Los exámenes cubrirían los hechos, pero también requerirían mayores habilidades de pensamiento. Nada de preguntas engañosas de verdadero o falso. Nada de completar frases.
Al inicio, me sorprendió que la mayoría de mis alumnos tuvieran muy mala gramática y carecieran de destreza para escribir. Algunos tartamudeaban cuando leían en voz alta. Sin embargo, trabajamos para mejorar esas habilidades mientras aprendíamos historia. Descubrí que muchos de ellos no sólo estaban dispuestos, sino también deseosos de asistir a las sesiones de estudio que yo ofrecía después de clases y de aceptar la ayuda de otros maestros privados.
A cuatro de mis alumnos les gustó tanto la materia que formaron su propio equipo del “Tazón de la Historia” para participar en el torneo nacional. Aunque no consiguieron el primer lugar, estaban muy felices con el trofeo y mención honorífica con los que volvieron a nuestro salón.
El año escolar terminó mucho más rápido de lo que imaginaba. Aunque me había encariñado con muchos de mis alumnos, los del cuadro de honor tenían un lugar especial en mi corazón. La mayoría sacó dieces y nueves. Nadie obtuvo una calificación menor a ocho.
Durante una junta de profesores, antes de las vacaciones de verano, la directora me llamó a su oficina para darme la evaluación final.
—Quiero felicitarte por el magnífico trabajo que realizaste en tu primer año como profesora —expresó con una sonrisa—, en especial por lo bien que te fue con los chicos del curso de recuperación.
—¿El curso de recuperación? No comprendo. No tuve clases de recuperación.
La señora Anderson me miró con extrañeza.
—Tu clase del primer periodo era de recuperación. Sin duda viste que así se indicaba en la parte superior de la lista de asistencia —sacó una carpeta de su archivero y me la dio—. Y de seguro habrás notado de inmediato, por su forma de vestir y actuar, que algunos de estos chicos estaban por debajo del promedio, por no mencionar su terrible gramática y pésima escritura.
Abrí la carpeta y saqué una copia de la lista de alumnos de mi primera clase. Ahí, en la parte superior, tan claro como el día, estaban las palabras CUADRO DE HONOR. Se la mostré a la señora Anderson.
—Ay, pero qué barbaridad, ¡qué terrible error! —exclamó agobiada—. ¿Cómo pudiste dar la clase y tratar a los estudiantes como si realmente fueran fueran...?
No pude menos que terminar la oración por ella:
—¿Como si fueran muy brillantes?
Ella asintió con la cabeza, aunque un poco avergonzada.
—¿Sabe qué, señora Anderson? Creo que ambas aprendimos una lección de todo esto; una que no enseñan en los cursos de pedagogía que tomé y que, sin embargo, nunca olvidaré.
—Tampoco yo —aseguró ella, mientras encerraba en un círculo las palabras CUADRO DE HONOR con un marcador rojo antes de volver a guardar la hoja en la carpeta—. El próximo año tal vez mande imprimir estas palabras en la parte superior de todas las listas de alumnos.
JENNIE IVEY
El poder de la actitud
Caldo de pollo en la cárcel
—Quítese la ropa y espere ahí —caminé hasta la pequeña celda y esperé veinte minutos mientras un oficial tomaba mi ropa y la colocaba en una caja para que se enviara por correo a donde yo indicara. Luego un hombre alto me examinó de la cabeza a los pies y mucho más.
Firmé un papel en el que confirmaba a dónde enviarían mi ropa, junto con media docena de otros formularios. En uno de ellos designaba el lugar a donde enviarían mi cuerpo si moría en la penitenciaría federal donde me encontraba.
Lo que no te mata
te hace más fuerte.
KELLY CLARKSON
Después de que me tomaron la fotografía reglamentaria, registraron mis huellas dactilares y ADN, me dieron varias camisas y pantalones verdes de presidiario, además de algo de ropa interior, y me ordenaron que caminara casi un kilómetro de la cárcel de “mediana seguridad” donde “me había entregado” al “campamento” donde pasaría el próximo año y un día. Me declaré culpable de dos delitos fiscales menores porque hice una declaración de todos mis ingresos, la presenté correctamente y a tiempo, pero no adjunté el cheque. Siempre había encontrado la forma de pagar mis impuestos, aunque no precisamente a tiempo. Siempre había podido sacar adelante las cosas en la época de las declaraciones, pero esta vez se me acabó la suerte.
Seguí el camino hacia el sitio donde me recibió el “encargado” no oficial del campamento, que me mostró el lugar para finalmente llevarme a mi celda. Me dieron la cama superior de una litera en una habitación con diecisiete personas más que me saludaron con un movimiento de la cabeza. Esto no era el hotel The Pierre de la Quinta Avenida donde me hospedaba cuando trabajé como analista legal de una cadena de televisión importante durante varios años. No había minibar y ya no contaba con teléfono móvil al que me llamara el productor del noticiario para una “preentrevista” antes de aparecer en CNN, MSNBC o FOX para opinar sobre el caso interesante del día.
En alguna forma de injusticia irónica, o tal vez de justicia, yo me convertí en el caso interesante del día. Como le comenté a un reportero en los escalones del tribunal después de la sentencia: “Cometí un error y el juez fue muy justo. Mi vida no terminó y espero aprender de esta experiencia”. Muchas personas vieron mi breve discurso en YouTube y me contaron lo impresionados que se sintieron al verme de tan buen ánimo. El problema era que yo sabía que me mentía a mí mismo. Estaba convencido de que mi vida estaba arruinada.
Mientras estaba acostado en la litera traté de convencerme de que el tiempo pasaría rápido y tal vez tendría una vida decente a la cual volver. De nuevo, aunque se me considerara un abogado eficiente en los juzgados y la televisión, siempre fallaba en convencerme de que habría una vida para mí al salir de la cárcel.
Después de que prácticamente me escondí bajo las cobijas los primeros tres días, llegué a la conclusión de que Ashton Kutchner no llegaría a decirme que me estaban jugando una broma muy elaborada. Tenía que presentarme a todos estos hombres y llegar a conocerlos. Ellos serían mi familia durante mucho tiempo. Lo único que sabían de mí era que había un abogado medianamente famoso en la litera 56 superior. Después me enteré de que la cadena de noticias de la prisión (CNP), me había identificado como un abogado que intentó sobornar a un jurado. Pensé en corregirlos cuando me enteré de que se trataba de un delito más interesante que mis infracciones fiscales. Cuando por fin aclaré el rumor, lo sustituí con una historia en la que les había dado una paliza a unos motociclistas en una pelea callejera en la costa de Jersey. Nadie en absoluto me creyó, pero se rieron mucho de mi historia.
Al principio, pasé mucho tiempo escuchando. Quería aprender el lenguaje. Cuando llevaba en la cárcel una semana, ya había aprendido tantas nuevas palabras y frases que las anoté en un diario para un libro que comencé a escribir. Por extraño que parezca, la biblioteca de la prisión tenía un ejemplar de mi primer libro How Can You Defend Those People ? Como mencioné anteriormente, la ironía reinaba en este lugar.
Era la quinta o sexta noche que pasaba en la litera 56 superior cuando pensé en la escena de la gran película Stripes de Bill Murray, cuando todos los soldados nuevos se presentan. El mejor era un personaje llamado Francis que insistía en que lo llamaran “Psicópata”. Con un tono alto y maniaco, como correspondía, empecé a recitar el guión de la escena a la población general de mi barraca compuesta por diecisiete compañeros:
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