Todo es gracia
Vicente Borragán Mata
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Introducción
La palabra gracia es muy utilizada en el lenguaje de la Iglesia, pero si saliéramos a la calle y preguntáramos a los fieles cristianos qué es, la mayoría levantaría sus hombros. Seguramente no evoca en ellos nada que haga brillar sus ojos y estremecer su corazón. Pero, ¿de qué hablamos cuando utilizamos esa palabra? ¿Qué se esconde detrás de ella? ¿Qué misterio encierra para nosotros? ¿Qué nos oculta o qué nos revela? ¿Cómo abrir esa caja mágica para poner al descubierto todo su contenido? ¿Es un regalo de Dios al hombre o es algo debido a nuestras obras? ¿Qué relación puede establecerse entre natural y sobrenatural, entre gracia y obras, gracia y ley, gracia y méritos, gracia y libertad, entre lo gratuito y lo debido? ¿De qué vivimos? ¿De qué alimentamos nuestra vida más íntima? ¿De lo que nosotros hacemos por Dios? ¿O de lo que Dios hace por nosotros?
Pero, ¿qué han pensado de ella los autores sagrados, los santos padres, los teólogos y los escritores eclesiásticos? ¿Cómo la han proclamado los predicadores? ¿Cómo la han entendido y vivido la mayoría de los fieles cristianos? ¿Qué es lo que no han sabido formular correctamente? ¿Cómo han podido influir sus explicaciones en la vida cristiana?[1].
Todos esos interrogantes están esperando una respuesta, no sólo a nivel de entendimiento, sino a nivel de corazón, porque de ella depende nuestra comprensión de la vida cristiana: o la convertimos en lo más maravilloso o hacemos de ella algo verdaderamente vulgar; o Dios es el verdadero protagonista de esta historia o el hombre asumiría un papel impropio de su condición de criatura.
Pero hablar de gracia significa sencillamente que estamos hablando del don y del regalo de su presencia y no de algo merecido y ganado por el hombre. Por eso, si hay algo que jamás deberíamos olvidar es que la gracia es precisamente lo contrario a lo debido, a lo merecido y a lo exigido. Apenas se pase por alto este punto de partida, todo se viene abajo. El campo de la gracia y de la justicia, de lo gratuito y de lo debido, se mueven en dos niveles paralelos que nunca llegarían a encontrarse si no fuera por don de Dios. La gracia ni se compra ni se vende. Por eso tenemos que revisar de arriba abajo la teología de la gracia. Porque las consecuencias de una mala concepción de ella han sido nefastas para el cristianismo. Desde el momento en que ponemos en evidencia al hombre y sus obras, la gratuidad de la gracia divina se diluye para siempre.
Eso es precisamente lo que ha sucedido a lo largo de los siglos en la vida de la Iglesia. Se diría que el drama cristiano ha girado siempre en torno a esos dos polos: o Dios o el hombre. Por una parte aparece el hombre con sus obras y sus esfuerzos por tratar de conseguir su perfección y su salvación; por otra, Dios, con la gratuidad absoluta de su perdón y de su amor, de su gracia y de su vida. Pero la realidad ha sido que el hombre se ha puesto demasiado en vista y que sus obras por Dios han ganado la partida a la gracia. La predicación de la Iglesia ha insistido hasta la saciedad en la necesidad de hacer buenas obras para salvarnos. Pero en ese caso, el cristianismo ya no sería una historia de gracia, sino el relato de una des-gracia sin fin.
Gracia y gratuidad son dos palabras tan íntimamente unidas que parecen la misma cosa. Pero la palabra gracia ha sido tan usada, tan mal usada, que ha caído en un gran deterioro con el paso del tiempo. No será fácil que logremos recuperar el encanto que tuvo en sus orígenes y que nunca debería haber perdido. La palabra gratuidad, sin embargo, apenas ha sido utilizada en el lenguaje cristiano, por eso, tiene la ventaja de estar menos manoseada. Pero no basta saber lo que es la gracia en abstracto, sino que hay que poner en evidencia las consecuencias que se siguen de vivir la gratuidad de la acción de Dios en nuestra vida, de lo que significa, en una palabra, vivir de gracia o por gracia. La gratuidad nos desguaza, por decirlo de alguna manera, y nos lleva a vivir a la intemperie o al descampado, en una dependencia absoluta con respecto al Señor. Porque no vivimos de lo que nosotros generamos o producimos, sino de su presencia en nosotros.
No podemos vivir dos vidas paralelas: una, basada en nuestras obras y esfuerzos; otra, basada en la gracia de Dios. Sólo desde una vida vivida en la gratuidad se irá desvaneciendo el rumor de palabras como ley, esfuerzos, obras, méritos, exigencias, sacrificios, para dejar paso a una dulce melodía que acaricia nuestra alma: todo es gracia. Esa es la asignatura pendiente que tenemos los hombres con respecto a Dios. Esa es la revolución que el cristianismo ha aportado.
1 La gracia
¿Por dónde comenzar? Lo normal sería partir de una noción de lo que es la gracia, para saber por dónde vamos a movernos. Porque la gracia no es un tema entre otros, sino el más apasionante y decisivo para la vida del hombre. Con ella entramos en un mundo maravilloso, donde respiramos y vivimos por puro don. Entrar en ese reino es como abrir de par en par el alma a la acción gratuita de Dios para que pueda escribir en ella la historia más preciosa que jamás hubiéramos podido imaginar. Él está ahí, con su amor derramado, invitándonos y urgiéndonos a un encuentro que puede trasformar nuestra vida[2].
Gracia es una palabra que aparece sin cesar en el vocabulario de la vida cristiana, en la predicación y en la enseñanza, en las oraciones y en la liturgia de la Iglesia: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo», «derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros», «te rogamos que tu gracia nos ayude», «multiplica los dones de tu gracia», «que tu gracia, Señor, nos preceda y acompañe», «te rogamos, Señor, que infundas tu gracia en nuestras almas», «soy cristiano por la gracia de Dios»... Pero la realidad es que hemos hecho de ella algo tan abstracto e incomprensible, que apenas provoca ninguna resonancia amorosa en nosotros. ¿De qué hablamos en realidad? ¿Qué es la gracia? ¿Cómo imaginarla? ¿Cómo describirla? ¿Cuál es su contenido? ¿Para qué nos sirve? ¿Cómo explicar a los fieles cristianos lo que es? ¿Cómo hacerlos vivir el misterio estremecedor que se esconde detrás de esa palabra?
La palabra gracia ha sido recubierta de un manto tan espeso, que apenas podemos reconocer lo que se oculta detrás de ella. Nosotros hablamos con la mayor naturalidad de estar en gracia, de repartir la gracia, de merecer la gracia, de perder la gracia, de recuperar la gracia, de aumentar la gracia, de vivir en gracia, de morir en gracia... Pero habría que poner en evidencia desde el primer momento que la gracia es, ante todo y por encima de todo, algo que Dios nos da gratuitamente. Si se pudiera merecer ya no sería gratuita; si se pudiera ganar sería debida como un salario; si se pudiera perder dependería por entero de nosotros y no de Dios. Pero la gracia ni se compra ni se vende, sino que se recibe y se acepta. Tenemos que reconocer, sin embargo, que ni los teólogos ni los pastores de la Iglesia han colaborado demasiado para que los fieles cristianos hayan podido hacerse una idea precisa de lo que es la gracia. Entonces, ¿qué hacer para que la palabra gracia recupere su sentido original y vuelva a sonar como una canción de amor en nuestros oídos? Porque si cuando la pronunciamos no evoca la presencia, el amor y la vida de Dios en nosotros, entonces deberíamos acudir a otra que exprese mejor toda la belleza de su contenido. De todas maneras, para llegar al corazón mismo de la gracia, nada mejor que conocer las evocaciones que ese término tenía para los antiguos y rastrear su significado a lo largo de la palabra revelada y de la mejor tradición de la Iglesia. Sólo así podremos llegar a descubrir lo que distingue a la gracia verdadera de cualquier otra realidad.
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