Me decisión de pensar en forma positiva me llevó a tomar medidas positivas. En primer lugar, a mis cuarenta años, regresé a la universidad. Ahí descubrí lo que ya sabía desde antes: mi amor por la escritura. ¿Cómo podía escribir con los dedos deformes? Mis trabajos anteriores requerían mucha mecanografía. En algún momento, podía escribir en el teclado con los ojos cerrados. Esos días habían quedado atrás.
Una amiga sugirió un programa de reconocimiento de voz. Este programa reconocería mi voz, y como por arte de magia, escribiría todo lo que decía. Me gustó la idea, pero las opciones para trabajar eran limitadas. Mi casa era un lugar lleno de gente y realmente disfrutaba de la camaradería de los amigos y familiares.
Entonces, un día, por accidente, tomé un lápiz grueso que estaba en mi escritorio, como los que utilizaba en la primaria. Con la goma hacia abajo, sostuve el lápiz con la mano derecha y oprimí las teclas con relativa facilidad. Luego, con el pulgar izquierdo, presioné la tecla de las mayúsculas. No fue fácil, pero el cerebro se adaptó con rapidez. Ya no podía utilizar mi discapacidad como pretexto.
Como cualquier cosa que vale la pena, mi plan exigía trabajo y compromiso. Pasaba el tiempo leyendo a escritores experimentados para tener una idea de cómo empezar. Saqué libros de la biblioteca y leí cada revista que me encontraba sobre el tema. Las historias en las que personas valerosas superaban obstáculos que parecían insalvables eran mis favoritas. Estaba convencida de que la forma en la que superara mi enfermedad podría inspirar a otros que sufrieran de enfermedades debilitantes. Leí la Biblia y otros libros de autoayuda que me inspiraron y me dieron el valor para comenzar a escribir mis propias historias.
Realicé una serie de cambios difíciles, pero necesarios. Aunque tenía muchos amigos, hice un esfuerzo consciente por rodearme únicamente de los que tenían actitudes positivas. Estas amistades me estimulaban y me hacían sentir más animada.
Por otra parte, traté de mantenerme lo más activa posible y me entregue a proyectos que estuvieran dirigidos especialmente a ayudar a otros. Me di cuenta de que sonreía más, incluso cuando no tenía ganas de hacerlo. Formé amistades con personas que luchaban con sus propias dificultades. Sin importar lo mal que me sintiera en ocasiones, siempre había alguien que estaba en una peor situación que yo. Nos inspirábamos mutuamente a seguir adelante.
Fue una de las mejores decisiones que he tomado. En lugar de pensar en las cosas que no podía hacer, me despertaba cada mañana con ánimo optimista. A pesar de mi discapacidad, veía cada día como una oportunidad para seguir adelante.
Mientras más escribo, más me consume el acto de escribir. Cuanto más me concentro en mis relatos, tanto menos dolor siento. Ahora, en lugar de estar ociosa con una bolsa de agua caliente en el hombro y lágrimas en los ojos, tengo una libreta a mi lado para escribir nuevas ideas para mi próximo cuento. Cuando el dolor me despierta por la noche, pienso en cosas que puedo escribir.
Mientras más historias escribo, más se me ocurren. Escribí muchos artículos sobre cómo sobrellevar mi enfermedad; sin embargo, otros escritos sobre mis perros, mi infancia, la vida al aire libre en la granja y un misterioso asesinato en la zona redondearon mi pasatiempo. Hice acopio de valor y comencé a enviar las historias a las revistas. Mi confianza aumentó cuando empecé a recibir correos de los editores. Muchos me rechazaron, pero hubo algunos que me aceptaron. Mi vida comenzó a cambiar, un cuento a la vez.
El día de hoy me siento bien con mi vida. Los pensamientos negativos desaparecieron y las ideas positivas los sustituyeron. Ahora me doy cuenta del papel tan importante que desempeñaron la preocupación y el miedo al principio de mi enfermedad. Pese a esto, sonrío sabiendo que cuando pensé que las cosas no podían ser peores, hice un esfuerzo por cambiar el patrón de pensamiento y esto dio un giro de ciento ochenta grados a mi vida. Los pensamientos negativos no pueden echar raíces a menos que uno los nutra. Deshazte de ellos y los pensamientos positivos ocuparán su lugar. Sigue el consejo de Salomón y escoge un corazón alegre. Sí funciona.
LINDA C. DEFEW
El cuadro de honor
El grupo abigarrado de preparatorianos no parecía el cuadro de honor de la clase de historia de Estados Unidos que yo imaginaba. Entraron arrastrando los pies en mi salón de clases, que yo había decorado con mucho esfuerzo con retratos presidenciales, mapas coloridos y copias enmarcadas de la Declaración de Independencia y la Constitución, y con una “actitud” que resultó evidente incluso para una maestra novata.
Y eso es exactamente lo que era. Recién salida de la universidad con un título en historia, un certificado de maestra y ni una pizca de experiencia. Estaba agradecida por tener trabajo, incluso si era en una de las preparatorias más rudas de la cuidad donde vivía.
No vivas de acuerdo con
las expectativas. Sal y haz
algo notable.
WENDY WASSERSTEIN
—Buenos días —saludé con mucho ánimo. Me respondieron con miradas huecas—. Estoy muy entusiasmada por haber sido seleccionada para dar clases a este cuadro de honor —continué—. Por lo general no permiten que los profesores nuevos se ocupen de los alumnos distinguidos.
Varios de los alumnos se enderezaron en su asiento y se miraron entre ellos. Demasiado tarde, pensé. Tal vez debí haber ocultado el hecho de que no tenía experiencia como maestra. Ni hablar.
—Vamos a hacer las cosas diferentes en esta clase porque sé que todos quieren un reto.
Para entonces, todos los alumnos me miraban con expresión desconcertada.
—Primero que nada, vamos a reorganizar los escritorios —propuse—. Me gustan mucho los debates en clase, así que hagamos un gran círculo para que podamos vernos las caras al hablar.
Varios alumnos pusieron los ojos en blanco, pero todos se levantaron y comenzaron a arrastrar sus bancas.
—¡Perfecto! Gracias. Ahora quiero que se sienten, ya que vamos a jugar. Cuando los señale, quiero que me digan cómo se llaman y lo que más detestan de la historia.
Por fin logré suscitar algunas sonrisas. Y muchas más aparecieron al continuar el juego.
Amanda odiaba que la historia pareciera tratar únicamente de guerras. A José no le gustaba memorizar nombres o fechas. Gerald estaba convencido de que nada de lo que ocurrió en la historia guardaba relación con su vida. “¿Por qué habrían de importarme un montón de blancos muertos?”, fue como lo planteó. Caitlin detestaba las preguntas engañosas de verdadero o falso. Miranda odiaba completar frases en los exámenes.
Apenas habíamos terminado el círculo cuando sonó la campana. ¿Quién iba a pensar que cincuenta minutos pasarían tan rápido?
Armada con los comentarios que me dieron mis alumnos, comencé a formular un plan. No iba a dar clases directamente del libro de texto con este grupo. Nada de tareas de “leer el capítulo y contestar las preguntas al final”. Estos chicos eran inteligentes. Estaban motivados. Mis alumnos distinguidos merecían una clase que les fuera de provecho.
Estudiaríamos la historia social y económica y no sólo las batallas y generales. Relacionaríamos sucesos actuales con acontecimientos del pasado. Leeríamos novelas para humanizar la historia: Across Five Aprils para estudiar la Guerra Civil; Las viñas de la ira para aprender sobre la época de la Gran Depresión y The Things They Carried cuando habláramos sobre Vietnam.
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