Mateo Bautista García - Duelos para la esperanza

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La muerte de un ser querido nos golpea a todos tarde o temprano. Este libro recoge 28 relatos testimoniales, fruto de la experiencia de la dolorosa pérdida de un ser querido –cónyuges, hijos, nietos, hermanos…–. Son testimonios que acompañan y ahondan en el camino del duelo con breves recomendaciones para quienes quieran arrojar luz y esperanza a la desolación por el fallecimiento y la despedida. Mateo Bautista, religioso camilo experto en Pastoral de la Salud, participa activamente desde hace décadas en el acompañamiento y la sanación de personas en situación de duelo, sobre todo a través del Grupo Resurrección, un espacio pastoral y de evangelización que más allá de la ayuda mutua.

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Cada uno había encaminado el duelo como había podido

Quiero que sepas que el hombre y la mujer elaboramos el duelo de distinta forma. Me apoyé mucho en mis amigos, mis vecinos, la comunidad de la Iglesia; busqué ayuda psicológica, pero me sentía siempre sola. Parecía que Andrea se había muerto solo para mí.

Pablo crecía sano y hermoso; con un año, ya caminaba; caminó antes que su papá. Llegaron sus dos añitos y organizamos una linda fiesta con familiares y amigos. Me acuerdo de que cociné todo casero: tartas, tortas, variedad de saladitos; colgamos guirnaldas, y hasta preparé suvenires. Ya estábamos mejor; cada uno había encaminado el duelo como había podido, a su manera. De algún modo estaba implícito que la vida continuaba para nosotros, pero no todo sería un lecho de rosas.

Para cuando Pablo comenzó el preescolar, yo ya estaba divorciada y vivía con el niño otra vez en Buenos Aires. Busqué trabajo y a los pocos meses comencé como ayudante de laboratorio en un prestigioso colegio de la zona. Pablito cursó el primer año en otro colegio y, para el segundo, yo ya había conseguido media beca en la escuela donde trabajaba, un colegio bilingüe de doble jornada, lo que me permitió tomar más horas en otros colegios e ir de a poco acomodando nuestra economía.

A medida que Pablo crecía, le iba contando acerca de su hermana, a quien no llegó a conocer, pero a la que amaba a través del relato. No quería tener fotos de ella; lo ponían triste. ¡Está bien! Tampoco es necesario tener fotos en exposición. Y así fue creciendo. Todo lo que hacía en la escuela le gustaba: arte, música, deportes. ¡Cómo aprendió a nadar! Cuando él se tiraba en lo profundo de la pileta, yo esperaba el momento de verlo asomar, como una mojarrita 1, flaco y largo. Inglés, mucho no le gustaba, pero igual se esforzó e hizo un año por libre para poder estar junto a sus compañeros. Tenía facilidad para el estudio. Cumplió diez años y me pidió si le podría regalar una bicicleta. Ahorré, hice un gran esfuerzo y se la regalé. ¡Qué feliz estaba! Llegaba del cole y siempre daba una vueltita en bici. Cuando se iba con su papá, se la llevaba. ¿Qué niño de diez años no sueña con tener su bicicleta? ¿Qué niño de diez años, que la tiene, no la disfruta? ¿Qué niño no se cae de su bici, se levanta y sigue andando?

Voy a dar la última vuelta en bicicleta

Fue el 28 de febrero de 2002. Esa noche, Pablo debía volver a casa después de un mes de vacaciones con su papá. Era sábado, año bisiesto, y el lunes comenzaban las clases; teníamos que preparar la mochila con los útiles y el guardapolvo. Era un día de mucho calor. A la tarde salió a dar una vuelta en bicicleta por la plaza, que quedaba a una cuadra de la casa del papá, pero antes de salir dijo: «Voy a dar la última vuelta en bici».

Me llamaron por teléfono avisándome de que el niño se había golpeado, que lo habían llevado al hospital, pero que estaba bien, que no me preocupara, que no era nada grave. Ya ni me acuerdo de quién me llamó. Cuando me acerqué al lugar, mi hijo se había ido para siempre. Se había ido dejando mis manos vacías, mi alma totalmente quebrada y sangrando; se fue y se llevó con él el futuro, el porvenir.

Llegué al hospital donde todos parecían esperarme: el papá, familiares, amigos; solo faltaba yo, ¡la mamá! Y aquí te repito lo que te conté al principio: cuando ocurre una tragedia, una desgracia o un accidente con un hijo, casi siempre la última en enterarse es la mamá. ¡Claro! Si lo pensamos juntas, hasta es lógico. ¿Quién querría dar semejante noticia? Pero no, no es lógico, porque la muerte de Pablo tampoco era lógica.

El médico de guardia me dijo: «Luchamos más de una hora: se iba y volvía; se iba y volvía, hasta que finalmente se fue. La caída sobre su bicicleta le produjo la rotura de la vena cava inferior, provocando un derrame interno». Y agregó: «Ocurre un caso en un millón».

Estaba desolada. Lo miraba y parecía dormido. Le preguntaba: «¡Hijo!, ¿qué pasó?». Pero nada, no había respuesta; el abismo de la muerte nos separaba. La muerte que un día llegó, sin aviso y como producto del azar, golpeó otra vez nuestra puerta; más que golpear la tiró abajo y sin darme tiempo a nada, ni a luchar junto a él, ni a despedirme, ni a abrazarlo, ni a estar a su lado. Se lo llevó sin preguntar nada, sin consultar, sin conceder tiempo para prepararme; llegó en un único y solo golpe certero con su bicicleta.

Tantas veces pensé en esas palabras del doctor: «¡Hasta que finalmente se fue!». ¿Lo decidió? ¿Debía ocurrir? ¿Era su tiempo? Te cuento, querido lector/a, que en el camino del duelo del Grupo Resurrección aprendemos a convivir con preguntas sin respuestas. Forman parte del misterio de la vida y la muerte. No te voy a mentir: no fue en absoluto nada simple para mí comprender y aceptar que ese sueño, que una vez se había hecho realidad, se desvaneciera, como si un espejo se rompiera en mil pedacitos imposibles de juntar.

Quedé sola y con las manos vacías

En enero del 2003, unos amigos me invitaron a pasar unos días en una cabaña en Villa La Angostura, y estando frente al lago escribí algo que indica cómo me encontraba. Quiero compartirlo contigo:

«Su ausencia es como el cielo, lo cubre todo»: esta frase no es mía en cuanto a la autoría, pero sí lo es en su verdadero significado. La ausencia del que ya no está físicamente produce un dolor tan inmensamente profundo que nada ni nadie puede calmarlo; es un dolor que no cabe en el cuerpo, que se irradia por los poros y que, poco a poco, comienza a manifestarse en diferentes dolencias. Hoy duele una parte, mañana otra y así el cuerpo se va quejando. ¿Qué hacer con esta ausencia que lo cubre todo? Me pregunto una y otra vez, y no encuentro respuesta. Le pregunto a Dios, y allí está mudo; solo se expresa a través de los sonidos de la naturaleza: el golpeteo incesante de las aguas en la costa del Lago Correntoso, el canto de las aves del bosque donde coníferas y otras especies aportan el marco para esta verdadera postal viviente, el sol que asoma y se esconde entre las nubes, el horizonte que es agua cristalina y montañas. Vine hasta aquí buscando paz para mi alma abatida por el dolor de la ausencia de mi hijo Pablo. ¡Cómo lo extraño! Daría mi propia vida por volver a disfrutarlo, por volver a abrazarlo y decirle cuánto lo amo, y lo seguiré amando a pesar del enorme abismo que nos separa, ese abismo que es la muerte. Hace casi dos horas que estoy frente al lago, recordando, escribiendo y llorando, tratando de encontrar una respuesta a mi pregunta de siempre: ¿Qué hacer con esta ausencia que lo cubre todo? Pero Dios no me responde; allí está mudo, solo se expresa a través de los sonidos de la naturaleza.

Volví a Buenos Aires y pensé: o me siento a llorar toda la vida esperando que la muerte venga a buscarme y me transformo en una carga insostenible para los demás, o tomo las riendas de mi vida. Junté mis pedazos y comencé de nuevo, como después de un terremoto, cuando nada queda en pie. ¡Volver a empezar!

Como en un túnel, al principio oscuro, con agua en los pies...

El psicólogo que me acompañaba en este proceso me dijo que, cuanto antes aceptara entrar en el camino del duelo, sería mejor para mí. No lo entendí. Creía que yo ya no tenía salida, que nunca jamás volvería a sonreír, que de ahora en adelante sería un sobrevivir con pena, ¡pero había salida! Me lo explicó con una metáfora que quiero compartir contigo: es como entrar en un túnel, que al principio es oscuro y tiene un poco de agua; de a poco sientes que se te mojan los pies. Aún está oscuro, el agua sigue subiendo y por el momento no se ve claridad, pero no te ahogas, porque en determinado momento y casi sin darte cuenta comienza la claridad y llega el tiempo en que pisas en seco. Claro que esto no es magia; es un proceso lento que necesita de ayuda, para que las heridas sanen desde lo profundo hasta la superficie. Al principio duele pero, a medida que se trabaja sobre la muerte del ser amado, el dolor se vuelve más calmo. Siempre duele, pero cada vez con más serenidad, hasta que un día aprendes a resignificar la vida, a darle un nuevo sentido.

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