1 ...8 9 10 12 13 14 ...23 No había sido nada fácil el discernimiento acerca de la forma de vida que Dios quería para él y para los hermanos penitentes. Muchas eran las noches en vigilia en las que el bienaventurado Francisco preguntaba al Señor acerca de lo que debía seguir y hacer, consciente de los riesgos que llevaba consigo esta aventura del Espíritu, pero siempre y poniéndose continuamente en las manos de aquel que le llamaba a ser pobre entre los pobres.
«Los pensamientos de Dios no son los pensamientos de los hombres», había leído Francisco. Así que solamente había un camino: escuchar al altísimo Señor. No se trataba de razonar y ver ventajas y riesgos de los pasos que se iban a dar, sino de actuar en coherencia con la fe que se le había dado. Era el buen Dios el que le llamaba para que siguiera las huellas que el Señor Jesucristo había dejado a su paso por la tierra. Así le quería el Padre: como a su hijo Jesucristo. Y de este modo lo expresaba en pocas y sencillas palabras, como escribe en la Regla . Para realizar con sinceridad esta búsqueda y discernimiento, Francisco había comprendido que solamente podía llegar hasta Dios si Dios le llevaba de la mano, pero teniendo en cuenta que ello era para servir a todos los hombres, que eran objeto del amor redentor de Jesucristo.
Y hablar continuamente con Dios, porque solamente en Él, que es la fuente de la luz, se podía encontrar aquella lámpara que guiara en el camino a los nuevos hermanos. Se consultaría también a personas de buen espíritu, como la virgen Clara, que vivía en contemplación permanente del misterio de Dios. Ver y sopesar los acontecimientos, las circunstancias históricas en las que vivían los hombres, pero interpretarlo y juzgarlo a la luz de la palabra de Dios. Este era el mejor de todos los criterios: lo que Dios Padre quería para sus hijos. Y todo ello debía hacerse sin angustia ni miedo, pues el trato con Dios no tiene amargura (Sab 8,16). Que la paz proviene del Espíritu de Dios, que produce tranquilidad interior, sin que ello suponga indiferencia y querer huir de toda preocupación y responsabilidad. Francisco tenía en su mano el mejor de todos los instrumentos para discernir y someterse a la voluntad de Dios: la fe. Aceptar que el Altísimo se haya manifestado en Jesucristo. Él era el camino, la verdad y la vida. Él era la luz y la meta a conseguir: hacer en todo la voluntad del Padre.
¡Mi Dios y mi todo! Dios, siempre Dios. Lo más admirado y querido. Lo más grande y el que está más cerca. El misterio más insondable y la sabiduría que llena de luz la creación entera. En las alabanzas al Dios altísimo, Francisco manifestaba todo lo que sentía sobre la grandeza y la compañía del Señor. El gozo de saberse junto a Él, de estar seguro de que caminaba por el sendero que Dios le había trazado. No tenía que buscar más: Dios había encontrado a Francisco y el Pobre de Asís lloraba de alegría al pensar en la bondad del Dios Padre.
Esa proximidad de Dios colmaba de gozo su espíritu. Ya podía estar en permanente conversación con el Señor. Era una experiencia trinitaria, pues Dios Padre había enviado a su Hijo y en la gracia del Espíritu Santo había santificado a la Iglesia. El Dios uno y trino es el Dios de Francisco de Asís. En el pensamiento, las actitudes, la palabra y la vida de Francisco, Dios es luz inaccesible, omnipotente, causa y razón de toda la belleza, humildad y paciencia. Misericordioso, salvador, rey y señor de todo. Con Él se habla en la oración. Es confianza y esperanza, señor, juez, padre, amigo. Creador, redentor, consolador. Francisco estaba convencido de que había sido llamado para ayudar a que los hombres se encontraran con Dios.
¿Quién le aseguraba que todo aquello era verdadero, bueno y comprensible para el hombre? La respuesta estaba en el Altísimo, el Omnipotente, el todo Bien. Lejos de cualquier materialismo panteísta, había que hallar en Dios todas las cosas. No cabe el indiferentismo. Para ver al invisible presente hacen falta unos ojos nuevos, los que deja limpios el paño de la misericordia. En la medida en que Francisco se acercaba a los enfermos y a los pobres, veía a Dios y se encontraba consigo mismo. Dios actúa siempre como Dios. Ha estado grande con nosotros. Y vivimos contentos. Pecado de blasfemia sería el negar la bondad de Dios. Esta es la grandeza y la causa de la alegría: Dios es la suprema bondad. No cabe el relativismo. Dios siempre va delante y es el primero. Para escuchar a Dios hay que dejarlo hablar. Es la grandeza del misterio. Cuando se hacen las tinieblas, la luz sigue brillando. El Padre habita en una luz inaccesible, y Dios es espíritu, y a Dios nadie lo ha visto jamás. Por eso no puede ser visto sino en el Espíritu (Adm 1,5-6). Esta es la forma de conocimiento de Francisco. A Dios hay que contemplarlo con ojos espirituales, como María.
La existencia de Dios llena por completo la vida y las aspiraciones de Francisco:
Ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto, que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y de todos los justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos. Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, diariamente y de continuo, todos nosotros creamos verdadera y humildemente, y tengamos en el corazón y amemos, honremos, adoremos, sirvamos, alabemos y bendigamos, glorifiquemos y ensalcemos sobremanera, magnifiquemos y demos gracias al Altísimo y sumo Dios eterno, Trinidad y Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas y salvador de todos los que creen y esperan en Él y lo aman a Él, que es sin principio y sin fin, inmutable, invisible, inenarrable, inefable, incomprensible, inescrutable, bendito, laudable, glorioso, ensalzado sobremanera, sublime, excelso, suave, amable, deleitable y todo entero sobre todas las cosas deseable por los siglos» (1R 23).
A tan gran Señor habrá que devolver lo que de Él hemos recibido. Quien guarda y retiene algo para sí está robando a Dios lo que es de Dios. Debemos ser siervos suyos y estar sujetos a toda humana criatura por Él. Deseando agradarle en todo, como conviene al siervo de Dios y seguidor de su altísima pobreza. Todo había de mirarse con los ojos de la fe, pues solamente desde la bondad de Dios se podía comprender la existencia. «Cuando hablamos de la fe, por tanto, va implícita una doble relación: una horizontal, entre los seres humanos, y otra vertical, con Dios, íntimamente relacionadas entre sí [...]. Estamos ante un don, una obra del Espíritu en nosotros que, por tanto, sobrepasa todo determinismo humano: La fe no nace en el corazón de los hombres como producto de las discusiones, sino por obra del Espíritu Santo, que concede sus dones a cada uno según le place» 13. En esa fe se encuentran la alegría y la esperanza.
«¡Sumo, glorioso Dios!, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento» (Orsd). Así habla Francisco con el Cristo de San Damián. La conversión no había sido sino el proceso de un hombre creyente que desea, con toda sinceridad y razón, entrar en los proyectos de la voluntad divina. Allí encontraría fortaleza contra todos sus miedos y temores. El abandono en Dios producía una gran paz, sin que por ello dejara de sentir todos los días el peso de la cruz. Así lo diría Francisco en la primera Regla :
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