Kathrine Switzer - La maratoniana

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Las memorias de un ícono del deporte, Kathrine Switzer, la primera mujer en correr oficialmente la maratón de Boston, enfureciendo a uno de los directores del evento que intentó expulsarla violentamente. Momento que fue captado por los fotógrafos y ya es historia del deporte. Switzer pudo escapar y terminó la carrera. Pero su carrera deportiva es más que esa instantánea.
Fue una de las corredoras que elevó el nivel del atletismo femenino en los setenta, llegando a ganar la prestigiosa maratón de Nueva York en 1974. Su activismo la llevó a impulsar una serie de carreras exclusivas para mujeres en todo el mundo y fue también una de las personas que más trabajó para que el COI incluyera la maratón femenina en el programa olímpico, que no se produjo hasta Los Angeles 1984.
Switzer es también la fundadora de 261 Fearless, una fundación dedicada a crear oportunidades para las mujeres en todos los frentes, como lo ha hecho esta revolucionaria heroína deportiva a lo largo de toda su vida.

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—Te lo prometo, si corres una milla al día durante todo el verano, en otoño te cogerán en el equipo.

Fue una gran maniobra de distracción; nunca volví a mencionar lo de ser animadora.

Al día siguiente me dispuse a correr las siete vueltas al patio. Fui trotando muy despacio, porque estaba segura de que no iba a acabar nunca; de hecho, iba arrastrando los pies. El césped del patio estaba lleno de baches y desniveles, y la parte de atrás, más silvestre, tenía un montón de rocas y tocones. Me sentía torpe y sin aliento y sabía que seguramente parecía bastante idiota. ¡Y hacía muchísimo calor! Estaba completamente roja. Pero aguanté y lo conseguí. Lo conseguí a la primera, tal y como había predicho mi padre, y me sentí… bueno, me sentí como la reina del mundo.

Ha habido varios momentos decisivos en mi vida, y la conversación con mi padre durante aquella cena fue el primero. Sabía que estaba empezando la época del instituto a trompicones y, como muchos preadolescentes, tenía dificultades con mi identidad, mi autoestima y mi sexualidad. Uno de los retos más difíciles había empezado a los cinco años, cuando mis padres me metieron en un programa educativo especial que iba adelantado. El problema de empezar el colegio a los cinco es que solo tienes doce al llegar a octavo, y mientras todo el mundo está llegando a la pubertad, tú sigues siendo una niña. Encima, octavo era el primer año de instituto, y al estar en este programa adelantado, estaba yendo a clases como álgebra con gente de diecisiete y dieciocho años. En una clase me sentaba al lado del capitán del equipo de fútbol, que era todo un cachas, y no sé quién se sentía más idiota, si él o yo. Pero el caso es que muchos de aquellos chavales eran ya adultos jóvenes, preparándose para trabajar, ir a la universidad o casarse, y yo seguía jugando con muñecas.

Me sentía como solo puede hacerlo una niña entre adultos: no es que no fuera capaz de estar a la altura, es que no tenía ni idea de qué demonios estaba pasando, ni a nivel social ni académico. Todavía me quedaba mucho para la pubertad. No sabía nada sobre sexo, así que deduje que el secreto para ser aceptada socialmente era llevar sujetador y usar pintalabios. Para poder dar la talla le supliqué a mi madre, que estaba en contra, que me comprara un sujetador para principiantes (al que le puse relleno) y un pintalabios de Tangee en tono nude . Ahora que soy adulta, me doy cuenta de lo insidiosas que pueden ser esas presiones para una chica joven, y veo por qué mis padres querían que siguiera siendo una niña todo el tiempo posible.

Y en los estudios, era la misma historia. A veces, un cerebro de doce años no está preparado para algunos conceptos, como la «incógnita» en álgebra (¿qué incógnita?, ¿tendría algo que ver con ir de incógnito?) o la estructura del lenguaje. Después de mi primera clase de francés, entré en pánico porque no tenía ni idea de qué significaba «conjugar». Pero ¿qué iba a hacer si no? Repetir no estaba en los planes; por aquel entonces se consideraba una vergüenza, y aunque mi madre, que era profesora, se daba cuenta de mis dificultades, estaba encantada de que fuera a clases avanzadas. No podía decir que era demasiado difícil, porque eso no era aceptable en una casa en la que nada era «demasiado difícil». Si tenías una oportunidad, tenías que estar a la altura y tirar para adelante. Y eso fue lo que hice, a menudo recurriendo a la memorización pura y dura.

Por suerte, en nuestra familia nos apoyábamos muchísimo, y todas las noches teníamos conversaciones muy animadas a la hora de cenar. Los fines de semana trabajábamos juntos en la casa o en el patio, en vacaciones nos íbamos un montón de días de acampada y, durante todas nuestras vidas, siempre celebramos juntos las ocasiones felices. Así que cuando empecé a correr mi milla al día, era natural que me dijeran un montón de veces «¡así se hace!». Y esto me venía realmente bien, porque la gente (por ejemplo, el lechero o el cartero) me veía dar vueltas al patio corriendo y me preguntaba si todo iba bien en casa, y después llamaban a la puerta para preguntarle a mi madre si había algún problema. Mis amigas me decían que no debería correr, porque sus padres les decían que las piernas se me pondrían gordas y me saldría bigote. Nos acostumbramos a que el resto de la gente me encontrara rara, pero en casa todo estaba bien.

Las millas fueron acumulándose, día tras día. Por razones aparentemente inexplicables, un día la milla me resultaba fácil y otros días parecía que no iba a terminar nunca. La mayor parte del tiempo estaba tan perdida en mis pensamientos que tenía que llevar una tiza para ir haciendo marcas en un árbol y recordar cuántas vueltas llevaba. Daba igual lo mucho que me costara o las pocas ganas de correr que tuviera ese día: después, siempre me sentía mejor. Y algunas veces, eso era lo que me motivaba para salir por la puerta. Lo mejor era el final de cada día, cuando tenía un sentimiento muy fuerte de haber conseguido algo medible y definible. Todos los días conseguía mi pequeña victoria, y nadie podía arrebatármela. Y cuando no corría, no tenía esa sensación, así que intentaba no perderme ningún día. A medida que transcurría el verano, esperaba a que empezara el curso con una confianza nueva, no en la posibilidad remota de que me cogieran en el equipo de hockey, sino en mí misma.

Y de repente era otoño, empezó el curso e hice la prueba para el equipo. Estaba nerviosa, claro. Escuché todo lo que nos dijo la entrenadora, Margaret Birch, y seguí las instrucciones al pie de la letra. Y pasó una cosa increíble: como no me cansaba, ni me quedaba sin aliento, ni me dolían los músculos, podía aprender las técnicas más rápido que otras principiantes. Cuando empezamos a jugar, ya podía correr con las mejores. Guau, ¿cómo había pasado eso? Cuando entré en el equipo júnior hubo vítores de alegría, y nunca una chica ha llevado una equipación de hockey con tanto orgullo como yo.

Además, estaba sumamente agradecida. Como no entendía muy bien cómo funcionaba la forma física, pensaba que había descubierto la magia. Cuarenta y cinco años más tarde, sigo pensando que es magia… pero me estoy adelantando.

Empecé a creer que mientras siguiera corriendo, la magia seguiría conmigo, pero si dejaba de hacerlo, la perdería, cosa que, de hecho, es verdad. Correr era mi Arma Secreta. Tenía miedo de que, si se lo contaba a los demás, pensarían que estaba chiflada con esas cosas mágicas, así que lo hacía sola y con discreción. Tener un Arma Secreta me dio la confianza para probar otros deportes, y también me cogieron en el equipo de baloncesto. Después descubrí que, de alguna manera, el Arma Secreta también funcionaba cuando quería participar en otras actividades, como unirme al comité del baile o escribir para el periódico del instituto.

Empecé en el periódico porque hablaba muy poco de deporte femenino (algunas cosas no cambian nunca) y quería dar mi equipo a conocer. Me encantaba mi equipo: las chicas eran como yo (algunas eran marimachos y otras reinas del baile) y me sentí mal por haberlas juzgado sin conocerlas. Todas lo dábamos todo en el campo, y aunque veníamos de entornos sociales y económicos distintos, acabamos pasándolo bien juntas en otras ocasiones, como bailes, partidos de fútbol o fiestas de pijamas, fuera del alcance de los grupitos maliciosos del instituto.

Mis amigos me llamaban Kathy, pero para los más cercanos era Switz. Kathy me parecía demasiado frívolo para firmar mis artículos de deportes, pero el asesor académico no me dejaba usar Switz, aunque a mí me parecía muy guay. Gracias a mi padre, el cajista (sí, por aquel entonces había que componer los moldes para imprimir) siempre me cambiaba Kathrine por Katherine. Como me molestaba que corrigieran mi nombre mal escrito para cambiarlo por uno que no era el mío, a menudo firmaba solo con mis iniciales, K. V. Switzer. En aquellos tiempos estaba leyendo El guardián entre el centeno y estaba loca por ese libro. J. D. Salinger era como un dios para mí, y T. S. Eliot y E. E. Cummings le seguían de cerca. Así que me encantaba ser K. V. Switzer, redactora de deportes.

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