Maruja Moragas Freixa - El tiempo en un hilo

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"Juan y yo disfrutábamos con la vida que hacíamos, arriba y abajo con los niños… Con el tiempo, le llegó el éxito profesional y se centró en él. Creo que eso fue el detonante de todo, pero en ese momento no supe reconocerlo. Todo llegó demasiado de repente… y no supimos reaccionar. No estábamos preparados aún. Ni podía entonces imaginar lo que vendría luego, de dolores… pero también de alegrías."
La autora relata su conmovedora travesía por la vida entre crisis de fe, de pareja, y también de salud.

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Debo decir que hay otros acicates que me empujan a situarme ante el ordenador en mi cama de enferma. En primer lugar, este libro representa luchar contra el tiempo y tener que correr. Sé que no voy a poder destinar el tiempo que me gustaría dedicar a su escritura porque, simplemente, no sé si dispongo de él. Pero, gracias a Dios, en este momento tengo todavía la cabeza clara y no puedo perder ni un solo minuto de los que me es posible escribir. De hecho, he tenido que dejar de hacerlo durante semanas, porque me encontraba muy mal: no podía ni pensar, y menos escribir. Me han hecho sesiones de radio y quimioterapia que me han dejado fuera de combate, y he estado ingresada un par de semanas con una neumonía doble.

Pero, en esta lucha contra el tiempo, me animé. Pensé que lo acabaría si era algo que Dios pensaba que valía la pena hacer, ya que Él conocía los tiempos y el porqué de las cosas. Así que decidí poner esta preocupación en sus manos y olvidarme de ella. En este momento estoy ingresada en la clínica y el cuerpo me permite apresurarme, por lo menos, unos días más. Tengo que correr yo más que la enfermedad.

En la vida hay momentos de la verdad, en los que uno saca de dentro lo que realmente cree, piensa y valora. Este es uno de ellos. Lejos de mi intención pretender dar lecciones a nadie. Solo quiero compartir las experiencias vividas a lo largo de los años, a veces en medio de una dureza inusitada, que al final han resultado cruciales para sobrevivir y enderezar, hasta extremos nunca pensados, un entorno personal que parecía perdido de antemano.

En estas memorias explico tan solo lo que creo que puede ser de interés para la gente, pero protejo la intimidad de mis hijos, la mía y la de mi familia y amigos. Habrá quienes las encuentren en ocasiones algo edulcoradas. Pero las crisis y los años me han enseñado a conservar solo los buenos recuerdos, y a olvidar los malos. La propia vida enseña que el odio, el rencor y el resentimiento son lastres que impiden avanzar, nos anclan en el pasado y nos impiden crecer y disfrutar, con lo que la vida pierde el brillo e interés.

Soy una persona normal y corriente, con una vida como la de tantas otras, a la que le encanta «navegar» por ella aprovechando los recursos disponibles, sean los que sean. Me fascinan los retos y soy consciente de que lo que hago no valdría nada si me lo quedara tan solo para mí. Me doy por satisfecha si puedo ayudar a que otros no caigan en los errores que yo cometí, y sepan rectificar a tiempo antes de que su vida se transforme en un río por el que corren aguas putrefactas que los arrastren y del que no sepan salir.

La vida nos viene dada a todos de una determinada manera, pero hay que perder el miedo y olvidar miles de viejos prejuicios que, como si de cadenas se tratara, se enrollan alrededor de nuestros pies y nos tiran hacia abajo. La libertad humana es fascinante. Hay que recuperar la cabeza y la valentía de vivir, iniciando una época que sane de nuevo a la gente. En la madre de todas las crisis, yo lo tenía todo en contra pero no me amilané. Hubo personas que me ayudaron muchísimo a encontrar el camino indicado y, aunque era difícil, lo conseguí. Eso es lo que pretendo compartir con otros: entusiasmarles para que inicien este nuevo camino de regeneración, tan necesario para la felicidad. Mis hijos y nietos se lo merecen.

Barcelona, abril de 2013

1. UNA CARRERA DE OBSTÁCULOS

La llegada a urgencias

Eran las 11 menos cuarto de la mañana del jueves 4 de octubre de 2012. Había ido al despacho porque tenía una reunión vía Skype con Sowon, una colega de trabajo que vive en Suiza, coautora de un paper con el que batallamos desde hace un año. El día anterior había orinado sangre de forma bastante continua, por lo que esa noche llamé a mi hermana Gloria, médico en la Clínica Teknon desde hace 12 años. Le conté lo que me pasaba. «¿Cómo te encuentras?», me preguntó. «Bien», le respondí. «Si no fuera por esto, no tengo nada». Me dijo que fuera a Urgencias y me lo miraran, porque podía tener varias causas. Como ya era de noche, le respondí que me iba a la cama y que acudiría al día siguiente, bien dormida y descansada.

Dormir nunca fue algo que hiciera de forma espontánea. Envidio a la gente que cabecea nada más subirse al avión o que ronca en cuanto su cabeza toca la almohada. Cuando era pequeña iba a la habitación de mis padres, llamaba a la puerta y les decía: «¡No puedo dormir!». Mi padre, invariablemente, contestaba: «¡Bebe agua!», placebo que muy pocas veces funcionaba.

Y esa noche dormí. Así que aparecí en la clínica con un sol espléndido y un día aún de verano. Mi hermana me esperaba a la entrada: «Estaré pendiente de todas las pruebas que te hagan».

Me atendieron en seguida, no tuve que esperar. El médico de urgencias me iba palpando y me preguntaba: «¿Dónde le duele? ¿Aquí?». «No», le contestaba yo una y otra vez. Me auscultó, me hicieron orinar en un bote y salió una orina que, a primera vista, era normal y corriente. «No se ve nada, pero la vamos a analizar». Me hicieron una placa. Y esperé.

Volvieron al cabo de un rato: «Hay sangre. Hay que hacer una ecografía». Y ahí que fui. La doctora que me atendió era amiga de mi hermana, así que ella estuvo presente también. Vi sus dos caras mirando atentamente la pantalla. Una de ellas, no recuerdo quién, señaló con el dedo: «Aquí». Me untaron el cuerpo con gelatina fría y siguieron mirando más y más. Al salir, mi hermana me dijo: «Hay un tumor, te han de hacer un TAC. Voy a decir que te busquen especialistas en riñón, los mejores...». Empecé a ver cómo la clínica se ponía en marcha de una forma cada vez más frenética. Lo que parecía un tumor mediano se convertía en grande... Las puertas se abrían y cerraban tras de mí a gran velocidad.

Mi hermana me dijo: «Han localizado a tres oncólogos especializados en riñón. Tenemos que escoger. Los tres son unos número uno». Elegimos a un oncólogo del Hospital Valle de Hebrón que también trabajaba en Teknon. «Me será más fácil seguir todo el proceso...», me dijo Gloria. Le localizaron. Quedó en que me recibiría esa misma tarde antes de empezar las visitas en la clínica. Yo pensé: «Uf, Maruja, cómo debes de estar...».

Entre prueba y prueba volvió Gloria: «Ahora tenemos que localizar un buen cirujano. El mejor. Nos va mucho en ello...». No entendí nada de lo que me contaba. Soy lego total en Medicina, pero sí sé de Comunicación, y me dediqué a observar el lenguaje no verbal de todos los que se me ponían delante. Vi muchas prisas, mucha atención y ningún drama. Mucha profesionalidad. Y esto tranquiliza. Gloria seguía: «Me están buscando un buen cirujano»... Y al cabo de un rato: «Hay uno buenísimo que hace solo seis meses que tiene consulta privada aquí por la tarde. Pero no le conozco. Si no, habrá que mirar otro...». Los dejé hacer. Me di cuenta de que lo mejor era callar y obedecer. Terminaron las pruebas, eran las dos menos cuarto. Faltaban dos horas y media para que me viera el oncólogo.

Desde Urgencias realicé dos llamadas telefónicas. La primera de ellas fue a mi hijo. Le conté lo que pasaba y casi se desmaya. Tuve que imponerme para que no se plantara en la clínica a los tres minutos. Se lo desaconsejé porque todo estaba ya encarrilado y yo volvía un rato al IESE. Le dije que le llamaría un poco más tarde y que entonces podría venir. La segunda llamada fue a mi jefa, que casi se muere del susto al saber lo que estaba pasando. «Cuenta con toda nuestra ayuda, y ¡ánimo!». Desde entonces no ha parado de estar al tanto de todo y de ayudar cuanto ha podido.

Me hicieron volver a Urgencias por una cuestión de procesos. «¿Qué hago?», le pregunté a mi hermana, y me dice: «Come en el restaurante o vuelve después». La doctora de urgencias que me atendió se horrorizaba: «¡No sé si la van a dejar salir!».

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