50 Cent - La ley 50

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Más cercano a Maquiavelo que a Dale Carnegie, este libro inteligente, que equipara la política del trabajo diario con la vida callejera, presenta enseñanzas útiles sobre cómo escapar de las expectativas de la sociedad y de los obstáculos que nuestros miedos nos siembran en el camino.
Larry Getlen,
The New York PostEscrito primordialmente como una guía para desarrollar prácticas exitosas de negocios, este libro también consigue conservar la esencia del habla y el espíritu callejeros.
Library Journal

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Cambio de perspectiva

El término “realista” suele tener una connotación negativa. Según la opinión dominante, los realistas pueden ser excesivamente prácticos; carecen de sensibilidad para las cosas finas y elevadas de la vida. En casos extremos pueden ser cínicos, manipuladores y maquiavélicos. Son lo contrario de los soñadores, personas de gran imaginación que nos inspiran con sus ideales o nos divierten con sus creaciones fantásticas.

Este concepto resulta de ver el mundo con el cristal del miedo. Es hora de cambiar de perspectiva y ver a soñadores y realistas en su verdadera dimensión. Los soñadores, que malinterpretan las cosas y actúan movidos por la emoción, tienden a dar origen a los peores errores de la historia: las guerras no planeadas, los desastres no previstos. Los realistas, en cambio, son los auténticos inventores e innovadores. Son hombres y mujeres imaginativos, pero cuya imaginación está en estrecho contacto con el entorno, con la realidad; son científicos empíricos, escritores con una aguda comprensión de la naturaleza humana o líderes que nos guían con cautela por una crisis. Estas personas son lo bastante fuertes para ver el mundo como es, lo que incluye sus deficiencias individuales.

Vayamos más lejos aún: la verdadera poesía y belleza de la vida procede de una intensa relación con la realidad en todos sus aspectos. El realismo es, de hecho, el ideal al que debemos aspirar, el punto más alto de la racionalidad humana.

A un pueblo que se aferra a sus ilusiones le resulta difícil, si no es que imposible, aprender lo que vale la pena. Pero un pueblo que debe crearse a sí mismo tiene que examinar todas las cosas, y absorber el aprendizaje como las raíces de un árbol absorben el agua.

–James Baldwin

CAPÍTULO 2

Aprópiate de todo:

Independencia

Cuando trabajas para otros, estás a su merced. Se adueñan de tu trabajo; se adueñan de ti. Tu espíritu creativo se asfixia. Lo que te mantiene en esa situación es el miedo a hundirte o a tener que nadar tú mismo. Pero lo que deberías temer de veras es qué será de ti si sigues dependiendo del poder de los demás. Tu meta en cada maniobra en la vida debe ser apropiarte de algo, pelear lo tuyo. Cuando te adueñas de algo, en tus manos está conservarlo; te sientes más motivado, más creativo, más vital. El supremo poder en la vida es ser totalmente independiente, totalmente tú.

El imperio del traficante La naturaleza humana está constituida de tal forma - фото 6

El imperio del traficante

La naturaleza humana está constituida de tal forma que no puede honrar a un hombre incompetente, pese a que pueda apiadarse de él; pero ni siquiera podrá hacer esto por mucho tiempo si no brotan indicios de aptitud.

–Frederick Douglass

Luego de cumplir una breve sentencia en un centro de rehabilitación de Brooklyn por su primer delito como traficante de drogas, Curtis Jackson regresó a las calles para volver a empezar prácticamente de cero. Las sumas que había obtenido en los años anteriores como conecte de barrio se habían acabado, y sus clientes leales ya tenían otros proveedores.

Un amigo con un buen negocio de crack le ofreció empleo como embolsador de droga. Le pagaría diario, y no poco. Curtis estaba urgido de dinero, así que aceptó la oferta. Quizá más tarde su amigo le pasaría parte del negocio, y él podría restablecerse. Pero desde el primer día se dio cuenta de que había cometido un error. Los demás embolsadores con los que trabajaba habían sido traficantes también. Pero ahora eran empleados: tenían que llegar a determinada hora y someterse a la autoridad del patrón. Curtis había perdido no sólo su dinero, sino también su libertad. Esta nueva situación iba contra todas las lecciones de sobrevivencia que había aprendido hasta entonces en su corta vida.

Curtis no conoció a su padre, y su madre fue asesinada cuando él tenía ocho años. En esencia lo educaron sus abuelos; ellos habían sido buenos y cariñosos, pero tenían muchos otros hijos que cuidar, y poco tiempo para atender a cada uno. Cuando Curtis había necesitado consejo u orientación, no había tenido a quién recurrir. Cuando había querido estrenar ropa o algo así, había evitado pedírselo a sus abuelos: no tenían dinero. Todo esto le enseñó que estaba esencialmente solo en el mundo. No podía contar con que alguien le daría algo. Tenía que valerse por sí solo.

El crack causó furor en las calles, a mediados de los años ochenta, y todo cambió en barrios como el suyo. Antes, grandes bandas controlaban el negocio de la droga, y para estar en él había que buscar acomodo en la estructura de esos grupos y dedicar años enteros a ascender. Pero el crack era tan fácil de elaborar, y tal su demanda, que cualquiera –aun siendo muy joven– podía entrar al gremio sin capital inicial. Se podía trabajar por cuenta propia y ganar mucho dinero. Para quienes, como Curtis, habían crecido con poca supervisión familiar y desprecio por la autoridad, ser traficante de barrio era la opción perfecta: sin jefes, sin politiquería. Así, Curtis se unió pronto al creciente grupo de conectes de crack en las calles de Southside Queens.

Una vez que se adentró en el oficio, aprendió una lección fundamental. El conecte callejero enfrentaba infinidad de peligros y problemas: policías encubiertos, drogadictos, y rivales prestos a robar. Si era débil, buscaría ayuda o algo en qué apoyarse, como drogas o alcohol. Pero eso sería su ruina. El amigo no aparecía como había prometido, o la mente se nublaba tanto de drogas que no advertía una traición. La única forma de sobrevivir era admitir que se estaba solo, aprender a tomar decisiones propias y confiar en el juicio individual. No pedir lo que se necesitaba, sino tomarlo. Depender únicamente del propio ingenio.

Era como si un traficante, nacido en la miseria y la estrechez, poseyera un imperio. Éste no era algo físico: la esquina en la que trabajaba o el barrio que quería dominar. Era su tiempo, su energía, sus planes creativos, su libertad para ir donde quisiera. Si mantenía el mando de ese imperio, ganaría mucho dinero. Si pedía ayuda; si caía en la trampa de la politiquería, echaría todo a perder. En este caso, las condiciones negativas del barrio se magnificaban, y él terminaría como mendigo, o peón de un juego ajeno.

Sentado ese primer día, mientras embolsaba droga, Curtis comprendió que aquél era algo más que un paréntesis pasajero en su vida en el que le urgía dinero. Era un momento crucial. Miró a los demás embolsadores. Todos habían sufrido vuelcos de la fortuna: violencia, cárcel, etcétera. Se habían asustado y cansado de batallar. Querían la comodidad y seguridad de un sueldo. Y ésa sería la pauta el resto de su vida: con miedo a los desafíos de la existencia, acabarían dependiendo de la ayuda ajena. Tal vez podrían seguir así varios años; pero la hora de la verdad llegaría cuando ya no hubiera empleo y ellos hubieran olvidado cómo valerse por sí mismos.

Era absurdo que Curtis creyera que el sujeto que lo empleaba como embolsador le ayudaría a establecerse algún día. Los jefes no hacen eso, aun si son amigos. Piensan en sí mismos y usan a los demás. Tenía que zafarse lo más pronto posible, antes de que ese imperio se le escurriera de las manos y él se viera convertido en un exconecte más que dependiera de favores.

Tras adoptar rápidamente la mentalidad del traficante, ideó cómo salir de la trampa. Al final de ese primer día, hizo un trato con los otros embolsadores. Les repartiría diario su sueldo. A cambio, les enseñaría a meter menos crack en cada cápsula sin que dejara de parecer llena (lo había hecho en la calle durante años). Ellos le darían el crack sobrante de cada cápsula. En una semana Curtis había acumulado droga suficiente para traficar en las calles de nuevo, bajo sus propias reglas. Se juró no volver a trabajar nunca para otra persona. Antes preferiría morir.

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