—SI ALGUIEN TOCA MIS COSAS, LO MATO.
El silencio reinó en la barraca mientras mis compañeros trataban de evaluar si estaba sufriendo un colapso nervioso.
—SI ALGUIEN ME TOCA, LO MATO.
Algunos de ellos rieron. Habían visto la película o tal vez era muy cómico oír esto de la boca de un abogado judío de sesenta y cuatro años que se la había pasado escondido bajo las sábanas desde que llegó.
—SI ALGUIEN ME DICE FRANCIS, LO MATO.
Todos soltaron una carcajada y desde ese momento, hasta el día en que salí de la cárcel, mis compañeros se me acercaban a decirme alguna variante del parlamento de “Lo mato”.
Unos días después hubo una “cena” en el comedor para celebrar la salida de uno de los compañeros que llevaba ahí algunos años. Yo apenas lo conocía, pero el payaso que llevo dentro pidió ser uno de los oradores. Comencé con “Nunca había dado un discurso a un público cautivo , pero...” Entonces utilicé todos los nuevos términos que había aprendido en prisión para armar un discurso disparatado, asegurándome de aplicarlos en el contexto incorrecto. Provoqué muchas carcajadas y de nuevo, la risa rompió muchas barreras entre la amplia gama de presos y yo. Todos teníamos nuestra propia taza para café, jugo o lo que fuera. Para burlarme de mi falta de “méritos para la cárcel”, dibujé en el mío un gran cráneo y huesos cruzados utilizando un marcador negro. ¡Unos meses después me enteré de que el cráneo y los huesos eran la “marca” de una de las pandillas más peligrosas en prisión a nivel nacional!
Durante el resto de mi estancia en el campamento, hice mi mejor esfuerzo por conocer a la mayor cantidad de presos que fuera posible. Me resultaban fascinantes e hice buena amistad con muchos de ellos. Aunque parezca extraño, cuando uno sale de una penitenciaría federal, continuar con estas amistades contraviene las reglas. Quién sabe por qué.
Me sentí muy afortunado de haber contado con los medios para permitir que otros compañeros se sintieran cómodos conmigo a través de mi humor excéntrico. Conocí y me volví amigo de una gran cantidad de personas con quienes compartía, en cierta medida, la conducta delictiva. Sin embargo, aprendí a estimar y confiar en muchos de ellos. El nivel de civismo y simple cortesía en el lugar era mucho mayor del que uno podría imaginar.
Cuando salí de ahí, prometí mantenerme en contacto con todos, pero como dije antes, no está permitido. Ojalá no fuera así.
Mi vida no terminó. Como se mencionó en un artículo periodístico sobre mi regreso al ejercicio de la abogacía, nunca pensé que tendría que presionar “el botón de reinicio”. En fechas recientes recibí noticias de algunos compañeros de prisión que leyeron el artículo sobre mí. Estaban felices por mí, pero de forma más importante, ¡estaban muy contentos de ver que había una vida después de la cárcel! Mi experiencia les dio esperanza. Eso casi hizo que todo valiera la pena.
MICKEY SHERMAN
Sentirse como superhéroe
Era un día normal. Llegué a casa del trabajo y conversé de cosas triviales con mi compañera de cuarto, le puse la correa al perro y salí a pasear. Me había mudado al centro de San Diego apenas siete días antes, por lo que Chibby, mi chihuahueña de menos de dos kilos, no había salido a dar un paseo largo en varias semanas. Me había concentrado en mudarme y lo había ignorado un poco. Esa noche haríamos un poco de ejercicio y exploraríamos el vecindario.
El espíritu humano es más
fuerte que cualquier cosa
que le suceda.
CC. SCOTT
Me dirigí hacia la marina y puerto de cruceros simplemente porque no había ido hacia allá. Di vuelta a la izquierda por Ash Street y me quedé maravillada al ver el mar y algunos cruceros en el puerto frente a mí, muchos de ellos adornados con luces. Entonces vi al Star of India , un barco histórico y atracción turística, atracado en el puerto. Estaba emocionada de vivir tan cerca de un lugar tan activo y divertido. Mascullé un poco para mí y otro poco para Chibby que debíamos caminar en esa dirección para explorar. Entonces todo se volvió negro.
Cuando salí de la oscuridad, me di cuenta de que veía el interior de una ambulancia. Comencé a gritar: “¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué sucedió? ¿Dónde está mi perra?” Un paramédico contestó, pero no recuerdo qué fue lo que dijo. Sentí el frío de las tijeras cuando me tocaron la pierna, abdomen, estómago, pecho y cuello. El paramédico estaba cortando mi ropa para examinar la gravedad de mis heridas. Entonces todo se oscureció de nuevo.
Resultó que me atropelló un tranvía. El noticiero local informó que estaba persiguiendo a mi perra que se había soltado y cruzó las vías. El reportero dijo que el tranvía me lanzó nueve metros por los aires y me mostraron fotografías de mis zapatos separados por una distancia de cuatro metros y medio. Se me salieron cuando el tranvía me golpeó.
Unas semanas después conseguí el informe de la policía. La imagen que describió la policía aún me atormenta: “Al acercarme”, escribió el oficial, “vi que estaba sentada con las piernas cruzadas y la perra en su regazo. Le faltaban los dientes incisivos y estaba bañada de sangre. Lloraba y me pidió que le ayudara a encontrar sus dientes. Tomé a la perra y ella insistió en preguntar por sus dientes y pedirme que la ayudara a buscarlos”. Debo de haber estado en shock.
Cuando llegué al hospital me practicaron una operación de emergencia en ambas muñecas. Los huesos de la muñeca derecha quedaron pulverizados y la izquierda estaba fracturada. El cirujano y su equipo cosieron los huesos con alambre para juntar los fragmentos y utilizaron placas de metal para mantenerlos unidos en lo que sanaban.
Después de la operación, me llevaron a la habitación que se convertiría en mi hogar los siguientes nueve días: la habitación 522 de la unidad de traumatología. Tenía una dieta de puros líquidos y no podía moverme. Un amigo cercano me cuenta que durante cuatro días estuve como vegetal; era evidente que me sentía muy deprimida por mis circunstancias. Sin embargo, al quinto día, de acuerdo con mi amigo, se puso de manifiesto que había decidido luchar por recuperar la salud. Mi personalidad regresó e incluso salí de la habitación para caminar por el pasillo.
Ahora que había salido de la conmoción y podía comprender mi situación, los doctores me explicaron por qué me faltaban dientes y otros sobresalían. La cuenca del ojo izquierdo, los pómulos, nariz y mandíbula estaban hechos añicos; la mandíbula también se me partió a la mitad. Al séptimo día me hicieron una operación de reconstrucción facial. Me insertaron malla de alambre, dieciocho pacas de metal y alrededor de sesenta tornillos para mantener mi rostro unido.
Una vez que salí del hospital, me fui a casa a mi nuevo departamento donde mi madre se quedó con mi compañera de cuarto y conmigo durante las siguientes seis semanas para poder cuidarme. Apenas podía caminar y tenía las dos muñecas enyesadas, por lo que no podía hacer muchas cosas por mi cuenta. Mi madre me cuidó estupendamente y varios amigos fueron a visitarme o enviaron flores y tarjetas para desearme una pronta recuperación.
No sé cómo fue que acabé frente a un tranvía aquel día. Tal vez nunca lo sabré. Aunque no recuerdo nada, supongo que simplemente no presté atención a mis alrededores. Yo provoqué este accidente y tendré que resignarme a vivir con ello por el resto de mi vida. Sin embargo, a pesar de todas las incógnitas, aprendí esto sobre la resiliencia y la curación física y emocional que llega después de un accidente: la actitud importa.
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