1 ...6 7 8 10 11 12 ...23 Así como el pecado acarrea tanto mal y tanta amargura, la misericordia es bálsamo que devuelve la alegría de la salvación y mete dulzuras de paz en el alma. La razón más profunda y clara es que en Dios reside toda bondad. El corazón endurecido se ablanda y recibe la bendición de Dios, pues la misericordia es inefable, verdadera, engrandece los cielos, es inmensa, colma de esperanza, conduce a la salvación. Dios es el Misericordioso y la Misericordia. Entre las alabanzas que Francisco ofrece a Dios, se encuentra la de la gratitud por ser dulce, amable y sobre todas las cosas deseables.
El solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto, que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y de todos los justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos (Adm 23,10).
Benedicto XVI se referiría a la conversión de san Francisco, considerándola como un gran acto de amor, querer «vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14), en pobreza y buscando a Cristo entre los pobres. Por eso, san Francisco «se nos presenta tan actual, incluso respecto de los grandes temas de nuestro tiempo, como la búsqueda de la paz, la salvaguardia de la naturaleza y la promoción del diálogo entre todos los hombres. San Francisco es un auténtico maestro en estas cosas. Pero lo es a partir de Cristo, pues Cristo es «nuestra paz». Cristo es el principio mismo del cosmos, porque en él todo ha sido hecho (cf Jn 1,3). Cristo es la verdad divina, el «Logos» eterno, en el que todo diálogos en el tiempo tiene su último fundamento. San Francisco encarna profundamente esta verdad «cristológica» que está en la raíz de la existencia humana, del cosmos y de la historia... Dios hablaba a Francisco desde la podredumbre de los leprosos y con la palabra del crucifijo de San Damián. Desde entonces «su camino no fue más que el esfuerzo diario de configurarse con Cristo. Se enamoró de Cristo. Las llagas del Crucificado hirieron su corazón, antes de marcar su cuerpo en La Verna. Por eso pudo decir con san Pablo: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20)» 5.
El mundo comenzó a respirar un aire nuevo cuando Dios se presentó ante nosotros casi como un leproso. También en Asís las cosas se vieron de otra manera cuando Francisco besa al leproso y se deja besar por él. Hay reciprocidad de donación. Que la pobreza que tiene el leproso no es solo suya, será camino de reconciliación entre el desamparo y la ayuda. De ese encuentro entre la violencia, lepra que mata, y el amor fraterno, crecerá el árbol de la paz.
En el capítulo 22 de la primera Regla , san Francisco hace una exhortación a los hermanos y les muestra su proyecto de vida: «Nos hemos obligado a seguir las huellas de nuestro Señor Jesucristo. Son amigos nuestros aquellos que nos causan injustamente humillaciones y sinsabores..., porque nos ayudan a alcanzar la vida eterna. El pecado arranca de nosotros, el amor de Jesucristo. Una vez que hemos dejado el mundo, no hemos de tener otra preocupación que la de seguir la voluntad del Señor. Ser tierra buena y fecunda. Tener el corazón limpio y la mente pura. Fieles a la palabra, vida, enseñanza y Evangelio de Cristo».
La vocación, la llamada de Dios a convertirse a Él, consiste en hacer penitencia, según el lenguaje propio de Francisco: Adoptar, de manera generosa y exclusiva, la forma de vivir que anuncia el santo Evangelio:
De este modo me concedió el Señor a mí, el hermano Francisco, dar comienzo a mi vida de penitencia. En efecto, mientras me hallaba en los pecados, se me hacía muy amargo ver leprosos. Y el Señor mismo me condujo en medio de ellos, y yo practiqué la misericordia con ellos. Pero, cuando me aparté de los pecados, lo que antes se me hacía amargo se me cambió en dulcedumbre del espíritu y del cuerpo. Y, después de esto permanecí un poco de tiempo y salí del siglo (Test 1,3).
Este es un texto fundamental, no solamente en cuanto se refiere a la conversión de Francisco, sino de la renovación constante y permanente de la vida franciscana. El «¡comencemos, hermanos!» (1C 103) de los últimos días, es un querer volver a los orígenes, a los leprosos, a la misericordia, al apartarse del pecado, a salir del mundo, a convertirse. Lo que llamaríamos una renovación continua en la fe y en la verdad. De una manera particular en la forma de vivir esa fe, aceptando riesgos y compromisos, teniendo que tomar, con mucho coraje, decisiones importantes e inmediatas. Esperando contra toda esperanza y en una situación de cambio continuo dentro de un mundo complejo e inestable.
El hermano tiene que estar en una actitud de constante apertura a la conversión, al acercamiento a Dios. Ahora bien, esa conversión conlleva la transformación de la síntesis mental que uno tiene, por otra nueva. Es como reestructurar la personalidad redimensionándola. Una sociedad cambiante, distinta, exige una personalidad nueva. Aquí es donde se va a encontrar con uno de los problemas más agudos. Se siente el estímulo y el imperativo de la renovación, pero, también, la resistencia personal al cambio. Entonces, en esta lucha, se buscará la «zona de nadie», un lugar apacible en el que la conciencia permanezca tranquila sin disturbar el modo de vivir. Se inventarán falsas razones para autoengañarse, para no hacer esfuerzo alguno de renovación, para adaptarse a situaciones nuevas, para convertirse.
Me concedió el Señor... La conversión es un don de Dios. Es el Señor quien le ha puesto en camino. «No me elegisteis vosotros, fui yo quien os elegí» (Jn 15,16). Y Francisco les recordará frecuentemente a los frailes esta iniciativa divina: «los que por inspiración divina quisieran ir entre infieles» (2R 12,1); «cuando alguno movido por divina inspiración viene a nuestros hermanos» (1R 2,1). Lo que vimos y aprendimos, eso os lo hemos enseñado (Jn 3,11). La Iglesia que ha engendrado por la fe y el bautismo continúa, en el hermano, su fecundidad de anuncio y conversión, en el convencimiento de que todas las acciones evangelizadoras pertenecen a una comunidad universal. Es la consecuencia de la pertenencia, de la comunión de todos en Cristo.
«Me he detenido con particular emoción –dijo Benedicto XVI– en la iglesita de San Damián, en la que san Francisco escuchó del crucifijo estas palabras programáticas: “Ve, Francisco, y repara mi casa”. Era una misión que comenzaba con la plena conversión de su corazón, para transformarse después en levadura evangélica distribuida a manos llenas en la Iglesia y en la sociedad» 6. La vida en penitencia va a suponer una transformación de actitudes, de gestos concretos que respondan a la nueva situación. La vocación cambia la mente, los comportamientos, la existencia del hombre. Ha recibido la llamada y ahora le pone cerca de sus hermanos. No es que haya comprendido la razón de su servicio de reconciliación universal, sino que el Espíritu le ha entusiasmado y ya no puede vivir sino abrazado al Evangelio. Por eso, uno de los primeros objetivos evangelizadores es la reconciliación, el restablecimiento de la confianza entre los hombres, perdida en el desconocimiento mutuo y el olvido del Evangelio.
No tenemos otra sabiduría. El hermano ha optado decidida y conscientemente por Dios. Y va a responder, siempre desde la fe, con las aptitudes, con las gracias, con los carismas que ha recibido. Cada uno de esos dones, de esas cualidades, estará dirigido y ordenado a un servicio dentro de la comunión. Si lleva consigo la luz de la fe, conocimiento, esperanza, carismas, comunión... no es para complacerse orgullosamente en ello, sino para responsabilizarse más en la tarea de servir con eficacia al Evangelio. El fin no es brillar y sorprender, sino ofrecer una luz: la de Cristo. Francisco «sintetizando en una sola palabra toda su vivencia interior, no encontró un concepto más denso que el de “penitencia”: “El Señor me concedió a mí, fray Francisco, comenzar a hacer penitencia así”. Por tanto, se sintió esencialmente como un “penitente”, por decirlo así, en estado de conversión permanente. Abandonándose a la acción del Espíritu, san Francisco se convirtió cada vez más a Cristo, transformándose en imagen viva de él, por el camino de la pobreza, la caridad y la misión» 7.
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