Kathrine Switzer - La maratoniana

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Las memorias de un ícono del deporte, Kathrine Switzer, la primera mujer en correr oficialmente la maratón de Boston, enfureciendo a uno de los directores del evento que intentó expulsarla violentamente. Momento que fue captado por los fotógrafos y ya es historia del deporte. Switzer pudo escapar y terminó la carrera. Pero su carrera deportiva es más que esa instantánea.
Fue una de las corredoras que elevó el nivel del atletismo femenino en los setenta, llegando a ganar la prestigiosa maratón de Nueva York en 1974. Su activismo la llevó a impulsar una serie de carreras exclusivas para mujeres en todo el mundo y fue también una de las personas que más trabajó para que el COI incluyera la maratón femenina en el programa olímpico, que no se produjo hasta Los Angeles 1984.
Switzer es también la fundadora de 261 Fearless, una fundación dedicada a crear oportunidades para las mujeres en todos los frentes, como lo ha hecho esta revolucionaria heroína deportiva a lo largo de toda su vida.

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Esperaba que el equipo de hockey sobre hierba tuviera más nivel para aprender de mis compañeras, pero resultó que ya era una de las mejores jugadoras. Y esto no era un subidón de ego, sino una frustración. Cuando algunas jugadoras se quedaron sin aliento y tuvieron que andar después de un esprint a lo largo del campo, supe que el equipo estaba condenado al fracaso. Y cuando una de las defensas insistió en jugar con su sujetador y faja largos de Playtex, me di cuenta de que éramos un caso perdido.

El campo era una vergüenza; estaba tan lleno de piedras, malas hierbas y calvas que la pelota salía disparada en todas las direcciones, le dieras como le dieras. Lo bueno era que muy de vez en cuando conseguíamos ganar en casa, porque nadie más era capaz de jugar en ese campo. Las jugadoras visitantes, sobre todo las de escuelas pijas como Hollins, estaban acostumbradas a jugar en campos estupendos que parecían greens de golf, así que no tenían ni idea de qué hacer en el nuestro.

Un día, Constance Applebee, la legendaria inglesa que trajo el hockey sobre hierba a Estados Unidos en 1901, vino a darnos un seminario. Yo la adoraba. Pensé que tendría unos ochenta años, así que me quedé totalmente boquiabierta cuando descubrí que en realidad eran noventa y tres. No era para nada frágil; tenía una complexión bastante robusta en la cintura y llevaba una túnica color chocolate con cinta y espinilleras a juego.

Después de una pequeña charla, Miss Applebee nos dejó estupefactas llevándonos con ella al campo. Estábamos corriendo hacia la meta cuando Miss Applebee, que estaba bastante cerca de mí, tropezó con uno de aquellos terrones enormes y se dio un costalazo. Fui hacia ella gritando:

—Oh, Miss Applebee, ¿está bien?

Pensé «Dios mío, hemos matado a Miss Applebee». Pero cuando llegué hasta ella, se puso de pie de un salto, extendió el brazo hacia el campo como un general y gritó en un increíble acento inglés:

—¡Seguid jugando!

En aquel momento supe que quería hacer deporte y estar en forma el resto de mi vida. Miss Applebee era una viejecita aguerrida y atlética, y así es como quería ser yo de mayor. El problema era que después de la universidad no había equipos femeninos en los que jugar, a no ser que fueras entrenadora, en cuyo caso podías seguir un poco. No quería ser entrenadora, y no quería conformarme con «un poco». Quería ser deportista, pero no solo eso; también quería tener una carrera profesional como periodista. Quería ser como los filósofos deportistas griegos, con una mente y un cuerpo fuertes, equilibrada, enfrentándome a desafíos y superándolos.

Tuve esta conversación conmigo misma muchas veces, sobre todo cuando corría, cosa que seguía haciendo casi todos los días después del entrenamiento de hockey. Correr era increíblemente satisfactorio, incluso aunque solo fuera darle vueltas al campo o, de vez en cuando, una más grande rodeando el campus. Era algo que podía medirse, que me hacía sentir realizada. Y era una buena manera de descargar la frustración después de las escaramuzas con el equipo, en las que apenas sudaba y nunca me quedaba sin aliento. Estaba preocupada por perder mi forma física entrenando con el equipo (¡eso sí que sería irónico!) y sabía que correr me mantendría fuerte y segura de mí misma hasta que encontrara la respuesta.

Una bonita tarde de otoño tuvimos un partido en la Universidad de Sweet Briar, que estaba cerca. Era el campo más cuidado que había visto, así que el partido fue rápido. Nuestras chicas no estaban en forma, y las de Sweet Briar nos daban mil vueltas. La defensa de la faja, que era particularmente inútil, dejaba una y otra vez que una oponente le pasara y cuando ocurría, se echaba a reír. Yo salía corriendo para cubrir su posición e intentar evitar que nos marcaran un gol. Molesta por tener que hacer su trabajo además del mío, la siguiente vez le grité:

—¡No es gracioso! ¡Ve a por ella!

Y os juro que se paró, se puso las manos en las caderas y me dijo con su acento sureño:

—Solo es un juego, Kathy.

Después del partido, a nadie de nuestro equipo parecía importarle la derrota; estaban embelesadas tomando té con las chicas de Sweet Briar. Estaba tan enfadada que me escapé y me quedé mirando las líneas suaves de las montañas de la Cordillera Azul, preguntándome por qué no era solo un juego para mí, por qué era más importante. La entrenadora se acercó y me dijo:

—No te gusta perder, ¿verdad?

Era más complicado que eso, pero no era capaz de explicar cómo me sentía. Todo lo que fui capaz de decir fue:

—No, no me gusta perder.

Pero empezaba a preguntarme si quizás los deportes de equipo no eran lo mío. Quizá necesitaba un deporte individual; así, solo podría echarme la culpa a mí misma. De todas maneras, en solo tres años me quedaría sin equipos donde jugar, ya que no había deportes de equipo para mujeres.

Ahora, cuarenta años más tarde, a veces sigo soñando que juego a hockey sobre hierba. En mis sueños, tengo toda la velocidad y la resistencia de entonces, pero con la astucia de ahora. Mis compañeras y yo trabajamos en equipo, ideando jugadas y tiros brillantes que nunca hubiera sido capaz de concebir a los dieciocho. Me despierto riendo y me pregunto cómo habría sido mi vida si el hockey sobre hierba femenino hubiera sido un deporte olímpico por aquel entonces, tal y como lo es ahora.

Dave y yo siempre habíamos dado por supuesto que saldríamos con otra gente en la universidad, pero que nuestra relación era la principal. Como él era un cadete de primero en Annapolis, solo podíamos vernos como media docena de veces al año, así que no tenía sentido no pasárselo bien con otros amigos. La fiesta definitiva era la semana de fin de curso en junio, con bailes en la academia todas las noches. Mi madre estaba encantada de que su hija asistiera al evento. Fue una de las pocas veces que se dejó llevar por fantasías femeninas. Esa Navidad me regaló vestidos de fiesta, bolsos y accesorios varios para que estuviera preparada.

La primera Navidad que volví a casa de la universidad me sorprendió lo mucho que Dave había cambiado. O quizás, lo mucho que la academia le había cambiado. No solo había perdido los últimos restos de gordura infantil entrenando a las órdenes de los instructores, sino que su actitud también se había vuelto bastante estricta. Ya no era el chico despreocupado que yo conocía; se había vuelto un mandón. Me dijo que tenía que cambiarme a la Universidad de Goucher para estar más cerca de él y de la academia, ya que no importaba donde estudiara si de todas maneras no iba a trabajar. Me reí a carcajadas cuando me lo dijo, ya que habíamos hablado de nuestros futuros trabajos en el instituto.

—Cuando sea oficial de la Marina, mi mujer no va a trabajar —declaró.

—Claro —respondí—. ¿Y qué voy a hacer los seis meses al año que estés en alta mar?

—Mi madre no trabajaba, y era perfectamente feliz cuidando de la casa para nosotros.

—Bueno, mi madre trabaja y también es perfectamente feliz ganando dinero y reconocimiento, y yo pienso trabajar, así que prepárate.

Nuestra relación estaba empezando a perder la chispa. Todavía quería ir a la semana de fin de curso; ¡qué diablos, ya tenía todos los vestidos! Pero cada vez estaba menos cautivada por Dave por otras dos razones. La primera es que de repente odiaba que yo corriera y creía que eso me convertía en un bicho raro. Me lo dijo en una fiesta, y yo me enfadé tanto que me fui sola y eché a andar. Estaba a varios kilómetros de casa. Era tarde y sabía que estaba haciendo una idiotez, así que cuando un amigo se acercó con el coche y se ofreció a llevarme a casa, acepté agradecida. Pero al subir al coche me di cuenta de mi error: no era mi amigo, era un perfecto desconocido. El coche se puso en marcha y pensé: «Dios mío, esto es muy peligroso». Cuando el conductor se paró en una señal de stop, salté del coche, eché a correr por una serie de patios de casas a oscuras y me tiré debajo de un seto. Me quedé ahí escondida durante lo que me parecieron años mientras el conductor me buscaba. Cuando oí el coche alejarse y supe que estaba a salvo, volví a la fiesta y le pedí a un amigo que me llevara a casa en coche. Más tarde, Dave vino a mi casa, tuvimos una discusión con lágrimas incluidas y le grité que menos mal que corría, o nunca hubiera podido escapar del depredador del coche.

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