Carlos Amigo Vallejo - Francisco de Asís

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Después de muchas horas de lectura de fuentes y documentos, y de muchas visitas como peregrino a los lugares donde transcurrió la vida de san Francisco, el cardenal Carlos Amigo redescubre la historia, la vida y el espíritu del santo de Asís, con la intención de reflejar su amor a Dios, su pobreza y su fraternidad. En propias palabras del autor, «el santo de Asís es una fuente viva de la que sale por todos los caños el manantial gozoso de saber que Dios es nuestro Padre y que Jesucristo es el primer Hermano». Apoyándose en las genuinas fuentes franciscanas, en los estudios históricos recientes y en el magisterio de los últimos Papas, el autor interpreta la historia de este santo de leyenda, cuya sencillez y humildad acabó transcendiendo su época para convertirse en una de las más altas manifestaciones de la espiritualidad cristiana.

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Después que hemos abandonado el mundo, ninguna otra cosa hemos de hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle... Por eso, pues, todos los hermanos estemos muy vigilantes, no sea que, so pretexto de alguna merced, o quehacer, o favor, perdamos o apartemos del Señor nuestra mente y corazón. Antes bien, en la santa caridad que es Dios, ruego a todos los hermanos, tanto a los ministros como a los otros, que, removido todo impedimento y pospuesta toda preocupación y solicitud, como mejor puedan, sirvan, amen, honren y adoren al Señor Dios, y háganlo con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca por encima de todo; y hagamos siempre en ellos habitación y morada... Y adorémosle con puro corazón (1R 22,9.25-29).

El convencimiento franciscano de fidelidad a la verdad, no proviene del almacenamiento de datos y experiencias adquiridos, sino de la gratuidad de un Dios que se manifiesta como el bien completo, supremo y admirable. Es el Dios y Padre de Jesucristo, quien asegura toda la verdad. Él es santo, único, fuerte, grande, altísimo, rey, omnipotente, bueno, fortaleza, admirable, eterno, laudable, bendito, misericordioso, Trinidad perfecta y simple unidad, justo, santísimo, el bien, el sumo bien, el todo bien. Así es como san Francisco describe, con un desbordado cántico de alabanzas, esa totalidad inmutable de Dios.

Como si de una maligna y destructiva termita se tratara, el relativismo maquina y se mete entre todos los recovecos de la existencia y va minando las estructuras más firmes hasta el derrumbe completo. Bajo el disfraz camuflado de apertura y tolerancia, el relativismo es engañoso seductor que va robando cimientos y secando las fuentes del conocimiento de la verdad y de la valoración ética de la conducta. Nada vale nada. Todo es igual, efímero y subjetivo. Con ese encadenamiento, tan esclavizante como cargado de petulancia, se camina por la vida dando tumbos y revueltas, propios de mentes desajustadas. Fuera virtudes y valores. La verdad en entredicho y la ética según el caprichoso deseo de cada cual. Relativismo universalizado en tal modo que no quede títere con cabeza. Depende del color y punto de mira, de la cultura y de los modos de situarse cada uno en su propia vida.

No había de ser así en el pensamiento y vida de Francisco, pues Dios era el principio y el final, el cimiento y la cumbre, la fortaleza y el consuelo. Dentro de tantos atributos y de reconocimientos a la bondadosa acción de Dios, hay algunos que se repiten y están siempre en la mente y en los escritos de Francisco: el Altísimo que merece toda alabanza. Es el Dios único que hace maravillas admirables. Fuerte y grande. Trinidad y unidad. Creador de todas las cosas. Rey de cielo y de la tierra. El que nos saca del cautiverio del pecado. «Por tu Hijo nos creaste, así, por tu santo amor con el que nos amaste» (1R 33). Sentido de un Dios que lo llena todo de sabiduría y amor. Que todo lo puede y es santísimo. Es la base más sólida para el asentamiento de todos los principios en los que se pueden fundar los criterios, las leyes y normas que regían el recto comportamiento del hombre.

Si el relativismo es la anarquía del pensamiento, la unidad de Dios garantiza y recompone la relación entre el objeto y el conocimiento, entre la razón y la inteligencia, entre la fe y Dios. Lo relativo queda en su límite y proporción. La omnipotencia de Dios abre espacios inmensos donde encuentra su esencialidad cuanto ha sido creado, llamado a la existencia. Esa razón de omnipotencia no es una fuerza tiránica que anula cualquier acción libre de la persona, sino aval que proporciona seguridad al conocimiento, haciendo que el hombre se deje llevar de la mano de Dios hasta la verdad de la creación entera. La omnipotencia, no es limitación, sino apertura para ver, más allá de los parámetros de la experiencia sensible, las razones últimas de cuanto aparece ante el juicio razonador del hombre. En una perspectiva moral, el relativismo produce una esquizofrenia, en tal manera demoledora, que divide, separa, mete en alteridades llenas de ambigüedad, deja al hombre perplejo, indeciso, con voluntad cambiante, desprovista de criterios y elementos para ofrecer una opinión adecuada. La conducta está tan subjetivada como veleidosa y la permisividad se deja llevar de la sensibilidad y el gusto, desvistiendo al hombre de su propia y más valiosa personalidad. Vive sin criterios ni estabilidad de pensamiento y de conducta.

El Dios omnipotente de Francisco de Asís no manda desde fuera. Está pronto para hacer oír su voz en lo más íntimo de cada uno. Es omnipotente por la fuerza de su amor a las criaturas, no por caprichoso deseo de poderío y jactancia. Amor omnipotente al que no hay posibilidad de ponerle límite alguno. Esta es la sabiduría de la omnipotencia, que libera de falsas apariencias y llama a la esencialidad. Si de Dios viene, no puede por menos que ser bueno y verdadero. La omnipotencia es como una luz que se enciende ante todas las oscuridades que se pueden presentar. Dios tiene el poder de la luz y su luz nos hace ver la Luz. Bondad que sobrepasa cuanto imaginarse pueda, que lo transciende todo. Dios supera lo insuperable. Él es la fuente y el final. Alfa y omega. Esta es la inmensidad de Dios, vivida por Francisco: «Tú me sondeas y me conoces, estás en todo lugar y tu saber me sobrepasa» (Sal 138).

Más allá de todo y, al mismo tiempo, metido en la historia del hombre, para que se le pueda encontrar en todo lugar y tiempo. El pensamiento franciscano supera el relativismo con la experiencia de Dios, que no solo es contemplación del misterio, sino correspondencia leal y comprometida. San Francisco lo expresa de esta manera: «Danos a nosotros, miserables, hacer por ti mismo lo que sabemos que tú quieres, y siempre querer lo que te place, para que, interiormente purificados, interiormente iluminados y abrasados por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo» (CtaO 50-51). La identificación con el Altísimo es obra del Espíritu, que llena el corazón del mejor y más sincero deseo: seguir las huellas de Jesucristo. Lo relativo se supera en esa identificación perfecta con el Verbo.

Dios es el Altísimo. No en un sentido espacial, de situación física. Dios es el altísimo bien. Amar es gozar en su amor. No hay lugar en el corazón del hermano que no sea para Dios. Este es el gran misterio que ha comprendido Francisco. Y «bienaventurado el siervo que guarda en su corazón los secretos del Señor» (Adm 28, 1-3). La presencia intemporal y omnipresente de Dios garantiza el que se pueda orar siempre, en cualquier forma, con silencio y quietud o saltando por los caminos; en la solemnidad de la liturgia o imitando el cantar de los pajarillos, estar y callar, sentir, llorar...

El relativismo arrasa, con la guadaña del escepticismo, cualquier brote de verdad y roba el alma a las cosas. Deja sin vida, sin posibilidades de crecimiento y de alcanzar unos horizontes grandes. El Dios misericordioso que trae consigo todos los bienes, ahora y en el futuro, por eso es el que merece toda alabanza. Él es quien pone en el hombre poder y fortaleza. Si el relativismo destruye la posibilidad del encuentro con la verdad, la misericordia es el amor de Dios metido en las realidades de este mundo. Y no solo suple, sino que colma todas las aspiraciones de unidad entre lo conocido y lo amado. La misericordia une y ata los lazos más firmes del conocimiento del hombre y del encuentro de la inteligencia con todo lo creado, pues le pone «alma» al conocer, para que no quede en una simple idea. «El corazón tiene sus razones», diríamos con el pensamiento pascaliano. Y poner «corazón» es oficio de la misericordia.

Sumo y todo bien

Como perfección y supremo bienestar. Así entiende Francisco el bien. Cúmulo y expresión de todos los atributos de Dios. El bien es la esencia de Dios. ¡Tú eres el bien! La integridad completa. ¡Tú eres todo bien! Lo más grande, querido y ambicionado. ¡Tú eres el sumo bien! La bondad en su perfección y exclusividad. ¡Tú eres el solo bueno! Estas palabras «todo bien, sumo bien, total bien», manifiestan no solo una entusiasmada proclamación de alabanza a Dios, sino de entrega incondicional y gozosa. Contra el relativismo, la aceptación de Dios como bien perfecto, bondad absoluta, misericordia sin limitaciones, conocimiento de la verdad, que es sabiduría y amor. El digno de toda alabanza: «Bendigamos al Señor Dios vivo y verdadero: tributémosle siempre alabanza, gloria, honor, bendición y todos los bienes» (Ofp 1, 1). Estas palabras son una maravillosa síntesis de la vida franciscana. Todo lo creado se recoge en un cántico entusiasmado de alabanza y bendiciones a Dios, al que todo se ofrece, del que todo se espera.

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