Mateo Bautista García - Duelos para la esperanza

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La muerte de un ser querido nos golpea a todos tarde o temprano. Este libro recoge 28 relatos testimoniales, fruto de la experiencia de la dolorosa pérdida de un ser querido –cónyuges, hijos, nietos, hermanos…–. Son testimonios que acompañan y ahondan en el camino del duelo con breves recomendaciones para quienes quieran arrojar luz y esperanza a la desolación por el fallecimiento y la despedida. Mateo Bautista, religioso camilo experto en Pastoral de la Salud, participa activamente desde hace décadas en el acompañamiento y la sanación de personas en situación de duelo, sobre todo a través del Grupo Resurrección, un espacio pastoral y de evangelización que más allá de la ayuda mutua.

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Esa tarde descansé, como cualquier tarde. No estaba preocupada por nada. En ningún momento pasó por mi mente que ese día cambiaría nuestra vida para siempre. Cerca de las seis de la tarde, me puse a preparar el matambre para que estuviera listo para la cena. El tiempo fue pasando, se hacía la hora en que tendrían que estar de vuelta, pero no llegaban. Las ocho, las nueve; ya estaba preocupada, pero en ese momento no teníamos móvil (no me acuerdo si existían), ni un número de línea fija como para llamar a alguien; solo me quedaba esperar. ¡Las diez! Ya tenía la certeza de que algo malo había ocurrido; solo restaba que llamaran a la puerta.

La última en enterarse es la mamá

Te cuento que, cuando ocurre una tragedia, una desgracia o un accidente con un hijo, casi siempre la última en enterarse es la mamá. ¡Claro! Si lo pensamos juntas, hasta es lógico. ¿Quién querría dar semejante noticia? Pero no, no es lógico, ni la muerte de Andrea tampoco es lógica.

A las 23:30 h llamaron a la puerta. «¿Quién es?», dije yo. «¡Soy yo, primita!», me respondieron del otro lado; abrí y pregunté: «¿Qué pasó?». Me contó que habían tenido un accidente y que estaban graves los dos. A mi marido estaban trasladándolo a un hospital y Andrea había sido derivada a otro nosocomio en una ciudad diferente. Por supuesto que en la desesperación decía que quería viajar inmediatamente a ver a la nena. Le pregunté si le llevaba ropa. Mi primo, con mucha paz, pero con el corazón hecho pedazos, me abrazó y me dijo: «Ya hablamos con tu obstetra y no te permite viajar; y por la ropita, espera a ver qué te dicen los médicos».

Fuimos hasta el hospital, donde todos parecían esperarme. Monitorizaron al bebé; estaba bien. Me decían que me tranquilizara: «Lo importante ahora es el bebé». Trataban de mantenerme acostada; me faltaba el aire, me ahogaba. Preguntaba por Andrea y me decían que me tranquilizara. ¡Cómo tranquilizarme sin saber nada de ella! De repente me senté, miré de frente a la médica que me atendía y le pregunté: «¿Cómo está la nena?». «¡Tu hija murió!», respondió. «¿Qué? ¡Andrea muerta! ¡Noooooooooooooo!». Salió un aullido desgarrador de mi garganta. El alma se me escapaba del cuerpo, como si mi vida quisiera irse con ella. De repente, alguien me tapó la boca: «Que la señora no llore –se escuchó por allí–, está entrando la ambulancia con el esposo». ¡Que la señora no llore! ¡No podía hacer otra cosa! Quisieron darme un tranquilizante, pero preferí estar lúcida para despedirme de mi hija.

Mi hermano viajó en la ambulancia para traer el cuerpo sin vida de nuestra amada Andrea. En una bolsa venían su vestido azul, su campera y sus zapatos. La noticia revolucionó a toda la familia. Todos querían viajar, pero alguien con buen tino dijo que era mejor viajar de a uno, ya que esto iba a ser para largo y necesitaríamos estar acompañados por un buen tiempo.

Mi esposo quedó hospitalizado. Tenía un yeso pelvipédico, es decir, que va desde debajo de las axilas hasta la punta del pie; le abarcaba una pierna y el resto del cuerpo, ya que durante el accidente, entre otras cosas, se había pulverizado el fémur. ¿Cómo estaría haciendo su duelo?

Querido lector, ¿cómo seguir contándote? ¿Cómo poder trasmitirte mi sufrimiento infinito de ese momento? Velamos el cuerpo de Andrea solo por algunas horas, no sé por qué, no me acuerdo, creo que era una disposición de la sala velatoria, y luego la llevamos al cementerio. Imagen patética, si las hay: ¡una mamá con una tremenda panzota de ocho meses de embarazo llevando una manija del féretro que contenía el cuerpo de su hija de cinco años!

Te escribo y casi no puedo creerlo, y digo casi, porque no puedo creer mi propia historia, nuestra historia. Ese sueño de una hija para llevarla de la mano y acompañarla en su crecimiento se vio truncado cuando la muerte decidió arrebatarla de mi vida.

La vuelta a casa

Me quedé unos días con mi hermano y mi cuñada, en compañía de mi hermana mayor, que viajó especialmente para acompañarme, y luego tomé la decisión de volver a mi casa; en algún momento lo tenía que hacer, lo teníamos que hacer: mi panza y yo. ¡Estaba tan triste!, como anestesiada, sin ganas de vivir, aunque una vida latía dentro de mí.

En los días previos imaginaba cómo sería encontrarme con sus cosas, su ropa, sus juguetes, su guardapolvo de preescolar, su habitación, todo de ella, pero sin ella, en medio de una ausencia fría e infinita. Pensaba: «¿Guardaré sus cosas o las regalaré?», como si eso fuera en el fondo tan importante. Mi mente iba y venía tratando de ordenarse como después del paso de un tsunami. Por momentos sentía que nada estaba en pie dentro de mí, así y todo, una vida seguía creciendo.

Pero todo eso que yo había estado imaginando y tratando de organizar dentro de mí se vio derrumbado cuando llegué a casa y no había rastro de Andrea. Todas sus cosas, ropa, juguetes, adornos, dibujitos, todo lo que se te pueda imaginar, había sido guardado de manera desordenada en bolsas negras de consorcio. Nadie me había preguntado si yo quería eso. ¡Fue muy difícil hacer frente a esa situación! Es muy común que la gente decida por una sin consultar; por supuesto que todos obran de buena fe y pensando que están haciendo lo mejor para mí, pero yo no había perdido la cabeza, ni la posibilidad de elegir o tomar decisiones. A mí, era a mí a quien se le había muerto la hija. Me costó muchos años ir abriendo de a una las bolsas, ver qué tenían, decidir qué hacer y despedirme de cada juguete, de cada prenda. Era un reabrir la herida cada vez. Yo no había elegido eso. Nadie me había preguntado, sin embargo, debí pasarlo. Fue un proceso largo que se fue mechando con la alegría del nacimiento de Pablo.

A los pocos días de la muerte de Andrea comencé con muchas contracciones. El médico obstetra decidió internarme y frenar el trabajo de parto, queriendo ganar unos días más para el buen desarrollo pulmonar del bebé, hasta que el 11 de julio nació Pablo Hernán por parto normal, un bebé regordete que pesó casi cuatro kilos. Ese día nevó en la ciudad. Hacía muchos, pero muchos años que esto no ocurría. Vino a nosotros mi otra hermana, como haciendo posta para acompañarme.

Con el nacimiento de Pablo me aferré a la vida. Era un nuevo solcito brillando con fuerza, un ser totalmente dependiente de mí, un bebé. Nació tan estresado que durmió veinticuatro horas de corrido, y con un gotero le daban solución glucosada. Yo sufrí una hipotermia muy importante después del parto. No pude amamantar a Pablo; y su papá seguía en el hospital. ¿Cómo estaría haciendo el duelo?

Los días que vinieron no fueron fáciles. Yo estaba muy triste, débil, sin fuerzas para enfrentar la tarea titánica de criar y educar un niño. ¿Pero quién lo iba a hacer? ¡Yo era su mamá! Busqué ayuda, conocí un grupo que me acompañó mucho, me relacioné con papás y mamás que también habían sufrido la muerte de un hijo, y en un caso de dos, y pensé: «¡Qué terrible! ¿Cómo la vida puede ser tan cruel?»; mejor dicho, la muerte. Se los veía animados, con proyectos, con deseos de ayudar a otros, como si trataran de resignificar la vida. Entendí que el camino del duelo es largo y duele, pero es sano atravesarlo, sabiendo que en algún momento comenzamos a salir y resurgir.

Era sin fondo el vacío existencial que sentía por la ausencia sin retorno de Andrea. Mi tristeza era infinita; lloraba con congoja, como si mis lágrimas nunca se acabaran. Lágrimas que no me permitían disfrutar de la presencia de Pablo, que estaba allí dependiendo de mí para todo, pues era un bebé.

Los tiempos que vinieron fueron difíciles. Para el mes de agosto una ambulancia trasladó a mi esposo desde el hospital hasta nuestra casa. Tenía que atenderlo a él, que no se movía de la cama, y cuidar del bebé con todo lo que eso significaba, pues casi no dormía de continuo, ni de día ni de noche. Estaba extenuada, pero no quería quejarme, porque tener al chiquitín era una bendición. Sentía una lucha interior entre lo que debía y quería hacer, sumada a un infinito cansancio. Cuántas veces deseaba desmayarme en la calle para ir a parar al hospital y así poder descansar y dormir, pero no, jamás ocurrió.

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