Maruja Moragas Freixa - El tiempo en un hilo

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"Juan y yo disfrutábamos con la vida que hacíamos, arriba y abajo con los niños… Con el tiempo, le llegó el éxito profesional y se centró en él. Creo que eso fue el detonante de todo, pero en ese momento no supe reconocerlo. Todo llegó demasiado de repente… y no supimos reaccionar. No estábamos preparados aún. Ni podía entonces imaginar lo que vendría luego, de dolores… pero también de alegrías."
La autora relata su conmovedora travesía por la vida entre crisis de fe, de pareja, y también de salud.

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Pensaba también en las tradiciones de los muertos del Antiguo Egipto, y la importancia que daban al río Nilo. Los cristianos teníamos una visión mucho más simple y positiva: no bajábamos por el río hasta el Hades, sino que lo cruzábamos de la mano de Cristo plantándonos en la otra orilla, la otra dimensión, el Cielo, de un salto. El conocimiento del Cielo siempre ha sido algo que me ha llamado mucho la atención, me fascina: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman. A nosotros, en cambio, Dios nos lo reveló por medio del Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, incluso las profundidades de Dios» (1 Cor 2, 9-11).

Esto me recordaba los negativos de las fotografías de antes. Cuando las mirabas a contraluz, todo eran manchas negras con contornos imprecisos... Pero al revelarlas aparecían los colores, todo era nítido y claro y la realidad cobraba vida. A veces me parece que el Cielo será algo similar: terriblemente familiar, que ya tenemos aquí y que allí veremos en un instante con una nitidez tremenda. Así que el pensamiento del Cielo, lejos de asustarme, me atraía.

Sin embargo, mi enfermedad transcurría en medio de la más densa oscuridad. Hubo una temporada en la que el purgatorio aparecía una y otra vez. Parecía que su presencia no me dejaba avanzar. Pero, pasadas estas tentaciones, vi un poco más de claridad. Y seguía adelante a pesar de no saber bien la dirección que llevaba.

Al cabo de un mes y medio de la operación, recibí dos cartas de las carmelitas descalzas del Monasterio de la Encarnación de Ávila. Santa Teresa ha sido un hallazgo en mi vida. Soy la que soy —y muchas de las cosas que he hecho— gracias a ella. Estuve en Ávila en un par de ocasiones con una buena amiga que tiene una hija monja en el Carmelo. Recibir sus cartas supuso para mí un alivio extraordinario. La firma de una de ellas, Teresa de Jesús, me dejó viendo visiones. Parecía que la misma santa Teresa, mi amiga de correrías, de risas, y una de mis principales maestras, me venía a buscar y a explicarme qué hacer en la enfermedad. Le mostré las cartas a Mª Carmen, numeraria del Opus Dei, que me ayudaba a mejorar mi vida espiritual, y me dijo que eran joyas, que las guardara.

Una luz en la oscuridad

Durante un curso de directivos al que asistí hace ya bastantes años, recuerdo un juego outdoors que se hacía en la playa. Para ello se delimitaba un espacio rectangular en la arena, en el que se colocaban dos cestas, una en cada extremo, y un poste en el centro. Los equipos estaban formados por dos personas. El juego consistía en que una de ellas, con los ojos tapados, debía encestar rodeando el poste central y siguiendo las indicaciones que la otra le iba dando desde fuera.

Esta simple imagen me llevó a pensar en la importancia de la dirección espiritual. Yo estaba fuera de combate, sin embargo contaba con que alguien desde fuera me orientara sobre qué hacer y hacia dónde ir. ¿Podía haber sido un médico? Sí, pero solo en temas médicos. Ahora se trataba de mi vida: y eso no era cualquier cosa.

Me ayudó recordar la importancia que santa Teresa concedía a la dirección espiritual y cómo ella seguía siempre a su director dijera lo que dijera. Localicé Las Moradas a través del iPad y decidí seguir de nuevo las indicaciones de la santa: iba a obedecer aunque no creyera realmente que fuera a sobrevivir. Me veía en medio de tinieblas, y ella me mostraba la luz. Decidí seguirla. A veces me da la sensación de que estoy en un pozo del que no puedo salir. Pero otras me doy cuenta de que Dios está conmigo, que me había echado un cable, me animaba y me iba a sacar de él. Debía colaborar con mi actitud, obedecer y confiar en que Dios seguía gobernando mi vida de forma espléndida, como había hecho en los últimos quince años.

Mª Carmen y yo hacemos ahora un tándem. Ya conocía las enormes ventajas de la dirección espiritual desde hacía muchos años, pero es en esta enfermedad cuando se ha mostrado como uno de los recursos de mayor importancia. Ella fue la única persona que consiguió que me decidiera a coger la vida con fuerza, en lugar de dejar caer los brazos. Me dijo: «Vivirás. Lo veo clarísimo. Pero tienes que luchar por recuperarte». Ante mis reticencias añadía: «Eso es cobardía. Tienes que vivir. Haces mucha falta aquí, no allí, y esta enfermedad va a ser un medio para llevar a mucha más gente hacia Dios». Me recordó que estábamos en el Año de la Fe. Me decía que Dios me pedía fe a raudales, que otros verían que valía la pena confiar en Él: Dios no es un convidado de piedra, sino un Médico que cura de verdad.

El quid de la cuestión estaba en hacerle caso a ella... o no. De forma que, frente a mi actitud ambivalente de querer vivir o no querer hacerlo, decidí optar por la primera, también por obediencia. Si me decían que iba a vivir es que iba a hacerlo. No podía perder el tiempo, ni lamentarme, ni lamerme las heridas o huir al otro mundo antes de hora. Me tocaba vivir con más intensidad y profundidad, aunque no entendiera nada de lo que pasaba y los médicos no estuvieran nada convencidos de que pudiera lograrlo. Pero había que probar. Tenía muy buenas razones para vivir y le pedía a Dios salud y tiempo para poder terminarlas. Me gustaría poder decir a Dios cuando muriera: «Señor, todo está cumplido. He terminado lo que me mandaste hacer y para lo que vine al mundo».

Y es que, al principio de la enfermedad, tuve una sensación profunda de que todo lo que tenía entre manos estaba a medio hacer. Llevaba preparándome a fondo los últimos años. Me había doctorado en Dirección de Empresas con el objetivo de enseñar a los directivos a cambiar el entorno humano en el que trabajan. Había coescrito un libro hacía seis años con Nuria, gran amiga mía y pionera en la investigación sobre la conciliación de trabajo y familia en nuestro país. De todo este impulso creador con Nuria habían salido —y siguen saliendo todavía— cursos, conferencias, artículos en prensa, participación en mesas redondas, etc. Seguíamos profundizando ahora en el papel de la mujer directiva como elemento clave para el necesario cambio social. Estábamos terminando un nuevo libro, esta vez sobre sostenibilidad humana y ecología, cuando me dieron la noticia de mi enfermedad. Es como si el diablo me segara la hierba bajo los pies y no me dejara terminar lo que Dios quería y para lo que me preparaba... Parecía que las puertas se cerraban una tras otra ante mí. La última, la de la salud. Desde hace años, mi vida era una pelea de tal calibre contra el tiempo, que a veces no sabía si iba a ser capaz de aguantar.

Percibía que mi misión no estaba cumplida, al contrario, todo estaba dentro de mí a punto de florecer. No podía morir quedándome con toda esa riqueza dentro. Me daba la sensación de que iba a explotar si no la sacaba. Quería ayudarle, escribir, hablar con gente como hacía hasta unos meses atrás, contribuir como pudiera en la regeneración social de nuestro país.

El desarrollo de la enfermedad

Sin embargo, mi salud no me acompañaba. En Navidad tuve un resfriado grandísimo y una fortísima tos que provocó que se lesionaran mis costillas. Me fui a Bolvir [1]con las tres Nurias [2]pensando que me sentaría bien, pero el dolor en las costillas aumentaba. Nuria —madre— y yo estábamos tumbadas en sendos sofás con la esterilla eléctrica. Ella con un ataque de ciática muy fuerte. Nos mirábamos las dos y nos reíamos al vernos en semejante tesitura. A pesar de todo, durante los días que estuve en el Pirineo intenté llevar la vida normal que suelo hacer en Navidad: una cena en casa con mis consuegros, la cena anual que organizo cada 30 de enero con mis primos, y la tradicional cena de Año Nuevo en casa de Luis y Marta, unos buenos amigos. Pero esas últimas Navidades las pasé canutas, bien doblada.

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