Sé que dirás: «No me aflige mi quebranto, porque no merece ser consolado quien lamenta la pérdida de un hijo como la de un esclavo, cuando se tiene valor para considerar en un hijo otra cosa que el hijo mismo». ¿Pues por qué lloras, Marcia? ¿porque ha muerto tu hijo o porque no ha vivido mucho tiempo? Si lloras porque ha muerto, has debido llorar siempre, porque siempre has sabido que debía morir. Persuádete de que los muertos no experimentan ningún dolor. Ese infierno que tan terrible nos pintan es solamente una fábula: los muertos no tienen que temer ni tinieblas, ni cárceles, ni torrentes de llamas, ni el río del olvido: en aquel asilo de plena libertad no hay tribunales, ni reos, ni nuevos tiranos. Todas estas cosas son juegos de poetas que nos han agitado con vanos terrores. La muerte es la libertad, el término de todas nuestras penas; no traspasarán sus umbrales nuestras desgracias; ella es la que nos devuelve a aquella tranquilidad de que gozábamos antes de nacer. Si alguien llora a los muertos, que llore también a los que no han nacido. La muerte no es un bien mi un mal; porque para ser bien o mal, es indispensable ser algo; pero lo que nada es, lo que lo reduce todo a la nada, no nos impone ninguna de estas dos condiciones. Lo malo y lo bueno versan sobre algo. La fortuna no puede retener lo que la naturaleza abandona, y no es posible sea desgraciado el que ya no existe. Tu hijo ha traspasado los límites dentro de los cuales se es esclavo. En el seno de una paz profunda y eterna, no le atormenta ya el temor de la pobreza, el cuidado de las riquezas, las pasiones que estimulan nuestro ánimo con el acicate de la voluptuosidad: ya no envidia la felicidad ajena, ni es envidiado en la suya; jamás ofenderá la calumnia sus castos oídos; no tendrá que prevenir calamidades públicas ni privadas, ni habrá de atender al porvenir lleno de tristes inquietudes. Encuéntrase, en fin, en un asilo del que nada puede privarlo ni inspirarle temor.
¡Oh, cuán ignorantes están de sus males los que no celebran la muerte como el mejor invento de la naturaleza! Ora ponga término a nuestro dolor, aparte el infortunio, extinga a un anciano cansado y disgustado de la a vida; ora nos arrebate en la juventud, cuando se esperaba porvenir mejor; ora llame a sí la infancia, antes de que se haga difícil el camino, la muerte es final para todos, para muchos remedio, deseo para algunos, y a nadie favorece tanto como a los que visita antes de que la invoquen. La muerte liberta al esclavo a pesar de su amo; rompe la cadena del cautivo; abre la prisión a los desgraciados que insolente despotismo impedía salir de ella: al desterrado, que incesantemente vuelve a la patria ojos y pensamiento, demuestra cuán poco importa entre quiénes será sepultado: si la fortuna ha repartido mal los bienes comunes a todos; si naciendo todos con derechos iguales ha querido que el uno posea al otro, la muerte restablece en todos la igualdad: ésta es la que nunca ha hecho nada por capricho de otro; nunca se avergonzó de su condición, nunca obedeció a nadie: tu padre, oh Marcia, la llamó con sus deseos. A ella se debe, repito, que no sea un suplicio el nacimiento; hace que no sucumba bajo las amenazas de la suerte y conserve íntegro mi ánimo y dueño de sí mismo. Sé dónde descansar. Allá veo cruces de muchos géneros, que varían según el capricho de los tiranos. Este pone cabeza abajo a los que quiere colgar, aquél los empala por los órganos genitales; este otro les extiende los brazos en el patíbulo. Veo los potros, las varas, y para cada miembro, cada músculo, un instrumento de tortura; pero también veo la muerte. Allí están los enemigos sanguinarios, ciudadanos soberbios; pero allí está también la muerte. La servidumbre no es penosa cuando, cansados del amo, con un solo paso se recobra la libertad: contra las injurias de la vida tengo el beneficio de la muerte.
Piensa cuán bueno es morir oportunamente; a cuántos ha perjudicado vivir mucho. Si Cn. Pompeyo, honor y sostén de este imperio, hubiese sucumbido en Nápoles a la enfermedad, moría indudablemente el primero de los romanos: pocos días después le precipitaron desde la cumbre de su grandeza. Vio degolladas sus legiones en su presencia, y de aquella batalla en que el Senado mismo formaba la primera línea, ¡tristes restos! el jefe fue el único que sobrevivió. Vio al verdugo egipcio, y presentó a un satélite aquella cabeza sagrada hasta para los vencedores. Pero si se hubiese salvado, habría tenido que deplorar su salvación. Porque ¿habría algo más vergonzoso que Pompeyo vivo por merced de un rey? Si M. Cicerón hubiese muerto en el momento en que escapaba al puñal con que Catilina le amenazaba al mismo tiempo que a la patria, sucumbía salvador de la República a la que acababa de libertar: si hubiese seguido de cerca los funerales de su hija, entonces todavía hubiese podido morir dichoso. No hubiera visto brillar espadas desnudas sobre las cabezas de los ciudadanos, repartir entre los asesinos los bienes de las víctimas, para que ellas mismas pagaran los gastos de su muerte; no hubiese visto los despojos de los cónsules vendidos en subasta, los homicidios, ni los tratos públicos sobre latrocinios, la guerra, el pillaje y tantos Catilinas. Si M. Catón, al regresar de Chipre a donde había ido a arreglar la herencia de un rey, se hubiese hundido en el mar, hasta con aquel dinero que traía para pagar la guerra civil, ¿no hubiese sido inmenso bien para él? Al menos habría muerto con la idea de que nadie osaba cometer crimen delante de Catón. Algunos años más, y aquel hombre, nacido para ser libre, nacido para la libertad pública, se verá obligado a huir de César y a seguir a Pompeyo.
La muerte prematura no ha hecho, pues, ningún daño a tu hijo; antes al contrario, le ha libertado de todos los males. «Pero ha muerto demasiado pronto y antes de tiempo». Supón ante todo que ha sobrevivido; imagina la vida más larga que se concede al hombre. ¡Cuán poco es! nacidos para cortos instantes, preparamos esta posada, que muy pronto hemos de abandonar, para otros que vendrán a ocuparla en iguales condiciones. Hablo de nuestra vida que se desarrolla con increíble rapidez. Cuenta los siglos de las ciudades; verás que no han estado mucho tiempo de pie, ni siquiera aquellas que se envanecen con su antigüedad. Todo lo humano es breve y caduco, no ocupando nada en lo infinito del tiempo. Esta tierra, con todos sus pueblos, ciudades, ríos, su cinturón de mares, no es más que un punto para nosotros si la comparamos con el universo: nuestra vida es algo menos que un punto si se compara con el tiempo entero. La medida del tiempo es más grande que la del mundo, porque se pueden contar muchas revoluciones del mundo realizadas en el tiempo. ¿A qué conduce, pues, dilatar una cosa que, por grande que sea su prolongación, no pasa de nada? El único medio de haber vivido mucho, es haber vivido bastante. Cítame, si quieres, esos ancianos cuya longevidad nos refiere la tradición, hasta los que han alcanzado ciento diez años: cuando tu ánimo se fije en la eternidad, no verás diferencia entre la vida más larga y la más corta, si considerando el tiempo que cada cual ha vivido, lo comparas con el que no han vivido.
Además, tu hijo no ha muerto prematuramente; ha vivido cuanto debía vivir. No le quedaba nada más allá. No tienen todos los hombres igual vejez; ni los animales la tienen tampoco. Algunos agotan toda su vida en el espacio de catorce años: para éstos es la edad más larga la que es la primera para el hombre. Todos hemos recibido innegables derechos a la existencia, y no se puede morir prematuramente, puesto que no debía vivirse más de lo que se ha vivido. Cada cual tiene fijos sus límites, que permanecerán donde se establecieron, sin que haya atenciones ni favores que puedan hacerlos retroceder: no hubiese querido tu hijo perder en este vano trabajo su cálculo y cuidados. Hizo cuanto tenía que hacer,
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