Leopoldo Alas Clarín - La Regenta (Clásicos de Leopoldo Alas Clarín)

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La Regenta (Clásicos de Leopoldo Alas Clarín): краткое содержание, описание и аннотация

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"La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles."
"La Regenta" es la primera novela de Leopoldo Alas «Clarín», publicada en dos tomos en 1884 y 1885. Gran parte de la crítica la ha considerado la obra cumbre de Clarín y de la novela española del siglo XIX, la segunda de la literatura española y uno de los máximos exponentes del naturalismo y del realismo progresista.

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Ecco ridente il ciel... La respiración de la Regenta era fuerte, frecuente; su nariz palpitaba ensanchándose, sus ojos tenían fulgores de fiebre y estaban clavados en la pared, mirando la sombra sinuosa de su cuerpo ceñido por la manta de colores.

Quiso pensar en aquello, en Lindoro, en el Barbero, para suavizar la aspereza de espíritu que la mortificaba.

—¡Si yo tuviera un hijo!... ahora... aquí... besándole, cantándole....

Huyó la vaga imagen del rorro, y otra vez se presentó el esbelto don Álvaro, pero de gabán blanco entallado, saludándola como saludaba el rey Amadeo.

Mesía al saludar humillaba los ojos, cargados de amor, ante los de ella imperiosos, imponentes.

Sintió flojedad en el espíritu. La sequedad y tirantez que la mortificaban se fueron convirtiendo en tristeza y desconsuelo....

Ya no era mala , ya sentía como ella quería sentir; y la idea de su sacrificio se le apareció de nuevo; pero grande ahora, sublime, como una corriente de ternura capaz de anegar el mundo. La imagen de don Álvaro también fue desvaneciéndose, cual un cuadro disolvente; ya no se veía más que el gabán blanco y detrás, como una filtración de luz, iban destacándose una bata escocesa a cuadros, un gorro verde de terciopelo y oro, con borla, un bigote y una perilla blancos, unas cejas grises muy espesas... y al fin sobre un fondo negro brilló entera la respetable y familiar figura de su don Víctor Quintanar con un nimbo de luz en torno. Aquel era el sujeto del sacrificio, como diría don Cayetano. Ana Ozores depositó un casto beso en la frente del caballero.

Y sintió vehementes deseos de verle, de besarle en realidad como al cuadro disolvente.

Mala hora, sin duda, era aquella. Pero la casualidad vino a favorecer el anhelo de la casta esposa. Se tomó el pulso, se miró las manos; no veía bien los dedos, el pulso latía con violencia, en los párpados le estallaban estrellitas, como chispas de fuegos artificiales, sí, sí, estaba mala, iba a darle el ataque; había que llamar; cogió el cordón de la campanilla, llamó. Pasaron dos minutos. ¿No oían?... Nada. Volvió a empuñar el cordón... llamó. Oyó pasos precipitados. Al mismo tiempo que por una puerta de escape entraba Petra, su doncella, asustada, casi desnuda, se abrió la colgadura granate y apareció el cuadro disolvente, el hombre de la bata escocesa y el gorro verde, con una palmatoria en la mano.

—¿Qué tienes, hija mía?—gritó don Víctor acercándose al lecho. «Era el ataque, aunque no estaba segura de que viniese con todo el aparato nervioso de costumbre; pero los síntomas los de siempre; no veía, le estallaban chispas de brasero en los párpados y en el cerebro, se le enfriaban las manos, y de pesadas no le parecían suyas...». Petra corrió a la cocina sin esperar órdenes; ya sabía lo que se necesitaba, tila y azahar.

Don Víctor se tranquilizó. «Estaba acostumbrado al ataque de su querida esposa; padecía la infeliz, pero no era nada».

—No pienses en ello, que ya sabes que es lo mejor.

—Sí, tienes razón; acércate, háblame, siéntate aquí.

Don Víctor se sentó sobre la cama y depositó un beso paternal en la frente de su señora esposa. Ella le apretó la cabeza contra su pecho y derramó algunas lágrimas. Notadas que fueron las cuales por don Víctor exclamó este:

—¿Ves? ya lloras; buena señal. La tormenta de nervios se deshace en agua; está conjurado el ataque, verás como no sigue.

En efecto, Ana comenzó a sentirse mejor. Hablaron. Ella manifestó una ternura que él le agradeció en lo que valía. Volvió Petra con la tila.

Don Víctor observó que la muchacha no había reparado el desorden de su traje, que no era traje, pues se componía de la camisa, un pañuelo de lana, corto, echado sobre los hombros y una falda que, mal atada al cuerpo, dejaba adivinar los encantos de la doncella, dado que fueran encantos, que don Víctor no entraba en tales averiguaciones, por más que sin querer aventuró, para sus adentros, la hipótesis de que las carnes debían de ser muy blancas, toda vez que la chica era rubia azafranada....

Con la tila y el azahar Anita acabó de serenarse. Respiró con fuerza; sintió un bienestar que le llenó el alma de optimismo.

«¡Qué solícita era Petra! y su Víctor ¡qué bueno!».

«Y había sido hermoso, no cabía duda. Verdad era que sus cincuenta y tantos años parecían sesenta; pero sesenta años de una robustez envidiable; su bigote blanco, su perilla blanca, sus cejas grises le daban venerable y hasta heroico aspecto de brigadier y aun de general. No parecía un Regente de Audiencia jubilado, sino un ilustre caudillo en situación de cuartel».

Petra, temblando de frío, con los brazos cruzados, unos blanquísimos brazos bien torneados, se retiró discretamente, pero se quedó en la sala contigua esperando órdenes.

Ana se empeñó en que Quintanar—casi siempre le llamaba así—bebiese aquella poca tila que quedaba en la taza.

¡Pero si don Víctor no creía en los nervios! ¡Si estaba sereno! Muerto de sueño, pero tranquilo.

«No importaba. Era un capricho. No lo conocía él, pero se había asustado».

—Que no, hija mía; que te juro....

—Que sí, que sí... Don Víctor tomó tila y acto continuo bostezó enérgicamente.

—¿Tienes frío?—¡Frío yo! Y pensó que dentro de tres horas, antes de amanecer, saldría con gran sigilo por la puerta del parque—la huerta de los Ozores—. Entonces sí que haría frío, sobre todo, cuando llegaran al Montico, él y su querido Frígilis, su Pílades cinegético, como le llamaba.

Iban de caza; una caza prohibida, a tales horas, por la Regenta. Anita no dejó a Víctor tan pronto como él quisiera. Estaba muy habladora su querida mujercita. Le recordó mil episodios de la vida conyugal siempre tranquila y armoniosa.

—¿No quisieras tener un hijo, Víctor?—preguntó la esposa apoyando la cabeza en el pecho del marido.

—¡Con mil amores!—contestó el ex-regente buscando en su corazón la fibra del amor paternal. No la encontró; y para figurarse algo parecido pensó en su reclamo de perdiz, escogidísimo regalo de Frígilis.

—«Si mi mujer supiera que sólo puedo disponer de dos horas y media de descanso, me dejaría volver a la cama».

Pero la pobrecita lo ignoraba todo, debía ignorarlo. Más de media hora tardó la Regenta en cansarse de aquella locuacidad nerviosa. ¡Qué de proyectos! ¡qué de horizontes de color de rosa! Y siempre, siempre juntos Víctor y ella.

—¿Verdad?—Sí, hijita mía, sí; pero debes descansar; te exaltas hablando....

—Tienes razón; siento una fatiga dulce.... Voy a dormir.

Él se inclinó para besarle la frente, pero ella echándole los brazos al cuello y hacia atrás la cabeza, recibió en los labios el beso. Don Víctor se puso un poco encarnado; sintió hervir la sangre. Pero no se atrevió. Además, antes de tres horas debía estar camino del Montico con la escopeta al hombro. Si se quedaba con su mujer, adiós cacería.... Y Frígilis era inexorable en esta materia. Todo lo perdonaba menos faltar o llegar tarde a un madrugón por el estilo.

—«Sálvense los principios»—pensó el cazador.

—¡Buenas noches, tórtola mía!

Y se acordó de las que tenía en la pajarera.

Y después de depositar otro beso, por propia iniciativa, en la frente de Ana, salió de la alcoba con la palmatoria en la diestra mano; con la izquierda levantó el cortinaje granate; volviose, saludó a su esposa con una sonrisa, y con majestuoso paso, no obstante calzar bordadas zapatillas, se restituyó a su habitación que estaba al otro extremo del caserón de los Ozores.

Atravesó un gran salón que se llamaba el estrado; anduvo por pasillos anchos y largos, llegó a una galería de cristales y allí vaciló un momento. Volvió pies atrás, desanduvo todos los pasillos y discretamente llamó a una puerta.

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