada en la posada, fue finalmente aceptada como excusa, pero parecieron ofendidos de que el capitán Wentworth hubiese llevado un grupo de amigos a Lyme sin considerar que debían, como cosa natural, comer con ellos.

Había en todo esto tanto afecto hacia el capitán Wentworth, y un encanto tan hechicero en esta hospitalidad tan desusada, tan fuera del común intercambio de invitaciones y comidas por pura fórmula y aburrimiento, que Ana debió luchar contra un sentimiento al comprobar que ningún beneficio recibiría ella del encuentro con gentes tan encantadoras. “Estos hubieran sido mis amigos”, era su doloroso pensamiento y tuvo que luchar contra una gran depresión.

Al salir de Cobb, se dirigieron a la casa en compañía de los nuevos amigos, y encontraron habitaciones tan pequeñas como sólo aquellos que hacen invitaciones realmente de corazón podrían haber supuesto capaces de alojar a un grupo tan numeroso. Ana misma tuvo un momento de sorpresa, pero bien pronto prevalecieron los sentimientos agradables que surgían al ver los acomodos y las pequeñas privaciones del capitán Harville para conseguir el mayor espacio posible, para minimizar las deficiencias del amueblado y defender ventanas y puertas de las fuertes tormentas que vendrían. La variedad en el arreglo de los cuartos, donde los utensilios menos valiosos de uso común contrastaban con algunos objetos de raras maderas, excelentemente trabajados, y con algunos, curiosos y valiosos, provenientes de los distintos países que había visitado el capitán Harville, eran más que divertidos para Ana. Todo hablaba de su profesión, era el fruto de sus labores, la influencia de sus hábitos, y esto, en un marco de dicha doméstica, le hacía sentir algo que en cierto modo podía compararse con la gratitud.

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