—Véase si no—continuaba—lo que salta a los ojos, a los del alma quiero decir, de toda persona de gusto. ¡Malhaya el dignísimo Obispo, salvo el respeto debido, malhaya el dignísimo Obispo don García Madrejón que consintió este confuso acervo de adornos y follajes, quinta esencia de lo barroco, de la profusión manirrota y de la falsedad. Cartelas, medallas, hornacinas (y señalaba con el dedo), capiteles, frontones rotos, guirnaldas, colgadizos, hojarasca, arabescos, que pululáis por las decoraciones de puertas, ventanas, tragaluces y pechinas; en nombre del arte, de la santa idea de sobriedad y la no menos inmortal e inmaculada de armonía, yo os condeno a la maldición de la historia!
—Pues oiga usted—se atrevió a decir la Infanzón sin mirar a su esposo—; diga usted lo que quiera, esta capilla me parece a mí muy bonita; y me parece en cambio muy feo profanar el templo... ¡blasfemando así de Dios y sus santos!
Ea, se había cansado; quería dar la batalla al libertino y escogía, con un pudor evidente, el terreno neutral, del arte, puro y desinteresado. Además le gustaba de veras la capilla y no quería más contemplaciones.
El lugareño creyó que su mujer se había vuelto loca.
«Estaría mareada como él». Quiso hablar, pero no lo consiguió en cuanto quiso. Obdulia soltó al aire una carcajada, que oyó don Cayetano desde fuera. Don Saturno, cortado y sospechando algo del motivo de aquella inesperada oposición, se contentó con inclinarse a lo Magistral y torcer la boca y las cejas de una manera inventada por él mismo frente al espejo. Quería aquello decir que un Bermúdez no disputaba con señoras. Sólo contestó:
—Señora... yo no profano nada.... El Arte....
—¡Sí profana usted!—¡Pero mujer, pero Carolina!—¡Oh! déjela usted, señor Infanzón; yo respeto todas las opiniones.
Y temiendo que la lugareña llevase la mejor parte en lo de profanar o no profanar, se apresuró a añadir:
—Por lo demás, ya usted comprenderá, amigo mío, que yo sigo los cánones de la belleza clásica condenando enérgicamente el gusto barroco.... Esto es plateresco....
—¡Churrigueresco!—exclamó el compromisario queriendo así compensar la protesta disparatada de su mujer.
—¡Churrigueresco!—repitió—¡da náuseas!—y se vio claramente que las sentía.
—¡Churrigueresco!—pudo decir otra vez.
—¡Rococó!—concluyó Obdulia.
En aquel momento el Arcipreste se inclinaba para saludarla como si fuera a besarle las botas color bronce.
Salieron a la calle todos juntos. Don Saturno se apresuró a despedirse. De sus mejillas brotaba fuego. Iba a cuerpo y tenía mucho frío. El viento caliente le sabía a cierzo.
—¡Temo una pulmonía!—dijo, mientras escapaba abrochándose la levita por la cintura.
Necesitaba saborear a solas las emociones de aquella tarde.
«Amaba y creía ser amado».
Aquella tarde hablaron la Regenta y el Magistral en el paseo. El Arcipreste procuró que se encontraran y por su confianza con la Regenta facilitó la entrevista.
Pocas veces habían cruzado la palabra la hermosa dama y el Provisor, y nunca había pasado la conversación de los lugares comunes a que obliga el trato social.
Doña Ana Ozores no era de ninguna cofradía. Pagaba una cuota mensual en las Escuelas Dominicales, pero no asistía a las lecciones ni a las conferencias; vivía lejos del círculo en que el Provisor reinaba. Este visitaba poco a las personas que no podían o no querían servirle en sus planes de propaganda. Cuando el señor don Víctor Quintanar era Regente de Vetusta, el Magistral le visitaba en todas las solemnidades en que exigían este acto de cortesía las costumbres del pueblo; estas visitas las pagaba con la exactitud que usaba en estos asuntos el señor Quintanar, el más cumplido caballero de la ciudad, después de Bermúdez. Los cumplimientos del Magistral fueron escaseando, sin saberse por qué, cuando se jubiló don Víctor, y por fin cesaron las visitas. Don Víctor y don Fermín se hablaban algunas veces en la calle, en el Espolón; se saludaban siempre con la mayor amabilidad. Se estimaban mutuamente. Las calumnias con que la maledicencia perseguía a De Pas tenían un aislador en don Víctor; por su conducto no se propagaban, y aun tomaba a su cargo deshacer su perniciosa influencia. Doña Ana jamás había hablado a solas con el Magistral, y después que cesaron las visitas apenas volvió a verle de cerca. A lo menos ella no lo recordaba. Don Cayetano, que sabía esto, hizo un simulacro de presentación diplomática en el tono jocoserio que nunca abandonaba. Ellos, la Regenta y el Magistral, habían hablado poco; todo casi se lo había dicho Ripamilán y lo demás Visitación, que acompañaba a la de Quintanar. Doña Ana volvió pronto a su casa. Se recogió temprano aquella noche.
De la breve conversación de la tarde no recordaba más que esto: que al día siguiente, después del coro, el Magistral la esperaba en su capilla. Le había indicado, aunque por medio de indirectas, que convenía, al mudar de confesor, hacer confesión general.
Había hablado con mucha afabilidad, con voz meliflua, pero poco, con cierto tono frío, y algo distraído al parecer. No le había visto los ojos. No le había visto más que los párpados, cargados de carne blanca. Debajo de las pestañas asomaba un brillo singular.
Cerca del lecho, arrodillada, rezó algunos minutos la Regenta.
Después se sentó en una mecedora junto a su tocador, en el gabinete, lejos del lecho por no caer en la tentación de acostarse, y leyó un cuarto de hora un libro devoto en que se trataba del sacramento de la penitencia en preguntas y respuestas. No daba vuelta a las hojas. Dejó de leer. Su mirada estaba fija en unas palabras que decían: Si comió carne ...
Mentalmente y como por máquina repetía estas tres voces, que para ella habían perdido todo significado; las repetía como si fueran de un idioma desconocido.
Después, saliendo de no sabía qué pozo negro su pensamiento, atendió a lo que leía. Dejó el libro sobre el tocador y cruzó las manos sobre las rodillas. Su abundante cabellera, de un castaño no muy obscuro, caía en ondas sobre la espalda y llegaba hasta el asiento de la mecedora, por delante le cubría el regazo; entre los dedos cruzados se habían enredado algunos cabellos. Sintió un escalofrío y se sorprendió con los dientes apretados hasta causarle un dolor sordo. Pasó una mano por la frente; se tomó el pulso, y después se puso los dedos de ambas manos delante de los ojos. Era aquella su manera de experimentar si se le iba o no la vista. Quedó tranquila. No era nada. Lo mejor sería no pensar en ello.
«¡Confesión general!». Sí, esto había dado a entender aquel señor sacerdote. Aquel libro no servía para tanto. Mejor era acostarse. El examen de conciencia de sus pecados de la temporada lo tenía hecho desde la víspera. El examen para aquella confesión general podía hacerlo acostada. Entró en la alcoba. Era grande, de altos artesones, estucada. La separaba del tocador un intercolumnio con elegantes colgaduras de satín granate. La Regenta dormía en una vulgarísima cama de matrimonio dorada, con pabellón blanco. Sobre la alfombra, a los pies del lecho, había una piel de tigre, auténtica. No había más imágenes santas que un crucifijo de marfil colgado sobre la cabecera; inclinándose hacia el lecho parecía mirar a través del tul del pabellón blanco.
Obdulia, a fuerza de indiscreción, había conseguido varias veces entrar allí.
—«¡Qué mujer esta Anita!
»Era limpia, no se podía negar, limpia como el armiño; esto al fin era un mérito... y una pulla para muchas damas vetustenses».
Pero añadía Obdulia:—«Fuera de la limpieza y del orden, nada que revele a la mujer elegante. La piel de tigre, ¿tiene un cachet ? Ps... qué sé yo. Me parece un capricho caro y extravagante, poco femenino al cabo. ¡La cama es un horror! Muy buena para la alcaldesa de Palomares. ¡Una cama de matrimonio! ¡Y qué cama! Una grosería. ¿Y lo demás? Nada. Allí no hay sexo. Aparte del orden, parece el cuarto de un estudiante. Ni un objeto de arte. Ni un mal bibelot ; nada de lo que piden el confort y el buen gusto. La alcoba es la mujer como el estilo es el hombre. Dime cómo duermes y te diré quién eres. ¿Y la devoción? Allí la piedad está representada por un Cristo vulgar colocado de una manera contraria a las conveniencias ».
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