Kathrine Switzer - La maratoniana

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Las memorias de un ícono del deporte, Kathrine Switzer, la primera mujer en correr oficialmente la maratón de Boston, enfureciendo a uno de los directores del evento que intentó expulsarla violentamente. Momento que fue captado por los fotógrafos y ya es historia del deporte. Switzer pudo escapar y terminó la carrera. Pero su carrera deportiva es más que esa instantánea.
Fue una de las corredoras que elevó el nivel del atletismo femenino en los setenta, llegando a ganar la prestigiosa maratón de Nueva York en 1974. Su activismo la llevó a impulsar una serie de carreras exclusivas para mujeres en todo el mundo y fue también una de las personas que más trabajó para que el COI incluyera la maratón femenina en el programa olímpico, que no se produjo hasta Los Angeles 1984.
Switzer es también la fundadora de 261 Fearless, una fundación dedicada a crear oportunidades para las mujeres en todos los frentes, como lo ha hecho esta revolucionaria heroína deportiva a lo largo de toda su vida.

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Nadie de mi familia o de mis ancestros es temerario, más bien al contrario, pecamos de prudentes o incluso de prepararnos demasiado. A pesar de ello, a W. H. le sorprendió un invierno diabólico en Dakota del Sur, negro y lleno de tormentas de nieve. La familia tuvo que refugiarse en una choza de tierra semisubterránea. La historia de cómo sobrevivieron a base de comer tubérculos, salar la carne de la última vaca y derretir hielo para beber se convirtió en leyenda. Dos años más tarde volvieron a su granja de Illinois, no como fracasados, sino triunfantes por haberlo intentado. Al final, W. H. y su mujer tuvieron once hijos, y diez de ellos llegaron a la edad adulta. Era un logro inconcebible entonces e incluso ahora, ciento treinta años más tarde. W. H. murió en su cama a los ochenta y ocho años de edad. Por eso, de pequeña jamás se me ocurrió preguntar por qué alguien abandonaría la seguridad para ir en pos del sueño de algo mejor, o pensar que algo era demasiado difícil para intentarlo. La determinación estaba en los genes de los Switzer.

Mis padres aprendieron estas historias durante la Gran Depresión. Se criaron en granjas en un pueblo pequeño, y no tenían un duro. Pero estaban tan decididos a ir a la universidad que se pelearon por becas y trabajaron todo lo que hizo falta para conseguirlo. Fueron los primeros de sus familias en tener una educación superior. Estuvieron prometidos durante siete años, hasta que se sintieron lo bastante seguros económicamente como para casarse. Entonces, mi madre fue al centro de salud de la universidad para que le dieran un diafragma y así poder planificar su familia. No dejaban nada al azar. A mi hermano y a mí nos criaron con las mismas expectativas y sin nada de favoritismo, lo que era increíble en aquella época. En nuestra familia era obligatorio que los dos fuéramos a la universidad. No se me permitía conformarme con menos, y que Dios me ayudara si echaba a perder esa oportunidad. La perseverancia, la paciencia y la gratificación aplazada también estaban en nuestros genes.

Los hombres de la familia siempre fueron grandes. No, enormes. Mi padre era tan grande que cuando era pequeña le confundía con Dios, porque decían que Dios era un hombre grande que te miraba desde el cielo. Todos se acercaban al metro noventa como poco, eran corpulentos y tenían una fuerza tremenda. Hubieran sido grandes deportistas, pero no tenían ni tiempo ni dinero, así que la idea no solo era inconcebible, sino extravagante. Estaban orgullosos de su fuerza y le daban un buen uso. De verdad, podían hacer cualquier cosa. Las mujeres que escogían como esposas eran sus iguales; femeninas, pero capaces y decididas. Me crie en los años 50 y principios de los 60 en los barrios residenciales de Chicago y Washington D. C. Las madres de mis amigos solían quedarse en casa, jugar al bridge y recibir a sus maridos en la puerta con una bebida fría. Mi madre también solía prepararle un Martini a mi padre y recibirle en la puerta, pero solo después de volver a casa tras un ajetreado día como profesora y orientadora y ponerse un vestido ajustado. Podía hacerlo todo, y mi padre la respetaba muchísimo. Además, su sueldo era un recurso importante.

Crecí trepando cuerdas y árboles, jugando a la guerra con los niños del vecindario (y corriendo más que casi todos) y saltando del tejado para demostrar que yo también podía ser paracaidista. Cuando los niños tenían que escoger equipos, era la primera chica a la que elegían. Y cuando mi hermano mayor me ganaba en los deportes (o sea, siempre), nunca pensaba que era porque él era un chico, sino porque era mayor. Al mismo tiempo, adoraba llevar vestidos con volantes, me tomaba muy en serio lo de jugar a las muñecas con mis amigas y tenía un flechazo terrible por el vecino de al lado. Me encantaba bailar las lentas con él cuando mi colegio hacía un baile para niños.

Era digna hija de mis padres. No tenía más modelos que ellos y mi hermano, y quizás eso fue una suerte. Pensaba que el mundo era un lugar emocionante, en el que podía ser femenina y fuerte, decidida y soñadora, metódica y atrevida, y al mismo tiempo cumplir con las expectativas de mi familia de mejorar la situación para la próxima generación. Venía de una larga saga de pioneros, no famosos, pero sí infatigables. Y no quería decepcionarles.

«LA VIDA ES PARA PARTICIPAR, NO PARA MIRAR»

—¡Oh, por Dios, cariño, no me digas que quieres ser animadora! Son tan… bueno, tan tontas —dijo mi padre mientras cenábamos.

Tenía razón; yo también pensaba que eran bastante descerebradas. Ni siquiera se sabían las reglas del juego; se ponían a corear cosas como «primero y diez, hazlo otra vez» cuando acabábamos de perder el balón. Pero aun así, iba a hacer la prueba para el equipo de animadoras júnior del Instituto Madison. Ser animadora era como tener un pasaporte para que te consideraran guapa y popular y para salir con el capitán del equipo de fútbol. Yo era flaca, tenía el pelo encrespado, llevaba gafas y, lo peor de todo, estaba plana. Tenía la esperanza de transformarme milagrosamente y pensaba que quizá lo conseguiría siendo animadora.

—No quiero que te dediques a merodear por los vestuarios esperando a los chicos —dijo mi madre, mirándome por encima de las gafas de leer.

—¡Las animadoras no se dedican a esperar a los chicos! —dije.

—Sí que lo hacen —dijo mi hermano.

Vaya, muchas gracias, pensé.

—Que no.

—Que sí.

Mi padre nos interrumpió:

—Sabes, cariño, no deberías quedarte al margen animando a los demás. La gente debería animarte a ti. Se te dan muy bien los deportes. Te encanta correr y marcar goles y planear estrategias.

Mi padre era buenísimo haciendo cumplidos cuando quería convencerte de que hicieras las cosas a su manera. Puse mala cara.

—El juego de verdad está en el campo. La vida es para participar, no para mirar. Tu escuela tiene hasta un equipo femenino de hockey sobre hierba. Deberías presentarte, darlo todo y ser una líder.

Era verdad que me encantaba darlo todo jugando, pero las únicas chicas que veía en los equipos eran unas marimachos; nadie les pediría salir ni en un millón de años. Pero no quería decir eso, porque le estaría dando la razón a mi madre.

—No sé jugar a hockey sobre hierba. Nunca me cogerán para el equipo —dije. Y era verdad: ni siquiera había tocado nunca un palo de hockey.

—¡Eso es fácil! Lo único que tienes que hacer es ponerte en forma. Solo tienes que correr una milla al día y cuando llegue la temporada de hockey, estarás lista.

—¿Una milla? ¿¡Correr una milla al día!? —De verdad, no me lo creía. Era como si me hubiera dicho que escalara el Kilimanjaro. Una milla era muy lejos.

—Mira, te voy a enseñar cómo hacerlo. —Cogió lápiz y papel—. Nuestro patio es algo menos de un acre… mmm, unas cuarenta y cinco yardas por ochenta y cinco. Así que, ¿cuántas yardas mide el perímetro?

Hice mis cálculos.

—Unas doscientas sesenta yardas.

—Vale, eso son unos 238 metros. ¿Y cuántos metros tiene una milla?

—¡Mil seiscientos nueve!

—Perfecto, solo quería ver si lo sabías. Vamos a ver… —El lápiz volaba sobre el papel—. Serían siete vueltas al patio.

—Eso es mucho —refunfuñé.

—Podrías hacerlo ahora mismo, según sales por la puerta. De todas maneras, al principio tienes que ir despacio, y poco a poco irás mejorando. Qué demonios, yo entrené a un batallón entero y muchas veces marchábamos campo a través cuarenta kilómetros al día. Y yo tenía que ir corriendo adelante y atrás y cargar un montón de mochilas de los rezagados para que el grupo no se dispersara.

Mi padre siempre conseguía mostrar cómo conseguir cosas difíciles yendo poco a poco, y siempre daba algún ejemplo extremo y motivador que demostraba que, de todas maneras, no era tan difícil. Era una fórmula fantástica, y después venía lo mejor: ponerte un reto.

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