En la evolución del miedo, un momento decisivo tuvo lugar en el siglo XIX, cuando publicistas y periodistas descubrieron que si envolvían de temor sus artículos y anuncios, llamarían nuestra atención. Esta emoción es difícil de resistir o controlar, así que esos sujetos no dejaban de orientar nuestra mirada a nuevas fuentes de ansiedad: la más reciente amenaza a la salud, una nueva ola de crímenes, el riesgo de un mal paso en sociedad y muchos otros peligros que ignorábamos. Dada la creciente sofisticación de los medios y la crudeza de sus imágenes, tales personas lograron hacernos sentir criaturas frágiles entre riesgos innumerables, pese a que vivíamos en un mundo infinitamente más seguro y predecible del que nuestros antepasados conocieron. Gracias a ellas, nuestras preocupaciones no hicieron sino aumentar.
Pero el miedo no se hizo para eso. Su función es estimular respuestas físicas vigorosas, a fin de que un animal se aleje a tiempo de un peligro. Pasado éste, el miedo debería evaporarse. Un animal incapaz de librarse de su temor una vez desaparecida una amenaza, no podrá comer ni dormir. Tal podría ser nuestro caso; y si acumulamos demasiados temores, tenderán a influir en nuestra manera de ver el mundo. Pasaremos de sentir miedo por una amenaza a tener una actitud medrosa ante la vida. Acabaremos por ver casi todo en términos de riesgos. Exageraremos los peligros y nuestra vulnerabilidad. Nos fijaremos al instante en la adversidad, siempre posible. Comúnmente no advertimos este fenómeno, porque lo aceptamos como normal. En los buenos momentos nos damos el lujo de inquietarnos por todo. Pero en tiempos difíciles esta actitud cobarde es particularmente nociva. En esos momentos debemos resolver problemas, enfrentar la realidad y avanzar, pero el temor nos induce a retroceder y atrincherarnos.
Esto es justo lo que halló Franklin Delano Roosevelt al asumir la presidencia de Estados Unidos en 1933. Habiendo comenzado con el desplome bursátil de 1929, la Gran Depresión estaba entonces en su fase más álgida. Pero lo que preocupó a Roosevelt no fueron los factores económicos, sino el estado de ánimo de la nación. Creía no sólo que la gente estaba más asustada de lo que debía, sino también que sus temores volvían más complicado aún superar la adversidad. En su discurso de toma de posesión dijo que no ignoraba realidades tan obvias como la crisis económica, y que no predicaría un optimismo ingenuo. Pero pidió a sus oyentes recordar que el país había enfrentado cosas peores, periodos como el de la Guerra civil, y que había salido de esas experiencias gracias a su espíritu emprendedor, resolución y determinación. En eso consistía ser estadunidense.
Temer algo hace que tal cosa se cumpla; cuando la gente cede al miedo, pierde energía e impulso. Su inseguridad se traduce en inacción, lo que la vuelve más insegura, y así sucesivamente. “Antes que nada”, dijo Roosevelt, “permítaseme expresar la firme convicción de que lo único que hay que temer es al miedo, el pánico indescriptible, irracional e injustificado que paraliza los esfuerzos necesarios para convertir el retroceso en avance.”
Roosevelt esbozó en ese discurso la línea que separa al fracaso del éxito en la vida. Esa línea es tu actitud, capaz de dar forma a tu realidad. Si ves todo por el cristal del miedo, tenderás a permanecer en la modalidad de retroceso. Pero es igualmente fácil que veas una crisis o problema como un reto, como una oportunidad de demostrar lo que vales, la posibilidad de fortalecerte y templarte o un llamado a la acción colectiva. Así convertirás lo negativo en positivo por medio de un proceso puramente mental, lo que resultará en una acción también positiva. Gracias a su liderazgo ejemplar, en efecto, Roosevelt contribuyó a que su país cambiara de mentalidad y encarara la depresión económica con un espíritu más decidido.
Hoy los estadunidenses parecen enfrentar nuevos problemas y crisis que ponen a prueba su temple nacional. Pero como Roosevelt al comparar la situación de su tiempo con momentos peores del pasado, puede afirmarse que los peligros que los estadunidenses afrontan en la actualidad no son tan graves como los de los años treinta y la guerra subsecuente. De hecho, todo indica que en el siglo XXI la realidad de Estados Unidos es un medio físico tan seguro e inofensivo como nunca antes en la historia de esa nación. Los estadunidenses habitan el país más próspero del mundo. En otros días, sólo los hombres de raza blanca podían participar en los juegos de poder. Hoy también lo hacen millones de mujeres y miembros de las minorías, lo que ha alterado para siempre la dinámica implicada y convertido a esa nación en la más avanzada socialmente a este respecto. Los adelantos tecnológicos brindan toda clase de oportunidades, y los viejos modelos de negocios se desvanecen, dejando el campo abierto a la innovación. Vivimos una época revolucionaria y de enormes cambios.
Los estadunidenses también enfrentan algunos retos. El mundo es más competitivo; la economía padece vulnerabilidades innegables y debe reinventarse. Como en cualquier situación, el factor determinante será la actitud de la gente: cómo decida juzgar esta realidad. Si cede al miedo, prestará desmedida atención a lo negativo, y producirá justo las circunstancias adversas que teme. Pero si sigue la dirección contraria, adopta una manera valiente de ver la vida y acomete todo con audacia y energía, generará una dinámica muy diferente.
Comprende: nos da mucho miedo ofender a los demás, causar problemas, sobresalir, atrevernos. Nuestra relación con esta emoción ha evolucionado durante miles de años, desde el temor primitivo a la naturaleza hasta la ansiedad generalizada por el futuro y la actitud medrosa que ahora nos somete. Pero como los adultos racionales y productivos que somos, tenemos que superar esta tendencia descendente y dejar atrás nuestros temores.
El primer recuerdo de mi infancia es una flama, la flama azul de una estufa de gas que alguien encendió […] Tenía tres años […] Sentí miedo, mucho miedo, por primera vez en mi vida. Pero también lo recuerdo como una aventura, un júbilo extraño. Pienso que esa experiencia me llevó mentalmente a un lugar en el que no había estado nunca. A una frontera, el límite –quizá– de lo posible […] El temor que sentí fue casi una invitación, un reto a entrar en algo de lo que no sabía nada. Creo que ahí comenzó mi filosofía personal de la vida […] en ese momento […] Desde entonces, siempre he pensado en avanzar, en alejarme del calor de esa llama.
—Miles Davis
Existen dos formas de enfrentar el miedo: pasiva y activa. Adoptamos la forma pasiva cuando queremos evitar una situación que nos provoca ansiedad. Esto podría traducirse en aplazar toda decisión que pueda herir los sentimientos de otra persona. O en preferir que todo sea cómodo e inofensivo en nuestra vida diaria, para que nada desagradable nos ocurra. Asumimos esta modalidad cuando nos sentimos frágiles y creemos que afrontar lo que tememos nos perjudicaría.
La variedad activa es algo que casi todos hemos experimentado en algún momento de nuestra vida: la situación riesgosa o difícil que tememos se nos impone por sí sola. Podría tratarse de un desastre natural, la muerte de un ser querido o un revés por el que perdemos algo. Es común que en momentos así hallemos en nosotros una fuerza que nos sorprende. Lo que temíamos no es tan grave. Pero no podemos esquivarlo, y debemos buscar la manera de vencer nuestro miedo o sufriremos las consecuencias. Estos momentos son curiosamente terapéuticos, porque enfrentamos por fin algo real, no un escenario imaginario inducido por los medios. Además, podemos librarnos de ese temor. El problema es que esos instantes no suelen durar mucho ni repetirse con frecuencia. Por tanto, ellos pueden perder rápido su valor, y nosotros volver a la modalidad pasiva, elusiva.
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