Maruja Moragas Freixa - El tiempo en un hilo

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"Juan y yo disfrutábamos con la vida que hacíamos, arriba y abajo con los niños… Con el tiempo, le llegó el éxito profesional y se centró en él. Creo que eso fue el detonante de todo, pero en ese momento no supe reconocerlo. Todo llegó demasiado de repente… y no supimos reaccionar. No estábamos preparados aún. Ni podía entonces imaginar lo que vendría luego, de dolores… pero también de alegrías."
La autora relata su conmovedora travesía por la vida entre crisis de fe, de pareja, y también de salud.

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Sé de dónde vengo y a dónde voy. Mi vida y la de toda la gente que me rodea acabarán algún día. La muerte es lo más democrático que hay. Sorprendida, les preguntaba a mis amigas: «¿Cómo es posible que la gente ignore lo único cierto que le va a ocurrir a alguien que ha nacido, que es morirse?». Sé bien que muchos prefieren cerrar los ojos y no pensar en algo evidente que obligaría a tener que replantearse la vida entera. Simplemente, no tienen ganas y lo evitan. Lo que menos puedo entender es que piensen que, cerrando los ojos, eso ya no existe. Me parece pueril. Es como esos niños que se tapan la cara con las manos diciendo: «¡No estoy!».

Miro mi pasado y me gusta lo que veo. Llevo años tratando de mejorar como persona y como profesional. No he perdido el tiempo. Intento influir positivamente en mi entorno, a pesar de la enorme dificultad que supone hacerlo y de mis evidentes limitaciones. Lo que más me daña es pensar en mis hijos, y en todo el sufrimiento que han acumulado durante tantos años. Ahora se añadiría el que me fuera al otro mundo. Decidí que si se lo podía ahorrar, lo haría.

La gente se sorprendía al ver mi estado, y que la muerte no me alterara con la brusquedad que había llegado. Todos sabían que mi lucha actual por la enfermedad no era mi primera crisis, pero casi nadie sabía la profundidad, el calado, la hondura, la gravedad que supuso para mí la que había tenido lugar hace quince años. Ella fue mi auténtica lucha, la peor con diferencia, y de una dureza extraordinaria. Fue la madre de todas las crisis.

Se lo decía a una de mis amigas justo después del diagnóstico médico: «Me han dicho que tengo cáncer y eso es duro, pero enfermar es ley de vida. Lo auténticamente penoso fue sobrevivir a que mi marido nos abandonara. Era como si me hubieran partido la columna vertebral. Tuve que enfrentarme a lo incomprensible, a un sufrimiento de tal calibre que casi acaba conmigo. La vida completa se me vino abajo. Ahora, con el riñón, es el cuerpo el que no me funciona, pero esto es algo natural: siempre deja de hacerlo alguna vez. Lo más difícil de digerir es el mal causado por las personas. El daño producido por un terremoto, un accidente o un volcán causa sufrimiento, pero es algo natural. Lo peor es la maldad humana, por la irracionalidad que representa».

Una legión de amigos

Ese mes de octubre de 2012 tenía además a un montón de personas alrededor por el hecho de ser una profesional todavía en activo y metida en mil temas distintos. Recibía un cúmulo de impulsos externos para vivir. Mis amigas, una tras otra, y mis hijos me empujaban a la lucha: «Eres joven todavía... Tienes mucho que hacer aquí...»; «haces falta aquí, no es momento de morirte...». Yo, que no era consciente de que hiciera ya falta a nadie en absoluto, me vi rodeada de repente por tal ejército de gente que me apoyaba y rezaba por mí que empecé a dudar y pensé que no les podía fallar. El comentario de una de ellas fue el detonante: «No me bajes los brazos, Maruja, ¿eh?».

Me di cuenta de que en mí se repetía la escena de Moisés. Cuando oraba con los brazos levantados, conseguía que el pueblo de Israel ganara terreno en la batalla pero, cuando el cansancio empezaba a afectarle y los bajaba, el ejército retrocedía. Para evitarlo, sus generales buscaron una piedra donde pudiera sentarse, y uno a cada lado le sujetaba los brazos en alto. Hubo momentos en los que ni siquiera me sentía así. Me veía como un paso de Semana Santa, la Dolorosa, al que los costaleros llevan a hombros y se turnan para hacerlo. No podía hacer nada. Yacía tan solo postrada en la cama. O lo hacían por mí, o yo era incapaz incluso de pensar. Pero mucha gente alrededor se prestaba a hacerlo, y peleaba para que yo pudiera conseguirlo. Sin saber por qué, descubrí que era el momento de la gente: eso era evidente. Debía dejarme guiar por otros.

Me llegaba información por todos lados. Mucha gente quería ayudarme, cada cual a su manera. Unos me sacaban a pasear, otros a comer, otros me traían flores y bombones... Se montaron espontáneamente cadenas de oración, y yo, desde la cama, alucinaba por semejante movida. Al principio no entendía el porqué de la enfermedad, aunque indudablemente eso no quería decir que no lo hubiera. Solo tenía que esperar y se me mostraría. Pero yo estaba bien despistada.

Me enfrentaba a una supervivencia física, y de eso no tenía la más mínima experiencia ni la más remota idea. Es más, solo de pensar en sobrevivir a un cáncer maligno, me entraban ganas de bajar los brazos e irme. Qué rollo: otra supervivencia, otra vez no. Estaba ya cansada. Había luchado muchísimo en mi vida y tenía las cuestiones básicas claras. Pero siempre hay un gusanillo dentro de mí: me gusta aprender, disfruto con ello. Así que, igual que en la primera supervivencia, decidí aprender de todo lo que me pasaba, de cada momento y circunstancia, de todas las personas y de mi propio cuerpo, al que no había escuchado en mi vida por carecer de tiempo. Decidí no perder comba.

La batalla iba a ser larga, me habían prevenido contra ello: «Esto es una carrera de fondo». Xavi me animaba también: «Mamá, tú eres una corredora de fondo, ahí te manejas muy bien, te mueves bien en el largo plazo y en medio de retos...». Mis consuegras me estimulaban: «Eres un todoterreno». Por todos lados me alentaban: «Eres fuerte...». Era tanta gente la que me decía lo mismo que yo casi no me reconocía: ¿No lo veían? Me costaba muchísimo aceptar la lucha por la vida. Me parecía de locos. No tenía ganas de luchar de nuevo de forma titánica. Ya llevaba luchando de forma espectacular los últimos quince años, desde que mi marido se marchó. No sabía si, realmente, la muerte no compensaba la desmesura de la lucha que podría abrirse de nuevo ante mí. Me di cuenta de que lo que me tocaba desarrollar a tope era la paciencia con mi pobre cuerpo, porque mi tendencia natural es hacia la acción.

Después de la aparición de los segundos tumores decidí dejar las dos salidas abiertas: morirme o vivir. Cualquiera me valía, iba a permitir que Dios decidiera de nuevo por mí. Al principio me reboté con lo del riñón, porque pensé que me faltaban todavía muchas cosas por hacer. Pero, poco a poco, a medida que iban pasando los días, me daba cuenta de que sí y no. Además, yo estaba tan sumamente atendida, tantísimo, que continuar enferma ya no me parecía algo ni medio regular. Me dolía todo, pero lo aceptaba todo. Una de mis amigas notó mi cambio interior: «Te estás fortaleciendo por dentro...», me dijo muy contenta.

La vida y la muerte

Quince años atrás, la pelea por la vida me había cogido con el paso cambiado. Ahora ya no era así, porque se desarrollaba a otro nivel. Lo primordial y básico lo tenía ya solucionado. Hace tiempo que conozco a Dios y, lo que es mejor, Él me conoce a mí. Me fascina el más allá y pienso que la buena noticia de que los muertos resucitan, tendría que estar permanentemente en la portada de los periódicos.

De hecho, cuando me dijeron la gravedad de mi enfermedad prácticamente ni me inmuté. Sin embargo, en un instante, mi vida pasó frente a mis ojos a velocidades de vértigo y vi que, con bastante probabilidad, estaba casi al final. Tener tres hijos varones treintañeros, colocados profesionalmente y dos de ellos casados, me ayudó a centrarme. Además, sé que soy mortal, tengo asumida la muerte y la vida, y sé que la vida eterna está de alguna forma presente ya aquí. Sabía también que, si tenía que vivir, lo haría a pesar de cualquier pronóstico médico, y que si ya había terminado mi misión en este mundo, no viviría, y que tampoco pasaba nada.

Reflexionaba sobre el valor de la enfermedad, y sobre cómo Dios aprovecha cualquier cosa que nos pasa para nuestro beneficio. Me veía a mí misma como una gran catedral que Dios llevaba construyendo desde hacía tiempo. Me parecía que hasta ahora había construido conmigo todo lo grande. Me imaginaba la catedral de Milán sin los adornos y pensaba que, de ese modo, no dejaba de ser una nave casi industrial, grande y con poca gracia. Y así era yo ahora. Veía cómo en las catedrales la gracia y la belleza venían de las cresterías, de las gárgolas, esculturas, pináculos, chapiteles... detalles que las identifican y hacen únicas. Yo me veía como una de tantas personas, y pensé que, a lo mejor, el trabajo de Dios en mi enfermedad sería hacerme una persona mejor. No lo sabía. Pero sí que debía colaborar como pudiera para que se hiciera realidad, por lo menos, no obstaculizándolo.

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