Al final de mi primer año de instituto, estaba cansada de ser flaca. Llevaba diez meses haciendo ejercicios para desarrollar los pechos, pero no había funcionado. También había comprado compresas, pensando que así me vendría la regla. Entonces, en una de las docenas de revistas de mi madre que estaban por toda la casa, encontré un artículo fascinante sobre las calorías de la comida y el gasto calórico. Las dos comidas con más calorías eran la mantequilla de cacahuete y el chocolate, y el artículo aconsejaba comer temprano para gastar calorías y contribuir a la pérdida de peso. Eso tenía mucho sentido para mí, así que todos los días me tomaba un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada y un vaso de leche con chocolate antes de ir a dormir. El año siguiente engordé siete kilos y crecí casi diez centímetros. Nunca sabré si la mantequilla de cacahuete ayudó a acelerar la pubertad o si estaba a punto de todas maneras, pero de repente era una mujer. Nunca olvidaré la cara de mi padre el día que se me quedó mirando y luego se fue a la otra habitación a hablar con mi madre. Solo pude escuchar una parte de la conversación: «Cielo santo, ¿cuándo ha pasado esto?».
Como corría todos los días, me adapté sin contratiempos a mi nuevo cuerpo. Me encantaba tener la regla; la regularidad cíclica me hacía sentir parte de la naturaleza, igual que los cambios de estación. Parecía que mi peso nuevo me hacía más fuerte, y añadí flexiones y levantamientos de piernas a mi rutina. Mi hermano decía que los profesionales de verdad hacían sentadillas completas con una sola pierna, así que empecé a hacer diez de esas con cada lado. También trepaba la cuerda que mi padre nos había puesto en el patio trasero.
Aunque me tomaba en serio estar en forma, en aquel momento no me apasionaba convertirme en una deportista profesional algún día. En primer lugar, esa opción no existía, así que no la deseaba, como sí que hacía Billie Jean King de pequeña, cuando quería jugar a béisbol profesional con los hombres. Por supuesto, podría haber sido muy diferente si hubiera habido atletismo profesional, como ocurre hoy en día. En todo caso, la segunda razón es que quería dedicarme a algo que aprovechara mi educación. Hoy en día esto suena fatal, pero cuando yo estaba creciendo, se pensaba que la gente que se ganaba la vida con su cuerpo (y eso a menudo incluía a los deportistas) era digna de compasión, porque no tenía o la educación o la inteligencia necesarias para un trabajo ejecutivo. Quería mantener ambas cosas en equilibrio: la idea del escritor romano Juvenal de mens sana in corpore sano tenía mucho sentido para mí.
Había otro personaje de la Antigua Roma que me fascinaba. Me quedaba boquiabierta con las fotos de la estatua de Diana cazadora. Me encantaban el aspecto y las sensaciones de mi nuevo cuerpo, y me comparaba desnuda en el espejo con la estatua, maravillándome de las semejanzas de nuestros cuerpos y, sí, también de nuestros espíritus. Diana era atlética, femenina y calmada, y también tenía pechos pequeños, así que era mi nuevo modelo a seguir. Me sentía tan cómoda en mi propio cuerpo como ella, y cuando los chicos empezaron a tirarme los tejos en la escuela, no era un blanco fácil. No necesitaba su atención para subirme la autoestima. Aunque no había recibido ninguna educación sexual, correr me daba la suficiente confianza física como para desanimar a aquellos pobres raritos. En mi cabeza, no tenía ninguna duda de que aquello se debía a correr y de que era magia de verdad.
Probablemente suene raro que escogiera a una diosa mitológica como ejemplo a seguir, pero el caso es que no tenía ningún referente de deportistas modernas hasta los Juegos Olímpicos de Roma, en 1960. Pero incluso entonces, junto a las elegantes imágenes de Wilma Rudolph ganando los 100 y los 200 metros lisos, hubo una foto chocante de Tamara Press, la lanzadora de peso soviética, que nunca olvidaré. En la imagen aparecía en pleno gruñido, con los brazos como jamones, un michelín en la cintura y los tirantes roñosos del sujetador asomando. Me daba miedo: ¿era eso lo que significaba ser una mujer deportista? Un montón de gente creía que sí, y si a mí me molestaba, puedo imaginar cómo desanimaba a otros miles de lectores de la revista Life , incluyendo a un montón de chicas jóvenes que huirían de los deportes para siempre.
Por aquel entonces no lo sabía, pero los Juegos Olímpicos de Roma trajeron consigo otra novedad en la percepción de las capacidades de las mujeres: era la primera vez en treinta y dos años que se disputaban los 800 metros lisos femeninos. En la Antigüedad las mujeres ni siquiera podían ver los Juegos Olímpicos, bajo pena de muerte, y no les permitieron participar en los primeros Juegos modernos, en 1896. Después de muchas protestas, en 1900 se las admitió en el golf, el tenis y el cróquet. En 1928 se incorporó el atletismo femenino. La prueba más larga eran los 800 metros (dos vueltas al estadio). Las tres primeras mujeres se disputaron duramente la carrera y Lina Radke batió el récord del mundo; después, se dejaron caer sin aliento, que es lo que pasa cuando corres 800 metros a tope. Esta «demostración de agotamiento» horrorizó a los espectadores, a los organizadores y, lo que es peor, a los medios. Harold Abrahams, el formidable corredor olímpico y periodista cuyas hazañas inspiraron la película Carros de fuego , escribió que aquel espectáculo de extenuación era una vergüenza para la feminidad y un peligro para todas las mujeres. Recomendó que esa prueba se eliminara de los futuros Juegos Olímpicos, y así fue.
Para la gente de 1928, esas corredoras eran aún más horripilantes que Tamara Press para mí. Durante los siguientes treinta y dos años, las mujeres que querían correr más de 400 metros tuvieron que demostrar una y otra vez que no eran débiles ni frágiles, que no estaban poniéndose en peligro ni siendo una vergüenza para la feminidad. Los hombres podían correr los 1500 metros lisos, los 3000 con obstáculos, el 5000, el 10 000 y la maratón (42,195 kilómetros), pero cualquier carrera larga para mujeres se consideraba un peligro. Hacer que los 800 metros femeninos volvieran a los Juegos Olímpicos en 1960 supuso una dura batalla, y cualquier carrera más larga era objeto de grandes controversias y debates médicos.
Al mismo tiempo, muchos otros deportes tenían una versión modificada para chicas, para protegerlas de hacerse daño a sí mismas. Curiosamente, el hockey sobre hierba era igual para ambos sexos a pesar de su exigencia, pero el baloncesto era el ejemplo perfecto: en los años 60, las chicas jugaban a una versión que limitaba cuánto podían correr, con seis jugadoras, un límite de tres botes y una línea central que no podían pasar. Cuando entrevisté a la entrenadora del equipo de baloncesto femenino para el periódico del instituto y le pregunté si alguna vez jugaríamos a la misma versión que los hombres, me contestó que nunca lo haríamos. Según ella, el excesivo número de rebotes podía desplazar el útero. Casi me río en voz alta. Diez años más tarde, había mujeres con becas completas para jugar al baloncesto «de hombres» en universidades de la Big Ten.
En tercero me eché un novio, Dave, y me cambié a un instituto nuevo, el George C. Marshall en Falls Church, Virginia. Dave era divertido. Jugaba de centro en el equipo de fútbol y, como su padre tenía el mismo rango en la Marina que el mío en el Ejército de Tierra, teníamos mucho en común. Todos los viernes por la noche, después del partido, Dave y su amigo Larry, que jugaba de defensa, venían a casa cansados, felices y magullados. Hacíamos pizza casera y hablábamos del partido. Muchas veces les contaba cosas de mis partidos de hockey o de baloncesto, y siempre me tomaban en serio. Presumíamos de quién podía hacer más flexiones; ahí yo no tenía nada que hacer, pero siempre les sorprendía que pudiera hacer más abdominales y levantamientos de piernas que ellos. Me pasaba el año esperando al día de los deportes del Consejo Presidencial sobre Aptitud Física. Entre otras cosas, nos hacían pruebas de abdominales en un minuto (gané a los dos chicos, con sesenta y tres) y una carrera de 600 yardas (548 metros). Era la chica más rápida, pero ellos me ganaban y eso me molestaba. Una noche presioné un poco a Dave y Larry, preguntándoles cuál creían que era el límite aceptable para que las mujeres hicieran ejercicio. Les costó definirlo, pero finalmente estuvieron de acuerdo en que no les gustaba cuando las mujeres se esforzaban tanto que el sudor les traspasaba la camiseta. Yo no tenía ninguna opinión al respecto, simplemente tomé nota de la observación. No sudaba demasiado… todavía.
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